Llevo meses fantaseando con cómo sería mi primer post en este blog. Barajeé hasta el más mareante hartazgo de mí misma los temas clásicos: mi familia, la depilación de las cejas en los hombres y, por supuesto, tener setenta años y despertarte una mañana a tus treinta y entonces actuar como de veras crees que debes hacerlo y regir a partir de ese momento tu vida bajo la realización de esa fantasía sin saber cuándo, sin avisar, de pronto te despertarás volviendo a tener setenta. Después de gargajear desde mi mente hacia la libretita y de la libretita a una papelera, todas esas brillantes y suculentas materias de ensayo, un día salí por León y bebí demasiado vino. “Es que sale barato y con la tapa ya cenas” es, posiblemente la segunda frase que más he repetido en mi vida después de “Te quiero más que a mí misma” dicha siempre a cualquiera que estuviese conmigo en ese momento en que era poseída, invadida, violada por el espíritu de la amortización de lo que anuncia la otra proposición.
Y después del vino y de la grasa que noto se va depositando en mis muzloz (yo ahora digo “muzloz” como lo haría Andrés Aberasturi porque considero que la zeta de alguna manera evoca obesidad) toda aquella otrora inspiración frívolo-jovial se torna una atosigante mezcla de desesperación, pena y nostalgia de otra yo sobria y más joven: la del principio de la noche, por ejemplo. Total, que me vuelvo para casa Barcelona en avión con una resaca estándar. Volamos en uno de esos artefactos que parece que están hechos para ser en realidad un bar terrestre de parque temático de series famosas. Pienso en Lost, dentro de la aeronave de plástico del que usaban para hacer Barbies, y miro a mi alrededor intentando distinguir quién sería nuestro líder si nos estrellásemos en una isla fantasma del Mediterráneo. Y todo el mundo me parece más carismático que Jack, la verdad. Cuando deja de hacerme ilusión pensar en que al menos podría aprovechar lo de comer sólo mangos y coco para drenar la acumulación lípida de las tapas del Húmedo; cuando me doy cuenta de que yo en la serie sería Hugo, suspiro mirando cómo León se hace cada vez más pequeño y me digo: “morirse tampoco sería tan terrible”. Es el estado anímico perfecto para abrir al fin Factótum y entregarme a la lectura de Bukowski.
Me cae mal Henry Charles. Me caía mal de adolescente. La gente que leía a Bukowski y lo decía cuando yo tenía dieciocho años me caía mal. Hablaban con gravedad y afectación sobre ello y a mí me carcajeaba el cerebro y lo pasaba fatal intentando que no se me notase la vibración craneal mientras miraba desconsolada al orador y sólo oía: “Blablablá, realismo sucio, blablablá, putas, blablablá, dolor, blablablé, caca”. Pero me meto. Me zambullo en Charles. Somos un par de borrachos que tienen curros de mierda y se sienten fascinados por el garrulismo. Empiezo a sonreír de lado para mostrar complicidad con el tipo este, Chinaski, y es entonces cuando lo noto. Un sutil escozor rasposo en la comisura izquierda de mi boca. Especifico «de mi boca» porque la semana pasada leí en otro sitio que los ojos también tienen comisuras. Nadie esperaba esta aclaración. Es un herpes. Es el de siempre. Los herpes se contraen por primera vez por el contacto salivar con otro ser que tenga el virus. Yo tengo este herpes desde mi segundo novio. Era buena persona, “pero las buenas personas también hacen pupa”, pienso. Una interpretación ñoña de Bukowski se apodera de mí. El herpes del extremo de mi boca es la reacción física a mi encuentro tardío con Charles. Todo, la resaca, el herpes, Chinaski, se mezclan en una ola de misticismo que me invade y casi no me doy cuenta de que estamos descendiendo muy rápido y antes de tiempo. La orilla de Cataluña está muy lejos. Las luces de la ciudad parpadean. Esa percepción sólo la tienes cuando estás muy lejos; me lo dijo un ingeniero. Vamos a morir. Aprieto el libro entre las piernas y pido un deseo. “¿Te piensas que la muerte es Nochevieja, Marta?”. El aire ruge. Siento mis tímpanos como si fueran dos trozos de kleenex arrugado y bañado en laca. Cierro los ojos muy fuerte, hasta que parecen dos anos asustados. Pasan entre dos minutos y treinta y tres años.
Hemos muerto. Noto como mi culo al final rebota en el asiento de la aeronave. Se abren las puertas y todos vamos entrando de manera silenciosa, obediente y resignada en el purgatorio. Es exactamente igual que el aeropuerto del Prat, como no podía ser de otra manera.
En el limbo también hay metro. Puedo dormir en una cama. Suena el despertador puntualmente a las 4 de la mañana para marcar los episodios previos de espera eterna para el juicio final. Vuelvo al aeropuerto cada día; para expiar mis pecados me obligan a vender chocolate a gente que habla idiomas ininteligibles. Vuelvo a mi cama del purgatorio. Me quito la ropa y pienso. Pienso en cómo salir de aquí y cómo soportarlo mientras.
Y lo hago siempre igual: desnuda.