Sólo unos días después de haber escrito eso de que todotequieroesunaerrata, aseveración que ahora se presenta reverenciada ante mí como la mayor patochada que he producido en mi vida adulta, caí muy enfermita de lo que viene siendo el corazón, en sentido figurado. (Y que lo ñoño no pare, no-pare-no, ¡lo ñoño no pare!).
Así que dejé de escribir. Del todo. Se me evaporaron las ganas de opinar en voz alta suspendiendo en el aire un insoportable tufillo a mendacidad. Dejé, también, que los bombones se vendieran solos y me presenté ante mi médico de cabecera -una especie de Colin Firth pelirrojo que no llega a ser Raúl Cimas- explicándole a ritmo de temblor de barbilla que: «Estoy muy triste. Mucho. Todo el rato. Y ya ni siquiera puedo hacer un chiste con ello. Yo, ¡que fui la mujer más feliz de Facebook! pensando en la muerte cada hora en punto; figúrese». Colin, junto con el paquete de kleenex, me extendió una receta de píldoras para dormir y un parte de baja médica. Me pregunté qué punto de mi discurso daba lugar a tan magna malinterpretación. Yo no quería dormir; quería reír. Supuse que quizás el Orfidal te hacía partirte el culo en sueños. Tal vez era un comienzo; el darcerapulircera de la psiquiatría.
Me encomendé a los designios de la psicología clínica y el grueso de mis amigos físicos fueron sustituidos por dos principios fundamentales para la felicidad simulada: ansiolítico y prozac. Así entendí de golpe My body’s a zombie for you y me convencí un tiempo de que Ryan Gosling también podía haber sido víctima de trastorno adaptativo en algún punto de su existencia de tío bueno con «cara de vela derretida por los lados» (María Ramírez dixit).
La mutua de mi trabajo me perseguía tratando de verificar mi tristeza. De auditar mi desdicha. De analizar la profundidad de mi pena. De quitarme los ochocientos euros que subvencionaban la rutinaria charada en la que se había convertido mi vida. Y después de dieciocho años usando eye liner, de diseñar unos rasgos nuevos sobre los míos a partir de base de maquillaje de tono bronceado sutil, colorete, carmín y rimmel, un día me lavé la cara y la mostré al mundo por primera vez desde la adolescencia. Parecía más joven. Parecía más cansada.
La lección 1 del fascículo primero de «Cómo demostrar que se padece una enfermedad psicológica a partir de una estética que proyecte un estado anímico deplorable» dice claramente: «¿Dónde te crees que vas con esos labios rojos, furcia?». Así que regresé a la ausencia de adorno de golpe y mi facha de pronto era tan minimalista y sobria, tan pa ná, como el diseño de la casa de Steve Martin.
Un mes después dejé las redes sociales, pertinentemente antes de mi cumpleaños. Batí mi récord personal por defecto de felicitaciones. No tener facebook, ni twitter, ni instagram, ni cristo que lo fundó -unido al abandono de máscara cosmética-, me hicieron sentir poderosa durante por lo menos dos días. Un subidón nada desdeñable cuando has llegado a un punto de rictus Buster Keaton. Después ya comprendí que estar fuera de Facebook sólo era cool si conseguías que la gente pensase en ello. Y nadie piensa cuando está buscando likes. Es la paradoja de la modernez y el prestigio social de nuestra era.
Tras varios meses de labilidad emocional me tocó volver al purgatorio aeroportuario por imposición de un organismo maligno, parecido a la inquisición, pero con batas blancas. Y fue tan terrible para mí como cuando la morena buenorra de Orange is the new black tiene que regresar a la cárcel tras haber conseguido salir previamente en libertad condicional. Igual pero sin la novia pija traidora ni los tatuajes molones de rosetón espinado.
Escribí una carta a mi jefe, el señor Scrooge, explicando con todo lujo tedioso de detalles las penosas condiciones de mi puesto de empleo: haciendo hincapié en la humillación de comer escondida detrás del mostrador y no poder ir al cuarto de baño libremente. Desarrollaría más el tema, pero hacerlo en este país puede ser denunciable. Ya ves qué risis. En cualquier caso, este momento Norma Rae precipitó mi consecución de la libertad para elegir.
Y elegí volver a casa. Elegí cabeza de ratón y un televisor grandequetecagas, el de mis padres. Y tras nueve años evitando los programas concurso la tercera persona a la que vi en esta ciudad fue a Juanra Bonet:
Que, por cierto, es de Barcelona. Hay que joderse, ¿no?