DE VERBALIZAR LOS SENTIMIENTOS

Vamos a decir que tengo una amiga que se llama Exaequa. Está al mismo nivel que todos los demás. Exa no es la persona más feliz que hayas conocido; ni siquiera que haya conocido yo y eso que el nivel ahora mismo está bastante fácil de superar. Tampoco es desgraciada. Es una tía leída pero a la vez se ríe aún con sketches de Martes y trece. Posee un atractivo físico somero; como una miss Turismo de pueblo pequeño. Es, en definitiva, una petarda tranquila y agradable que ve la vida pasar intentando no dejar encendida demasiado rato la estufa y pudiendo así reservar al menos una vez al mes en un restaurante caro a través de una oferta de Grupazo.

Exa lleva varios meses enrollada con un divorciado. Es un chico bastante guapo e inteligente con cierto problema de entusiasmo. Y el problema es que tiene demasiado. Le sale el entusiasmo a borbotones, como si se derramase de alegría. Es bochornoso. Al tipo le brillan los ojos todo el rato. Igual que un dibujo manga infantil. Es un shonen. Siempre tiene planes para hacer con Exa. Viajes. Deportes de aventura. Clases de swing. Putas experiencias gastronómicas. Hablan muchísimo de cine, literatura y de Bakunin. El tío sabe un huevo de cosas de Bakunin. El otro día le contó que Mijaíl se llevaba mal con Karl Marx porque los dos estaban enamorados de una tal Svetlana, co-fundadora en la sombra de la AIT, costurera y ninfómana, antigua amante de Schopenhauer. Yo creo que se lo inventa todo mientras habla. Pero demuestra mucha creatividad y afán por entretener, que es lo que importa. Es muy amable con todo el mundo y participa activamente en diversas cruzadas sociales. Y, sobre todo, le ríe los chistes a Exaequa.

La semana pasada Exa me llamó gritando. Creo que posee alguna derivación de asperger leve y cuando tiene que llorar lo que hace es gritar. Como si tuviera la acotación del acto mentalmente escrita en inglés. “Cry!” “Cry, Exa!” “Cry, mother fucker!” Y la tía no se acaba de aclarar y suelta alaridos. La cosa es que me dijo en un volumen muy alto e histérico: “No puedo soportar más a este pavo”. Yo, para no quedar demasiado en disonancia con mi generación y el momento actual psicosexual que vive nuestra sociedad, le pregunté si se debía a algún problema de cama. Exa me respondió que el divorciado era el mejor amante que había tenido. Apasionado, sensitivo y generoso:

– No sé cómo decírtelo; me huele el coño a saliva.

Exa siempre sabía cómo decirlo, aunque te advirtiese antes que a lo mejor no. Después de esperar unos segundos de luto por el buen gusto, le pregunté que si había pensado en dejarlo. A lo que me respondió con un delator tono de pudor:

– Sí, sí, el otro día intenté sacar la conversación, pero al final, no sé cómo se me torció y le dije que le quería.

– ¡No me jodas la cerda! – le respondí.

Mi amiga me explicó que mientras cenaban en un restaurante casolá mordisqueando fuet, había salido la típica y vergonzante conversación sobre el estado de la relación. Y que el retraimiento comunicativo de ella había sido interpretado por él, de manera psicóticamente optimista e indiscutiblemente errónea, como timidez. De tal forma y manera que la empezó a acribillar con preguntas directas conducido por esa alegría demencial que lo hacía persona, hasta la última y culminante: “Tú me gustas un montón, Exa ¿pero tú qué sientes por mí?” A lo cuál Exa crispada respondió con un: “¡Pues yo te quiero!” que en realidad iba a ser un “¡Pues yo te quiero dejar de ver, bastardo insufrible!” pero paró en seco después del “…ro” porque se topó con su carita suplicante y sonrosada y pensó: “Este hombre es un cargante y un motivado, pero tampoco se merece este nivel de crueldad”. ”Aún”.

Exa me juró y perjuró que hasta que no vió que la cara del divorciado se transformaba en la de un Joker puesto de metadona -como una arlequín derretido- no se dio cuenta del error. Momento en el cuál intentó recular y explicó entre balbuceos lo siguiente: “¡O sea, no! Yo no te quiero. ¿He dicho que te quiero? Qué locura. Yo no te quiero, ¿eh?” Pero ya era absolutamente inútil. Cada negación del tequiero no hacía si no reafirmarlo y recubrir, asimismo, toda la escena de esa capa de ñoñez torpona propia de vomitiva comedia romántica americana de periodo festivo-vacacional. Como esa basura que hace Garry Marshall.

Exaequa me envió un whatsapp esta mañana diciéndome que se va a mudar “con el pesado este”.

La verbalización de los sentimientos le arruinó la vida. Como a tantos miles de millones de humanos antes que a ella. Y del mismo modo. Porque, no nos engañemos, cuando se dice nunca se sabe realmente lo que se quiere decir y, por eso, el cien por cien de los “tequieros” son erratas.

DE FUCK FRIDAY

Continúa de DE NO SER AMOR…

EXT. TERRAZA DE BAR MUSICAL. NOCHE.

SOPHIA está nerviosa, se revisa la colocación del sostén repetidas veces. Se audita el escote pegando la barbilla contra el cuello y poniendo una de esas caras espantosas que pone mucha gente en la playa al hacer ese gesto. Luego se atusa la papada momentáneamente deformada. Mira detrás de ella. Mira al frente, entorna los ojos, agudiza intentando vislumbrar algo lejano. Saca un cigarrillo. Resopla. Se lo intenta encender. Se le cae al suelo el mechero y empieza a rodar. Se agacha para recogerlo pero se le escapa.

Aparece, cruzando la esquina dirección a la terraza, RIMBAUD. Completamente vestido de negro y encogido de hombros. Con las manos en los bolsillos. Mira lo que queda visible de SOPHIA, que es; parte de su teta derecha, su hombro respectivo y su cuello. El mechero llega hasta él y lo para con el pie. Lo recoge del suelo. SOPHIA se incorpora de golpe con la cara roja y el pelo revuelto.

RIMBAUD: (Con el mechero en la mano) ¡Op! Qué sorpresa.

SOPHIA: (Traga saliva densamente) Hola.

R: (Le da el mechero) Toma.

S: Gracias.

R: ¿Qué haces aquí?

S: Fumar (Se enciende el cigarrillo). Beber (Señala su copa de vino).

R: ¿Estás sola?

S: De momento sí.

R: ¿Hasta ahora que he llegado yo?

S: (Niega con la cabeza dando una calada) Has llegado tú y sigo estando sola.

R: Hablas igual que mi exnovia.

S: (Robóticamente) Ja-ja.

R: (Sentándose a su lado) ¿Has quedado?

S: ¿Te he invitado a sentarte?

R: ¿Te molesta?

S: Si no me molestase, ¿te preguntaría “¿te he invitado a sentarte?” y levantaría el labio así? (Hace una mueca de desaprobación con la boca)

R: ¿Tienes una cita?

S: Sí.

R: ¿Con un chico?

S: Sí. (Se remueve un poco en el asiento)

R: ¿Le conozco?

S: No lo sé.

R: ¿Le conoces tú?

S: No carnalmente.

R: ¡Dios! ¡Has quedado por Tinder!

S: (Ofendida) NO.

R: Uf, qué alivio…

S: Por el adoptauntio.

R: Oh, no, Sophia, tú no…

S: Yo no ¿qué? No me juzgues.

R: Pero si estás casada.

S: (Suspira) Es fuck friday.

R: ¿Qué coño…?

S: Es el viernes más infiel del año.

R: ¿Cuándo, hoy?

S: Sí, el viernes anterior al black friday. Es cuando más gente pone los cuernos por disponibilidad. Después ya llegan las cenas de empresa y las reuniones familiares y no hay quien practique el adulterio.

R: Qué injusticia.

S: Ya, es un mundo cruel para los paganos…

Sophia se enciende

R: No, qué injusticia que utilices una aplicación virtual de fornicio cuando estaba convencido de que iba yo primero para que usases mi persona con el fin de practicar lo pagano.

S: ¡Pues errabas!

R: Qué forma verbal tan rara esa.

S: Oye, en serio, ¿te quieres retirar?

R: No, yo no me rindo nunca. (Se saca un cigarrillo liado y se lo enciende)

S: ¡Ja! Si no haces otra cosa.

R: ¿Qué se supone que significa eso?

S: No lo sé, estaba probando suerte, sólo quería ofenderte. Aunque la verdad por la forma en la que pones los hombros parece que estuvieras en un estado de constante resignación.

Se miran con recelo. SOPHIA mira al frente y da un respingo.

S: Ah, mira aquí está.

Llega HEMINGWAY. Alto. Muy corpulento. Con una gran barba tupida y un jersey azul marino de cuello alto. Se aproxima pesadamente, como un gigante. Tambaleándose con el mismo movimiento que haría una torre de hormigón ingente antes de caer. Es lo más cercano a un villano monstruoso de una película de catástrofes japonesa.

Se sienta frente a ellos.

HEMINGWAY: (Carraspea y tose espesamente como si estuviera cargado de moco) Hola, mujer.

S: (Se levanta, hace una sutil reverencia) Encantada Varondandy barrabaja dos.

RIMBAUD sacude la cabeza abochornado y mira de arriba a abajo a HEMINGWAY con desprecio.

HEMINGWAY se sienta y mira fijamente a SOPHIA a los ojos, obviando la presencia de RIMBAUD.

H: ¿Te has traído a tu hermana de carabina, mujer?

R: (Carraspea) Soy su chófer, mandril.

H: Ah, eres un tío. Me habías parecido una mujer horrible, perdona.

R: No pasa nada.

rimbaud-pipa

S: ¿Qué tal? ¿te ha costado mucho llegar?

HEMINGWAY empieza a toser sonoramente y a balancearse en su asiento sin decir nada y poniéndose muy rojo. Parece pensativo y estreñido. Ausente. 

R: Con la turca que lleva lo sorprendente es que llegue vestido.

S: Venga, Arthur, que tú no sé si tendrás un centímetro cúbico de sangre por litro de vermú en vena, majo.

R: Sí, pero yo soy un alcohólico carismático y calmo, atormentado, elegante. Este tío tiene un pedo malísimo, mírale.

S: (Mira a Hemingway descomponerse en la silla como adormilado) Bueno, yo qué sé, a lo mejor tiene faringitis.

R: Es un borracho de San Fermín, no me jodas.

H: (Despertando súbitamente) ¡Oh! ¡Pamplona! ¡Fiesta!

SOPHIA y RIMBAUD se echan un poco hacia atrás en sus asientos, asustados.

H: (Se levanta como un resorte) Mujer, voy a pedir y a cagar dentro. (Entra en el bar)

R: Encantador. Espero que dentro sea de la taza y no de los calzoncillos.

S: Brown friday.

Se ríen los dos un rato. SOPHIA llora un poco por el efecto de la guasa.

S: Ay… De todos modos a mí dentro de lo primitivo que es me parece muy sexy y masculino, ¿eh?

R: Es un jodido orangután. Te tienes que ir de aquí, vamos.

RIMBAUD se levanta y sujeta el brazo de SOPHIA instándola a levantarse.

S: No, no me puedo ir, sería una falta de cortesía imperdonable.

R: Sí, y todos sabemos que el bueno de Varondandybarrabajadós es de esos que no perdona una falta de etiqueta en la recepción del embajador. ¡Te llevo a casa!

S: Que no puedo hacer eso. ¿Tú has visto qué pobre desgraciado?

R: Sí, es de los que te sodomizan justo antes del primer beso. Vámonos.

S: (Recupera su brazo y se cruza de ambos como una niña) No, no me voy.

RIMBAUD la mira durante unos segundos. Y luego la agarra fuertemente por la cintura y la aúpa echándosela al hombro. SOPHIA comienza a dar grititos y puñetacitos en la espalda de él.

S: ¡Pero qué hostias haces!

R: Te estoy salvando la vida y probablemente el recto.

S: Bájame, Arthur, ¡peso sesenta kilos!

R: Pues una vez salí con una cantante de ópera, ¿sabes? Era como dos tús; maravillosa. 

S: ¡Bájame! ¡Ya soy mayor!

Siguen caminando y salen de escena cruzando la esquina de esa guisa.

Sale HEMINGWAY con un whiskazo a la terraza vacía. Mira de un lado a otro. Se encoge de hombros y resopla ofuscado. En ese momento cruza la calle una nube de muchachos jóvenes emitiendo graznidos y “oeoeoé”s varios. Se une a ellos y salta feliz fundiéndose en la masa garrula.

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DE LA MUERTE DE HUGH GRANT

Hace unos cuantos años leí un artículo de Woody Allen defendiendo la candidatura de Al Gore. Fue cuando perdió en el 2000 frente a George Bush. Woody comentaba que Al Gore le inspiraba la misma confianza que el actor secundario buenazo, que en una comedia romántica, se queda sin la chica porque se la lleva otro más carismático y, generalmente, cabroncete. Me llamó la atención la referencia reflexiva a esa maravillosa y clásica figura cinematográfica del pringado decimonónico. Ese pobre infeliz que no tiene nada de malo; que posee más apéndices en su cuerpo que veces ha mentido en su vida. Ese ente aburrido pero noble que no sabe contar un chiste pero sí te haría un masaje en los pies cuando vuelves de trabajar. Se peina con raya al lado, le encantan los dibujos grotescos que le hace su hijo de seis años el día del padre y sólo folla en la posición del misionero. Es un bendito sin doblez completamente entregado a la absurda causa de ser un buen ciudadano y, por extensión, una buena persona. Es un auténtico coñazo de tío; pero le podrías dejar las llaves de tu casa para que te riegue las plantas cuando te vas de vacaciones.

Yo me he visto absolutamente todas las comedias románticas hollywoodienses y europeas de todos los tiempos. Conozco a ese tío. Podría hacer una tesis doctoral sobre su meliflua personalidad y absurdo latir existencial.

Por supuesto, a lo largo del tiempo, este charmless man ha ido mutando, intentando pasar inadvertido, despistando al ser encarnado por algún actor de renombre y sex appeal incuestionable o, incluso, ha tenido que ceder ocasionalmente su puesto a otro antagonista mucho más atractivo, aquel que yo, tras invertir miles de horas en el estudio de la materia, creo tener licencia en denominar: “El hijo de puta simpático con un polvo de muerte que ciega a la chica y no le deja ver que su mejor amigo también está muy guapo sin camisa”. En lo sucesivo: “el hijo de puta”.

El esquema funcionó durante décadas. Tom Hanks ganaba a Bill Pullman en Algo para recordar; Leonardo Di Caprio ganaba a Billy Zane en Titanic; John Cusack ganaba a Tim Robbins en Alta fidelidad; Ethan Hawke ganaba a Ben Stiller en Reality Bites; Ben Stiller ganaba a Matt Dillon en Algo pasa con Mary; Jack Nicholson ganaba a ¡Keanu Reeves! en Cuando menos te lo esperas y así toda la vida.

Pero un día se abren las puertas de un ascensor y aparece Hugh Grant, con un bronceado de rayos uva espectacular, Aretha Franklin de fondo y un juego de mandíbula que parece masticar con gusto su flamante conciencia de rompe bragas.

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En El diario de Bridget Jones, obra cumbre del denostado género, el personaje de Hugh Grant es el más grande y descarado hijo de puta que jamás se haya paseado por las calles de Londres. Y mola. Tiene las mejores líneas de todo el guión y dentro de su decadentismo follarín es absolutamente honesto consigo mismo y con la chica. Por un momento se obra el milagro y te preguntas si realmente Bridget se irá con el insufriblemente tedioso abogado que da besos de velcro o preferirá echarse a perder con su jefe promiscuo cabrón porque al menos sabe cómo divertirse. Al final, claro, se queda con Colin Firth. Vale, pero sólo porque descubre que Hugh ha contado un par de mentiras asquerosas. Si no, ¿de qué?

Siempre tuve la sensación de que Bridget Jones, heroína por antonomasia de todas las treintañeras solteras con desarreglos alimenticios y tendencia a la torpeza social y al vomitado compulsivo de soplapolleces, hubiera sido más feliz y triunfal llegando sola a los títulos de crédito. Habría resultado un alivio bastante transgresor para la mujer de su tiempo el poder irse a su casa sin novio pero contenta. Pero un desenlace así nos haría explotar la cabeza a las muchachas de mi generación en una tarde de domingo con una bolsa de agua caliente en el regazo, ¿verdad, chicas?

En la segunda parte Daniel Cleaver (Hugh para los amigos) se convierte en una caricatura de sí mismo. Es ya un ser abyecto y un enfermo sexual al cual le importa un carajo Bridget o cualquier otro elemento de la vida que no sirva para aumentar el tamaño de su ego y de su pene. Sigue siendo graciosísimo, pero el guión lo ha rebajado tanto moralmente que compensa completamente la soporífera personalidad de Mark Darcy (el señor Colin Firth, para todos). Y claro, el tercer acto se hace interminable por el estrés que supone anticiparse cuarenta minutos al desenlace besil.

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Tenía muchísimo miedo de Bridget Jones’s baby. Había visto el cartel y en el lugar que siempre ocupó Mr Grant aparecía Patrick Dempsey; más conocido como el doctor cachondo en Anatomía de Grey.

Pensé que quizás Hugh Grant no figuraba en los títulos de crédito por estrategia de marketing, como hacen en las series de televisión de zombies o islas, para no destripar antes de tiempo. Y lo cierto es que erré. Lo único que aparece de Daniel Cleaver en la maldita película es una foto gigante con él sonriendo de lado a su estilo guasón junto a un féretro que supuestamente lo contiene. Esto pasa a los cinco o seis minutos de metraje. Hubiera dejado de verla justo en ese momento, pero de repente se me ocurrió que aquello era una metáfora brillante de lo que sucede en la comedia romántica actual y en la saga de Bridget Jones en particular.

Hugh Grant, doctor en hijoputismo romántico, está muerto. ¿Por qué? Porque si estuviera vivo ganaría esta vez, ¡diablos! Y eso es una ironía tan insoportable e incoherente con la línea siempre éticamente didáctica de la comedia de enredo amoroso, que han decidido amputar a la estrella en pro del conjunto del film. Y el resultado es tan aburrido y parsimónico como el vídeo de la comunión de un Borbón.

Esa huída en la ficción de la solución que tendría lugar sin duda en la realidad da como resultado que Renée Zellweger acabe uniéndose definitivamente y para los restos al charmless man, a Al Gore, a todos aquellos antihéroes sosainas desechados por sus predecesoras. Y la historia se convierte en un anacronismo. Porque ahora ninguna mujer ante la alternativa preferiría pasarse la vida con un apático y lacónico emocional.
Hoy, todas hubiésemos intentado cazar al hijo puta de Hugh Grant y reformarle a base de reproches hasta convertirle en Colin Firth. 

Como decía Brian al ex-leproso en La vida de Brian: «Hay algunos que nunca están contentos».

DE DESEAR LO REPULSIVO

Tendría yo unos nueve años. Era una mañana de gastroenteritis infantil conveniente. Hubiera preferido quedarme en casa viendo a Pepe Navarro, pero en cambio salimos a la calle. Mi madre tiraba de mí como lo hacía del bolso. Y yo me sentía igual que uno; llena de cosas dentro pero sin poder sacarlas por mí misma. Íbamos por la calle de recado adulto tedioso en recado adulto tedioso. La cola del banco parecía infinita. Después de robar un caramelo naranja con sabor a nada, reposé un rato el culito de niña en uno de esos sillones cuyo tapizado está más guarro que el teclado de ordenador de Diógenes. Empecé a mirar fijamente a la gente que esperaba. Cuando eres pequeño tienes los mismos privilegios que Chevy Chase en Memorias de un hombre invisible, pero otros intereses.

Mis repasos de los individuos solían ser rápidos, desmotivados y poco fructíferos. Hasta que la vi a ella. Cuarenta años. Peinado garçon. Pelo negro con canas incipientes sutilmente barnizado de sebo. Ojeras de neorrealismo italiano. Delgadez flácida; como si en lugar de haber bajado de peso, se hubiera vaciado de grasa. Como cuando al final de un día de playa abres el taponcito para deshinchar la colchoneta y después de quince minutos de expulsión de aire aún parece tener consistencia flotante. Esa clase de forma, en complexión física, tenía la mujer. Y verrugas. Una ingente cantidad de verrugas. Verrugas color carne. La suya: beige rosado. Verrugas grandes y rugosas, amorfas, salpicadas a lo largo de toda la piel visible. Verrugas en la cara, en el cuello, en el escote, en los brazos. Una verruga en el empeine del pie izquierdo. Otra en un párpado. Una impresionante torreta verruguil de tres pisos en el brazo. Se contoneaba igual que un postre al ritmo de la tensión del músculo.

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Yo era incapaz de apartar la mirada. Saltaba concentrada en el equilibrio visual de una verruga a otra. A veces no era necesario el impulso y sólo tenía que caminar. Estaban tan juntas… Mi fascinación crecía en consonancia con la familiaridad que me producía la imagen a fuerza de mirarla con esa clase de atención científica. El tiempo se me pasó volado. Antes de que se me empezaran a vidriar los ojos de tenerlos tan abiertos, tanto tiempo, mi madre ya tiraba de mi mano, y con ella del resto de mi cuerpecillo de morbosa deleznable precoz, hacia la salida. Hubiera estado allí mirándola toda la mañana. Aquello era lo contrario al aburrimiento.

Recuerdo la sensación de náusea íntimamente unida a la de tristeza y frustración por la ruptura impuesta del acto de contemplar algo magnético.

Durante todos estos años he pensado muchas veces en aquella mujer. He pensado si estaría enferma. Si se daría cuenta de mi impertinente mirada convirtiéndola cruelmente en fenómeno circense. Pienso si realmente era tan llamativa o era mi fiebre la que multiplicaba y afeaba aquellas protuberancias. Si ella era consciente de generar ese grado de atracción. Y por encima de todos los demás dilemas posibles, jamás he podido dejar de preguntarme y responderme especulativamente: ¿por qué? ¿por qué no podía apartar la vista?

Jorge Javier Vázquez es la respuesta, amigos.

Jorge Javier.

Durante todos los años que vi la televisión nacional y durante todo el feliz tiempo que hace que la dejé, he escuchado exactamente el mismo discurso de indignación y desconcierto: “Yo es que no sé por qué la gente ve la mierda esa de Sálvame.” “Jorge Javier es un engendro sin talento”.“Yo vagaría por el desierto con la única compañía y alimento de un tupper de mi propia caca antes que ver un programa de ese tío”. “He visto cinco minutos de tele 5 ¡y ahora me sangran los ojos!”. Esa clase de comentarios cotidianos, más o menos vehementes.

La cuestión es que J.J. tiene más poder mediático que cualquier otro personaje público del país. Si el mundo fuera sólo España, Jorge Javier sería el Papa u Oprah Winfrey. Hace cuatro o cinco años que no le veo pero sigo oyendo hablar de él con regularidad. Es más, recuerdo mejor su cara que la de algunos miembros de mi familia de segundo grado.

Y es curioso, jamás he conocido a nadie que afirme que le caiga bien. Ni a persona alguna que tolere siquiera su aspecto físico. Creo que existe más gente dispuesta a confesar que vota al P.P. a admitir que les parece majo Jorge Javier. Y, de hecho, después de estos arduos primeros años de este perverso siglo XXI puedo decir sin demasiada vergüenza o miedo a equivocarme que a nadie le produce simpatía esta persona. Lo que J.J. provoca es algo situado en las antípodas del encanto pero que tiene un efecto de reclamo mucho más eficaz que él: el asco.

Jorge Javier Vázquez

Escucharle o mirarle provoca un nivel tal de rechazo que traspasa los umbrales perceptivos y se convierte en morbo puro; un morbo que te llega a hacer depender casi físicamente de ingerir Jorge Javier Vázquez en dosis regulares.

En Una historia del Bronx, Lillo Brancato jr, el hijo del autobusero del barrio (Robert De Niro), le preguntaba al mafioso líder de la zona, Chazz Palminteri: “¿Es mejor que te teman o que te quieran?”. Y Chazz después de hacer un juego italoamericano de manitas con resoplido nasal final de reflexión zanjada le decía, en paráfrasis: “Sin duda es mejor que te teman; porque te serán más leales”. ¿Y qué es el morbo si no un terror a lo horripilante? Cuando miramos un accidente de tráfico o un asesinato en Juego de tronos ¿acaso no lo hacemos guiados por una íntima sensación de repulsión atrayente? Estamos permanentemente dominados por una fuerte seducción de lo desagradable. Porque lo asqueroso tiene una buena parte de enigma y otra tanta de alivio. El alivio de no ser eso que nos repugna; de librarnos al fin de ello puesto que está fuera.

¿A que ahora se entiende un poco mejor lo de Donald Trump?

¡De nada!

donald

DE NO SABER DEPRIMIRSE BIEN

El otro día vi Fúsi. Una película islandesa sobre un hombre de cuarenta y tantos años obeso, pusilánime, inocente y tierno que vive con su madre, la cual practica en casa la profesión de peluquera sin licencia y sexo anal con un vecino. No encontraréis una sinopsis más fiel. Lo juro. Yo buscaba una película de siesta que a fuerza de ponerme triste me cansase. Creo firmemente en aquello que decía Billy Crystal en Cuando Harry encontró a Sally de que “lo bueno de la depresión es que al menos descansas”. Por eso cuando éramos niños pasaban aquellos westerns menores de John Wayne tan maravillosamente soporíferos los sábados a partir de las cuatro de la tarde. No te dormías por la fotografía beige o por la banda sonora ronroneante o los doblajes arcaicos un poco histriónicos pero bastante musicales. Todo con un montón de silencios en medio, pasos sobre tablones de madera y miradas con ceja en posición gancho. No. Era porque el personaje de John Wayne sólo tenía dos registros: infelicidad o resaca. Y claro, daba pena el hombre y la pena, a su vez, daba mucha modorra.

La depresión es autocompasión mezclada con vagancia; algo muy habitual en estos tiempos”. Esta es mi frase favorita de la película. Se la suelta el jefe del servicio de basuras de la ciudad (Reikiavik, supongo) a Fúsi cuando éste, para evitar que la despidan, se ofrece para cubrir el puesto de su amiga que está de baja no oficial por neurastenia. Es un bendito. Pero le resulta fácil, claro, porque es ficticio.

Fúsi

Todo esto de la tristeza crónica y lo que la rodea me hizo pensar en un par de cosas. La primera, que sólo un diez por ciento de la gente que trato en la actualidad no padece ni ha padecido ninguna enfermedad social nunca. Que ellos recuerden. Y la segunda, que jamás tendré un amigo de verdad que me cubra en el trabajo cuando estoy muy jodida, para que no me echen. Qué mierda…

Obvio lo segundo, para poder continuar escribiendo y no derrumbarme en el suelo a llorar en posición fatal Blanche DuBois y convertirme así en la praxis del tema tratado en el texto. Lo cual resultaría un experimento artístico cuyo placer generado sólo sería superado por su estupidez.

Hace unos días estaba con unos amigos en mi salón hablando de hongos. No de los que pican en los genitales, de los que ingieres y te ríes. Qué mágica es la polisemia. A la mitad de ellos les producía pavor consumirlos porque habían leído en un foro que estaban completamente contraindicados si tomabas antidepresivos. Les daba terror por sufrir alguna clase de desdoble de personalidad dado que se medicaban. Quiero decir que no es que se quedasen desconsolados por la afectación general para la sociedad moderna, en plan: “Ya ves qué pena, encima de estar triste la gente ya ni se puede colocar; hay qué ver que tiempos tan emocionalmente austeros vivimos…”. No, no es la clase de cosas que oirías en una reunión con mis colegas. Es todo un rollo más: “Quién se ha tirado un pedo? He oído ¡RÁS! Y tú has mirado hacia la puerta.”; “Entonces, a ver, ¿un prejuicio es siempre algo negativo?”; “Uy, la otra, con qué sale.”; “Bueno, guay guay no es.” Y así.

A mí me pareció bastante divertido, dentro de mi distancia absoluta respecto a los fármacos recetados en psiquiatría, que alguien que está a priori tan alegremente dispuesto a drogarse de repente vele por su salud con esa sensatez. Sensatez de forocoches. “Al final casi todo lo auténticamente divertido está contraindicado con la vida”, pensé para mí. No lo dije en voz alta por no frivolizar con las cargas ajenas. Para eso no tengo el salón; para eso tengo el blog.

Ingerir sustancias alucinógenas o euforizantes es malo para la salud y acorta la vida. Vale. Pero es que tener más de cuatro orgasmos a la semana también tiene ese efecto. De verdad, buscadlo en google. O practicadlo si tenéis valor o menos de veinticinco años. Sienta fatal el sexo si te pasas. También es muy nocivo hacer demasiadas sentadillas o desayunar alitas de pollo con red bull siete días seguidos. Tomar el sol en exceso. Reírte más de la cuenta. Incluso si bebes una cantidad de agua superior a la necesaria puedes llegar a producir una hiponatremia y acto seguido entrar en coma o morir. Cualquiera traga saliva después de leer esto, ¿verdad?

Siendo así, se nos presenta un abanico interminable de razones para caer en un estado de melancolía permanente. Pero justo cuando soy capaz de justificar que esté tan extendida, me acuerdo automáticamente de la foto de los once obreros almorzando sentados sobre la viga del rascacielos RCA en construcción en los años veinte. Si yo me puedo llegar a poner triste por tener que vender bombones a islandeses reales parecidos a Fúsi o por el hecho de que beber agua a lo bestia podría matarme, ¿qué no sentiría esta peña cuando iba cada día a currar en algo físico a 250 metros de altura por cuatro chavos?

Supongo que cuando la muerte, la miseria y la total falta de tiempo libre acucian también te deprimes, pero ni lo notas, porque estás despistado, pensando en todo lo demás.

No me río de los que estáis deprimidos. Al menos hoy no. Al menos no en vuestra cara. Pero sí siento cierta rabia pacífica por los que no lo están aún y lo buscan incansablemente. No puedo con esos Leonards Cohens de la vida.

Sólo unos pocos pueden construir rascacielos y marearse tanto con la altura que nunca se sientan decaídos, para todos los demás está mover el culo y la humildad. Porque, admitámoslo, después de Pablo Iglesias, no hay nada más egocéntrico que deprimirse. Un poquito de pudor, hombre…

Pablito