DE SER FELIZ Y POR ELLO TEMER AL YIHADISMO

Estoy posada en el sofá de mi salón. Posarse es mucho menos relajado que tumbarse. Una se tumba para soñar o derrumbarse y se posa para asumir y ponerse en marcha luego. Miro las vigas de madera del techo. Mi casa ha sido diseñada por un fucker cuarentón. Pienso en la cantidad de sueños lascivos proyectados sobre ellas. Me imagino que alguien con un concepto estético así aspiraba a estar siempre debajo al follar, si no se habría dejado de elementos arquitectónicos robustos y fálicos y mi parquet ahora no sería de pegatina. “Vago hortera del infierno”, pienso, y acto seguido me siento una usurpadora del espacio vital de otro. Como si mis bailecitos a solas en pelotas como festejo de la liberación íntima de mi condición femenina fueran una clase de felicidad menos legítima que las aspiraciones orgiásticas de un follador pequeñico – esto último lo sé porque la distancia que va desde la clave del arco de entrada al salón hasta el suelo van menos de 175 cms. Y me lo imagino poniéndose de puntillas debajo y diciendo “¡mira! todavía no me doy”. Me lo imagino y siento una cierta y amarga conmoción compasiva.

Me llama mi hermana para anunciarme que se siente muy bien. Mi hermana es la única persona que se comunica conmigo vía telefónica para explicarme algo bueno. La mayoría sólo llamamos para balbucear quejidos. Lo cual está bien porque da mucho mejor material para hacer comedia. El sufrimiento es el combustible del humor; eres aburrido hasta que te hacen una buena putada.

“La verdad es que soy tan feliz ahora que estoy un poco preocupada por la posibilidad de morir en un atentado yihadista”.

Cuando me recupero del pequeño ataque de risa y la maravillosa sensación de estar un ratito dentro de una de esas películas naranjas de Woody Allen, intento recordar cuándo fue la última vez que yo estaba tan a gusto con mi vida que mi principal miedo era al terrorismo internacional. Y no, la verdad es que no caigo; así que siento un poco de envidia. Siento envidia de sentir miedo a morir en un ataque islamista; desde luego soy una auténtica y repulsiva ciudadana del primer mundo y de mi tiempo.

El rizo del rizo del rizo de la inmoralidad. El vello púbico de lo abyecto.

Las únicas ocasiones en las que se puede considerar que haya alcanzado un grado de beatitud comparable al que mi hermana trataba de explicarme fueron en mi adolescencia y primera juventud: cuando temía al apocalipsis.

Estoy en Madrid en 2002. Son mis últimos coletazos de teenager. Acabo de cobrar mi primer sueldo. Vendo bocadillos en Sol. Esa mañana en clase de Narrativa cinematográfica hemos visto El apartamento. Tengo un subidón absoluto y me llevo a mi novio a comer por primera vez para ambos a un sitio donde ponen mantel debajo del plato y te cobran por el pan sin preguntarte antes si lo quieres. “Invito yo”. Me gasto el 40% de mi humildérrima nómina. Suspiro largamente y le aprieto la mano a Toni. El filete es correoso y no sabe a nada, el vino está avinagrado y el camarero nos trata con condescendencia, pero no importa porque es mío. No el camarero, si no el momento. “Mierda, seguro que ahora cae un meteorito en Lavapiés y al carajo”.

Como ejemplo de instante de plenitud es bastante ramplón, pero estoy segura de que la dicha de aquello fue mayor que la que sintió Jennifer Connelly una semana antes por ganar el Oscar a mejor actriz secundaria. Una mente maravillosa, ¿qué clase de porquería de peli es esa? Además, dudo mucho que Jennifer Connelly haya estado contenta de verdad en toda su vida y, menos aún, que haya comido filete con patatas en Lavapiés. La satisfacción es el gobierno de los mediocres. Y por eso, porque al ser mediocres creemos que no la merecemos, estamos seguros de que nos la van a quitar de un plumazo en cualquier momento.

Si sois tan felices que teméis a los meteoritos, los tsunamis, la yihad o vais al médico cada vez que os sale un grano cerca de la axila, os doy mi más sincera enhorabuena. Si no, os recomiendo esta película o, al menos, esta secuencia, que aquí ya nadie aguanta nada que dure más de cincuenta minutos y menos si no cortan cabezas, ¿verdad, desgraciados?

Y sino sois ninguno de esos dos tipos de personas mencionados, es que sois George Clooney. Y sólo hay un George Clooney. Y, la verdad, no sé qué hace George Clooney leyéndome. Déjalo ya, George, haz el favor. Gracias.

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