DE LAS MUJERES SEGÚN WOODY ALLEN

Mi opinión sobre Woody Allen a los doce años era muy simple: “este jambo es un cutre”. Todas sus películas tenían una fotografía otoñal demasiado deprimente para mi pubertad. Los actores parecían estar a punto de caramelo de la menopausia. También los hombres, que en cierto modo resultaban feminizados por la pedantería y esos ademanes de intelectual flácido. Los personajes masculinos en el cine de Woody Allen, sin necesidad de estar gordos, por norma general parecen tener un índice de grasa corporal más propio de una mujer que de un tío; si entendemos por tío alguien como Zac Efron –tutto fibra-. El otro día, por ejemplo, intentando ver Café Society no dejaba de observar al viscoso de Jesse Eisenberg y pensar en que posiblemente podría hundir mi dedo índice en su abdomen hasta acabar sumergiendo en su cuerpo la longitud entera de mi brazo. Como si estuviera hecho de merengue o de pasta putrefacta cárnica de zombie, no lo sé. Algo inconsistente y muy mórbido, en cualquier caso.

Luego me fui haciendo mayor y Woody también y la gente que salía en sus películas empezó a ser más guapa. Los tonos marrones, caqui y verde chaqueta de lana de profesor de filosofía se convirtieron en naranjas muy luminosos. Como si al acercarse al final de su vida hubiese decidido cambiar el otoño por la primavera para reforzar su negación de la muerte. Y por la misma razón, todos los argumentos de sus películas se volvieron significativamente más frívolos. Los hombres, en muchos casos, han seguido siendo iguales, eso sí. De no salir él, siempre habrá algún fofo pesado dispuesto a imitarle: como Kenneth Branagh, Owen Wilson o John Cusack. Pero las mujeres no. Las chicas ya son otra historia, ¿verdad, sátiro?

Louise Lasser era una chica dentona, con retención de líquidos y el pelo pajoso, bastante graciosa si te va el rollo soberbio pasivo agresivo. Estuvo casada con Woody cuatro años y co-protagonizó dos de sus primeras películas: Bananas y Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo. Era una tía normal, fotografiada como una tía normal y que te podías creer que en algún momento hubiera deseado irse a la cama con él:

Louisee

Diane Keaton le cae mal a casi todo el mundo, desde mi madre hasta el transexual con el curré en aquel call center. Una treintañera neurótica, con la sonrisa meliflua y vestida con traje de caballero, ¿de qué vas? Claro que Annie Hall hoy día lo petaría en cualquier clase de swing maniacs del barrio de Gracia. Yo adoro a esa mujer y ni siquiera se me ocurre nada agradable que decir de ella. En cualquier caso, era una persona real, en las antípodas de una femme fatale. Alguien de quien te puedes enamorar pero a la que difícilmente usarías como imagen recurso para hacerte una paja:

Diane Keaton

¿Mia Farrow?, en fin, dejémoslo en que era Woody Allen con peluca.

Y de repente, un día ¡Mira Sorvino! Cuando se estrenó Poderosa Afrodita Woody acababa de cumplir los sesenta. Y no es fútil. Desde entonces: tías buenas a granel. La mujer insegura, desequilibrada y preocupada por quién era y hacia donde iba desapareció. La figura femenina de sus películas pasó a ser meramente consorte o bien objeto de deseo.

Si simplemente enumeramos las protagonistas de sus largometrajes en los últimos veinte años, nos parecerá que estamos ante un pantone in crescendo de belleza: Elizabeth Shue, Winona Ryder, Uma Thurman, ¡Charlize Theron!, Téa Leoni, Christina Ricci, Scarlett Johansson, Cate Blanchett, Emma Stone y Kristen Stewart. Y la media que le ponen al objetivo de la cámara es cada vez más tupida que la que colocaban al de Sara Montiel en los noventa.

Aparece la chica de la película y es todo resplandor y mohín apacible. No existe una miserable peca en el universo Allen. Todo cutis porcelana. Pensad en Scarlett Johansson con la blusa blanca, en la habitación de la mesa de ping-pong, con la cristalera de las cortinas nacaradas. Una luz, de brillo semejante al que te imaginas que verás cuando estás a punto de morir, cuaja la habitación de glamour insoportable. Scarlett no es una persona, es una diosa. Un ente divino del porno celestial. Un ser poseedor de una vagina mágica en la que cualquier hombre desearía entrar aún a sabiendas de que puede ser la última cosa que haga. Una idiota deslumbrante, vaya:

match

Ahora que tengo treinta y tres años ya no creo que Woody Allen sea un jambo cutre. Intento no usar mucho la palabra “jambo” cuando no estoy en León. Hoy creo que si las películas que hace actualmente las hubiera hecho cuando yo era adolescente me habrían encantado. Igual que adoraba entonces los dalkys de chocolate y al niño guapo de mi clase. De la misma manera que mola más un mac que un pc o el aire acondicionado que un ventilador.

Lo que creo de Woody es que el hacerse viejo lo ha convertido en un misógino y un clasista. Que si ha cosificado a la mujer en su cine es porque las odia a todas. Lo que creo es que alguien que ha escrito “cada vez que ella respira mi corazón baila” no puede poner al puto Jesse Eisenberg a violar verbalmente a Blake Lively nada más verla sólo porque es rubia (¿?). Lo que creo, amigos, es que desde hace 20 años Woody Allen está muerto.

Pero sí, sí, Match Point está muy bien.

 

 

 

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