Son las cosas que te gustan, no lo que eres

Hay un momento sublime e inverosímil en High Fidelity en el que John Cusack se despierta en la cama con Lisa Bonet. Se levanta y empieza a explicar a la audiencia – algún día, cuando tengáis nietos, esto de los actores interpelando a los espectadores os avergonzará más que el vestuario de ABBA ruboriza a mi madre – cómo ha conseguido tener relaciones sexuales con una cantautora independiente y exótica beldad del distrito, cuando no es más que un tipo común cuya cualidad más extraordinaria es lo extraordinariamente normal que es. Total, que su técnica de seducción es hablar de “las cosas que te gustan, no de cómo eres”, que pierde un poco de fuerza en la traducción, siendo el original: “What you like, not what you are like.”

Así que comentan sus discos favoritos, conciertos memorables, pelis, programas de televisión, series, personajes de cómic, libros, camisetas con dibujos hechos con hilo impregnado en lejía ¡en fin! All that shit. Y conectan maravillosamente porque tienen gustos afines y se dan la razón y establecen un punto de complicidad cultural que sólo puede ser más mágico si además lo riegas con unos botellines de cerveza y algún chupito de licor blanco de propina. Al final, claro, toda esa euforia se materializa en una excitación sexual acojonante, que en algún momento rompe cualquier nexo con la realidad y te conduce casi levitando a la cópula.

Pues bien, ¿cuántas veces he visto yo Alta fidelidad? ¿quince, veinte veces? No sé, dímelo tú, ¿cuántas veces? Pues por ahí, supongo. He crecido con John haciéndose pajas mentales con banalidades y trascendencias picaditas juntas y mezcladas en un bol con dos huevos batidos en lo que se convertirá en una tortilla de neuras paridas por la generación X, que se comieron ellos mismos y que los millennials estamos aún digiriendo y ocasionalmente regurgitando.

Este truquito del ligar superficial y de la alineación (y alienación) de los astros, que no es más que un engaño para olvidarnos un rato del vacío de significado que tiene estar en el mundo, mientras hablamos de Johnny Cash como si le entendiéramos, es algo que yo asocié siempre a una fase de la vida que acabaría rotundamente de un culazo dado fuerte por ese otro ente que acecha a cualquier joven y que se llama: ¡madurez! (puag).

Yo tenía una amiga mayor que yo y bastante severa que siempre que me sermoneaba por mi falta de seriedad y, sobre todo, de continuidad en el tiempo y asentamiento adulto de mis noviazgos, soltaba como brillante colofón: “Madurar mola, Marti.” Yo siempre tragaba saliva en aquel momento. Una saliva espesa que había intentado contener para no hacer ruido mientras me caía el chaparrón moral. Y esa saliva mía me sabía a incienso de baratillo. Una sensación nasal muy parecida, de hecho, a cuando veo películas de terror sobre el Anticristo.

Si madurar molaba y lo de ligar al estilo Cusack-Bonet era sólo para gente anclada en la veleidad, yo imaginaba justo antes de los treinta, que el mundo del flirt en la adultez tardía debía ser algo más parecido a montárselo como Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca.

Los dos muy serios y muy educados, poniendo de pantalla a terceros como Sam o el pobre Laszlo, para hacerse los enigmáticos en cuanto al interés por el otro. No mostrar las cartas nunca hasta que la cosa se pone demasiado densa. Y en el momento de la catarsis darse un beso muy seco y muy cortés. Todo con los trajes blancos muy limpios y bien planchados y la mirada perdida hacia un punto fuera de campo del mismo cosmos. No me imagino a Humphrey dando vueltas alrededor de Ingrid, subiendo y bajando la barra de su bar y diciendo: “The beta band, tía, the beta band. Dry the rain, ¡joder!” O “Yo perdí la virginidad con “This is hardcore. ¿Es gay que me excite la voz de Jarvis Cocker?”. Pero tampoco visualizo a Emma Watson hablando con Miles Teller sobre la situación política que está atravesando la sociedad de nuestro tiempo, sobre cómo el mundo se va al carajo por la pérdida de valores y el calentamiento global y sobre el color del vestido de ella: «Los pro-Trump iban de gris y tú ibas vestida de azul.»

Creo que seguiremos sintiéndonos inclinándonos y atraídos por las gilipolleces por siempre jamás. ¡Y-nó-pá-sá-ná-dá, amigo! Si no hablas de música, cine, literatura o antropología de barrio, como muchísimo hablarás de teorías personales sobre “lodeantes” del Big Ben o sobre la muerte y el apocalipsis. Sobre a quién salvarías y tal.

Y todo esto me lleva a hacer una relectura de aquel mensaje de bombón Baci que me tocó (¿se puede utilizar este verbo tan entusiasta para algo tan ridículamente nimio como encontrar un trocito de plástico impreso envolviendo una bola de chocolate? ¿te tocó? Guau ¡Qué afortunada eres!), que decía: “Seducimos valiéndonos de mentiras y pretendemos ser amados por nosotros mismos.” (Con lo indigesta que es la avellana, además se ponen fuertecitos.) Reversionar esta sabia reflexión para adaptarla a la conclusión final del tema de este artículo, consistiría en decir: “Seducimos valiéndonos de chorraditas de la cultura pop que nos molan mil y pretendemos luego tener un romance del nivel de magnificencia y profundidad que sólo tendría lugar en el puto imaginario de Flaubert. ¡Vamos, hombre!”.

Sacar del anodimato

Hace unos días mis padres me preguntan por Black mirror. “¿Entonces viste ya la de las relaciones con caducidad?”. “Sí, sí la vi.” “Ah, como no dijiste nada…” A veces tienen actitudes de novio receloso. Ese humor (en el sentido de mood no de humour) enrarecido que se instala en la pareja, cuando ya lleváis conviviendo un tiempo y habéis optado por no hacerlo todo juntos, porque es más sano, pero al mismo tiempo os entristece que vuestra relación no sea lo suficientemente poderosa como para no tener que racionaros por miedo a acabar saturados del otro. Situación que en general lleva a hacer esta clase de interrogatorios cuyo subtexto clama un clarísimo: “No, si de verdad que me parece bien que no lo hagamos todo juntos, ¿pero también vamos a dejar de contarnos lo que hacemos por separado, cuando son cosas afines y de entretenimiento tontaina como ver una serie de televisión popular? Me muero de la puta pena, mi amor.»

Total que al “Ah, como no dijiste nada.” Respondí con un desafortunado y completamente espontáneo -juro que no malintencionado-: “Bueno, no dije nada porque no pensé que os hubiera interesado lo más mínimo ese episodio, como es de amor.” Y seguí con mi vida. Que en ese momento consistía en mascar un trozo de lechuga de cogollo de Tudela con un poco de endivia. La sonoridad del crujido verde hizo mucho más palpable el silencio sepulcral y el dolor que lo acompañaba. “Como es de amor, a vosotros ¿qué?”. “Hombre, ¿amor vosotros? ¡ja! Qué oxímoron.” “Iba de quererse y vosotros sois zombis con corazón de hielo, papa.” Algo así oyeron ellos.

Esto abrió una pequeña brecha en mi relación con mis compañeros de piso, muy parecida a la que se da en un noviazgo cuando tu pareja por primera vez se come el último bocado de tu plato una de esas noches que llegas rendida del curro y te dice a la vez que se lo mete en la boca, casi ya masticando: “¿Puero probar?” y tú dices: “Hombre, vida…” Y en off piensas: “Así se te atasque en la epiglotis, egoísta majadero del infierno.” Y durante seis minutos piensas que es una persona horrible y que estás sola en el mundo y nadie te quiere de verdad. (Esto puede parecer que sólo lo pienso yo porque estoy como una maza, pero nos pasa a todos a diario y va siendo hora de que nos aceptemos como engendros iracundos calladitos que somos, guapos.)

El caso es que hoy hemos hecho las paces viendo Destino oculto padre y yo. Destino oculto es una película de 2011 con título de thriller de acción, con intérpretes propios de trama de espionaje político y fotografía de cine comercial de suspense para adultos de mediana edad. Pero luego es una comedia romántica ñoña y enrevesada con pasajes que elevarían el rubor de las mejillas de todo un patio de butacas aunque estuviera exclusivamente formado por personajes de Tim Burton.

Mi padre estaba especialmente inspirado y analizaba incluso el lenguaje corporal del personaje de Matt Damon: “Se supone que está enamorado; si estuviera enamorado no se despediría y le daría la espalda a la chica así. Al menos los primeros pasos seguiría mirándola y andaría hacia atrás.” Fascinación. “Y tampoco se comería un bollo. Vamos, hace tres años que la está buscando, la encuentra y se pone a hablar con ella con un bollo de leche mascado a dos carrillos. ¿Qué pretende?”. Yo pensaba que intentaba parecer seguro y desenfadado, pero la indignación de padre no invitaba a intervenir. En un punto hacia la mitad del segundo acto se descubre que el protagonista está sujeto a un plan divino, controlado permanentemente por ángeles con vestuario de Mad men que vigilan que no se desvíe de la ruta marcada. Emily Blunt, la bailarina de la que se enamora a primera vista en un váter público (esto es así, no lo he inventado yo) es un obstáculo para que pueda desarrollar la vida que se espera de él. Pero, claro, Matt es súper terco y americanorro, y hay un momento en el que para que deje de tocar las narices le dicen: “Oye, mira, si sigues detrás de esta, tu carrera de político enrollado y noblote se va a ir a la mierda y además vamos a hacer que ella se tuerza un tobillo y en vez de convertirse en la nueva Isadora Duncan va a dar clases de gimnasia rítmica a parvulitos en un colegio concertado. Para siempre.” Así que él se lo repiensa y la abandona. Pero no por temor a ver frustrada su ambición de convertirse en senador, si no porque se agobia infinito pensando en ella rodeada, para los restos, de niños pequeños en mallas, que es como muy siniestro. Porque ahora resulta que el amor es un sentimiento altruista, ¡jajaja!

Llegamos al desenlace. Han pasado años y ella se va a casar con un coreógrafo reputado. Él ya tiene totalmente por la mano lo del politiqueo y te monta un mitin con los ojos cerrados y comiéndose un bocata. Así que decide -porque no es PARA NADA selfish-, que va a impedir el enlace nupcial porque se aburre. Tócate las narices. En este punto de la proyección padre y yo ya hemos desconectado bastante y hablamos sólo sobre banalidades estéticas. “La verdad es que esta chica es tan fría que no le saldría la ternura ni aunque la pongas toda la tarde a mirar una cesta de gatitos.» “Bueno, pero está mejor que él, papa, que parece un simio alvino.” Y, he aquí que aparece al fin el prometido de Emily Blunt, el secundario despreciado, el otro, aquel para el cual por lo visto no hay ni plan maestro, ni ángel que vele por su satisfactorio discurrir. El paria, el abandonable, el segunda división. Padre: “Uff, ¿y este pobre? si parece que le han sacado del anodimato.”

He estado quince minutos riéndome con el concepto “anodimato” y luego he venido aquí y me he sentado a inmortalizar este instante de mi vida en que me siento plena de júbilo y no me he tomado ni un vino. Ahora sé que mi padre no ve cine romántico porque le saca tanto jugo que debe acabar exhausto de cinismo.

Sea como sea, no he podido evitar buscar al actor que ha inspirado este brillante concepto que quizás sólo me divierta a mí y muera para siempre con este post. Un homenaje a todos los personajes plantados por los protagonistas de las comedias románticas de la historia. ¡Larga vida, una foto y una etiqueta en un blog de una tía española desconocida, Shane McRae! Charmless man.

 

De aquellos polvos vinieron estos lodos

Hace un mes que estoy yendo a un gimnasio en el que puedes ver Ilustres Ignorantes por youtube mientras caminas con una inclinación del 8% a 6’7km/hora. Si te ríes a la vez que subes una cuesta la quema de calorías y la eficiencia de la tonificación se multiplican varias veces por sí mismas. Los programas en los que aparece Julián López han conseguido elevarme el culo algo así como medio milímetro. Bendito sea.

Pero el humano es un ser muy voluble, como dijo Shakespeare -a través de Benedicto y de Kenneth Brannagh- y como digo yo ahora en este instante y como se nos podrá leer mil veces a ambos, por siempre, en un eco neuronal at eternum. Así es que este pasado fin de semana ya no me apetecía más ilustres ignorantes. Son buenos, ¿eh?, pero si ves varios programas seguidos, casi a diario, durante tres semanas consecutivas al final sólo oyes: “Sumerios, ¿nos pagan por esto?, Philip Seymour Hoffman, ¡eyaculé!”. (Supongo que esto explica la sabia decisión de una grabación quincenal.)

Me acordé de que en la prehistoria -cuando internet no se había erigido aún como ese agujero negro que absorbe nuestro tiempo, energía y pasión con actividades tales como leer noticias fake, buscar memes posthumorísticos o intercambiar imágenes de gente desconocida con efectos ópticos de arco iris saliéndoles del culo-, teníamos la televisión. Y más concretamente, canales pandereteros americanos completamente amarillistas, con presentadores horteras, que contenían biografías de estrellas de cine que ahondaban en anécdotas bochornosas y se revolcaban dolorosamente en los periodos de sobrepeso de cada protagonista. Por ejemplo, si veías un Historias de Hollywood de Liz Taylor de cuarenta y cinco minutos, quince de ellos hablaban sobre los pedos que se pillaba con Richard Burton y otros diez de la vez que se puso como una pompa por la ansiedad que tenía estando casada con el político casposo aquel. Los veinte minutos restantes eran más o menos igual de generales y previsibles que la biografía de una cucaracha en un anuncio de Raid: Nació, creció, se reprodujo y murió.

El sábado vi «Uma Thurman» y el domingo vi «Brad Pitt». En el programa dedicado a ella, resultaba bastante nauseabunda la constante alusión a su buena disposición para aparecer desnuda en sus películas, celebrada siempre por señores mayores autodenominados “allegados” a la artista -gente que ahora a lo mejor no puede, legalmente, estar a menos de 200 metros de ella, pero ya es más cerca de lo que estarás tú jamás ¿eh?-. En el de Pitt se comentaba que para el papel de Thelma y Louise se había requerido un casting de mejores culos masculinos de la década de los noventa antes de escoger al actor portador de los glúteos. Ambos reportajes ofrecían una experiencia muy semejante a la de ver un vídeo promocional de Plataforma Cárnica pero con purpurina y lentejuelas around.

Hacia la mitad de sendos documentales había una pausa retórica para hacernos reflexionar acerca de la humanidad y dignidad de los sujetos, que cortaba en dos la pieza diciendo: “Aún ansiaba ser valorado por algo más que por su cara bonita…” Todo perfectamente ilustrado con la visión de la parte baja de la espalda al desnudo de Brad y de Uma en Leyendas de pasión y Las amistades peligrosas, respectivamente. Un encantador festival de ambivalencia.

A continuación se reseñaban El club de la lucha y Kill Bill como los hitos culminantes de las carreras de estos dos buenorros que son mucho más que sus bellos rostros; son también sus culos, al parecer. Pero salvo este nexo introductorio, los dos reportajes tenían como hilo conductor del grueso de la narración el recuento de los romances mantenidos a lo largo de la vida de cada uno. Entiendo que se trata de prensa rosa elaborando las memorias de celebridades e inevitablemente van a poner el foco en sus devaneos, como llevan haciendo desde que existen como concepto, ¿pero acaso es preciso ser tan zafio y tan obvio?

De repente Uma Thurman no era Mia Wallace con la jeringuilla de adrenalina clavada en el pecho, ni June practicando el amor libre con Annaïs Nin, ni la tía más chula, con el chandal más amarillo, la katana más afilada y la mejor y más eficiente recuperación tras un coma de cuatro años. No. Era la tía que salió con John Cusack, con Robert De Niro, con Timothy Hutton, que se casó con Gary Oldman, que se volvió a casar con Ethan Hawke, que a lo mejor hizo manitas con Tarantino, que luego estaba sola pero estaba bien -durante quince segundos- que se requetecomprometió con un millonario europeo guaperas bajito de estos que salen de la nada y que otra vez se separó.

Y Benjamin Button, Jesse JamesLouis de Pointe, ¡Tyler Durden! (hombrepordios) no es más que el golferas ese que anduvo por ahí yaciendo con Juliette Lewis, Gwyneth Paltrow, Jennifer Aniston y Angelinísima.

Los coitos no nos dejan ver el campo, amigos. Todo ese sindios de affaires desvirtúa la descripción del individuo. A nadie le amarga un morbito amoroso, un cotilleo de cama para aderezar, claro, yo soy la primera en preguntar por idilios, ya lo sabéis, pero reducir toda la vida de una persona a su faceta sentimental es tan empequeñecedor como lo sería resumir el panegírico de un entierro con el relato de un cumpleaños o poniendo una canción de los Beach boys y diciendo: «Fue una persona muy alegre.»

Propongo pues desde aquí una idea millonaria para futuribles documentales biográficos. Atención. Grabar a gente famosa leyendo pasajes de sus libros favoritos en distintos momentos de sus vidas. Les grabas mientras leen en silencio, concentrados. Completamente entregados al imaginario ajeno. Y luego, cuando están muertos o retirados, se edita todo seguido y se pasa un subtitulo con el texto exacto de cada ocasión. Así tú miras la expresión de sus caras mientras digieren las emociones de la novela que sea. De este modo podrías leer la parte en la que Raskólnikov se carga a la vieja justo al mismo tiempo que George Clooney, pero en diferido, y experimentar un milagroso instante de comunión con tu ídolo que traspasaría lo místico. Creo que sería el modo más justo de hablar de la esencia de la persona a la que se rinde tributo: mostrar su ceño mientras siente.

Esta idea, ríete, lo puede petar muy duro en el futuro inmediato insoportablemente snob que nos espera a la vuelta de la esquina. Yo aquí lo dejo, por si tengo que recurrir a este inception que os hago y demandar a alguien que ahora mismo se encuentre a más de cinco grados de separación de mi yo actual. Vivimos en el mundo más-lleno-de-posibilidades-excéntricas posible, ¿no os parece?

 

Es muy duro ser romántica y ninfómana a la vez*

Hay una película de Patrice Leconte tan bonita y fácil de ver como un anuncio de Chanel – de esos en los que aparece Keira Knightly entre telas blancas vaporosas y tú te quedas ahí apaciblemente muerto en el sofá mirando como caen plumas de la nada, lentamente, dejas la boca ligeramente abierta, las neuronas en modo recepción pasiva, los pantalones con la gomilla dada de sí para que se expanda el barrigón y goces de la exquisitamente despreciable gloria de la nulidad plena desatándose (es mucho más digno leer, no cabe duda)– y tan profunda y agradablemente deprimente como Vivre sa vie de Godard. Ahí es ná.

Es La fille sur le pont (La chica del puente), una preciosa y rarísima historia de amor improbable entre una suicida y un lanzasables. El personaje principal, Adèle (Vanessa Paradis) aparece al principio de la película contando su vida a una voz en off femenina que la interroga mientras a un lado de la estancia hay un público desenfocado que observa con severidad silenciosa. Siempre que veo esta secuencia tengo la sensación de que han pillado a la chica robando en el Corte Inglés y está en el sótano al que te envían para humillarte por el hurto. Porque tiene que ser así exactamente, con un montón de gente de la que veranea regularmente en Biarritz sentados en gradas, juzgándote, una mesa negra lacada donde no puedes posar las manos porque dejas marca, una empleada antigua -de las que entraron cuando aún era Galerías Preciados– interpelándote con condescendencia, y todo sucediendo en otro plano de realidad en blanco y negro. Y Vanessa Paradis ahí hablando de su mala suerte con los hombres y su promiscuidad accidental. Tía, que has robado un gloss de Bourjois, te hemos visto todos, no cambies de tema.

Siempre me acuerdo de esta película cuando se acerca mi cumpleaños. La suelo reseñar donde puedo y hago algún tipo de paralelismo con mi vida. Es mi Dorian Gray, supongo. La película es Dorian, porque no envejece jamás y está siempre perfecta y lista para salir a romper corazones y yo soy el retrato, cada año más ajado y lleno de roedores que me carcomen el marco.

Lo que quiero rescatar a día de hoy de todo el discurso, es la parte final del monólogo: “Veo mi futuro como un cuarto de espera. En una gran estación de trenes con bancos y cristaleras. Afuera, hordas de gente corriendo, sin ver. Todos apurados, tomando trenes y taxis. Tienen algún lugar a donde ir, alguien con quien encontrarse… Y yo permanezco sentada ahí, esperando.” “¿Esperando qué, Adèle?.” (Silencio de DIECISEIS SEGUNDOS, más de lo que podrías desear incluso en la vida real, colega): “Que me pase algo.”

Suena bastante espantoso hasta el final, que es como una bocanada de esperanza después de que te hayan estado pisando el cuello durante siete minutos. En la película esa última frase para nada evoca optimismo alguno, puesto que la siguiente secuencia se desarrolla sobre un puente parisino y consiste en como la muchacha se debate entre si arrojarse o no al Sena. No obstante, dentro del desencanto incuestionable de todo el relato de Adèle, ese final es el leit motiv más sabio y estimulante que se me ha presentado nunca.

La metáfora de la estación está bastante sobada, pero es perfectamente válida. Son todos mis amigos que van a casarse o a tener hijos. O que ya lo están, o que ya los tienen. Y en el banco en el que estoy esperando a que pase algo divertido – o sea, no necesariamente a quedarme embarazada- está mi madre diciendo “Ya llegará, hija, ya llegará…”, desde hace diesiete años, haciendo ella misma el efecto de reverberación para acojonarme. Como si estuviéramos atrapadas dentro de una canción de Los Panchos, todo el rato. De vez en cuando me levanto para ir a la máquina expendedora de café con intención de hacer tiempo tomando un capuccino completamente artificial y allí a veces coincido con otra gente que está como yo y hacemos migas o el amor, según se tercie.

La diferencia de este año en el que ya voy a cumplir esa edad en la que una actriz de Hollywood estaría apretando muchísimo el culo de puro pavor extremo, – ¡atención!, pido perdón ya por lo inaceptablemente cursi de mi siguiente composición – es que esta vez me he comprado un billete de tren. Creo que desde dentro de un vagón en marcha habrá mejores vistas y estará Liza Minnelli cantando «Maybe this time» de fondo, pero sin aludir a un tío, si no a la alegría de vivir y a sí misma, claro. O sea, Liza Minnelli haciendo una versión feminista de una de sus canciones.

Si los próximos dicisiete años y medio son la mitad de interesantes que han sido los últimos diecisiete años y medio –y eso que sólo he bailado unos cuantos tangos entre el banco y la maquina de café– prometo celebrarlo como siempre lo he hecho: escribiendo un post. Espectacular, ¿verdad?

Yo qué sé, en realidad, lo que quería decir cuando empecé a escribir, es que he dejado de fumar. ¿Qué quieres? Una a veces no sabe cómo introducir el tema.

*Nota: El título es una cita del personaje de Ariadna Gil en El columpio.

*Nota 2: Este post es un homenaje a mis posts en forma de vómitos de estrellas de colores que escribía en el blog de los 24 años.

Los bueyes con los que estoy arando

Hace relativamente poco tiempo tuve una conversación espantosa, con una persona que también resultó ser espantosa (para mí) después, en un lugar espantoso de León cuyo nombre no mencionaré pero si haré constar aquí y ahora que tiene fotos y pinturas de toreros y ponen un salmorejo que te mueres. O sea, yo iría a la cantina del tercer reich si pusieran ese salmorejo. Y luego volvería por la noche y escribiría un graffiti enorme diciendo: Huren söhne! Porque me sentiría culpable, por el tema de los nazis y del ajo.

nazi platano

Ahí estábamos hablando. O más bien, ahí estaba hablando yo mientras él asentía y me tocaba el culo, me llamaba guapa y se reía a motor. Ahí estábamos pues, de esa guisa, y yo hablaba de Louis C. K. Hablaba del tema de las pajas. Mi postura era sumamente difícil de exponer porque: en primer lugar estaba hablando con un hombre de ideología de izquierda automática – es decir, alguien que es de izquierdas más por educación y lugar común que por convicción personalmente desarrollada y experimentada; una especie de eco de discurso rojo con orgullo vacío, que replica en contra cada vez que detecta alguna palabra que podría pertenecer a un ideario conservador-; porque el hombre tampoco creo que llegase a escuchar realmente ni tres palabras de cada diez que salían de mi boca, porque él no sabía quién era Louis C.K., sólo conocía una reseña de su vida profesional gracias al tema del escándalo sexual y porque yo, atención, estaba defendiendo al acusado. Defendiéndole hasta un punto, claro. Pero al fin y al cabo intentando sacarle del averno abyecto de los detestables absolutos.

Pensadlo. Un podemita que me toca el culo públicamente como si comprobase la madurez de un mango, mientras yo, obviando por completo esta acción, completamente ofensiva hacia mi persona, defendía a un americano liberal que ha reconocido haber acosado sexualmente a cinco mujeres mientras nos tomamos un salmorejo en el bar más cortijero que ha dado la Legio VII en toda su historia alcohosocial. Luego diréis que en el norte no sabemos divertirnos.

Pues bien, lo que yo decía, en paráfrasis y así a grandes rasgos, era algo que jamás me imaginé que compartiría en un blog; pero esto tiene un pico de cinco visitantes al día, así que la lapidación potencial será bastante laxa. Lo que decía es que no estaba de acuerdo con esto que he leído y escuchado en los últimos meses docenas de veces de: «Existen diferentes estadios de cáncer; algunos son más tratables que otros, pero siguen siendo cáncer.». Frase que he extraído citando cuasi literalmente y traducido el twitter de Allysa Milano en respuesta a Matt Damon por quitarle hierro al asunto #Metoo. Pero que, como digo, la gente se dedica a reproducir a granel cada vez que existe un debate sobre este particular.

Matt-2

Un cáncer es un cáncer siempre, en cualquier fase o grado. Sí, es una tautología. Una rosa es una rosa es. Incluso cuando es un capullo. (Es la misma puta frase, ¿eh? Que estamos perdiendo el oremus, ya, con la afectación). Pero como analogía del acoso sexual me parece francamente errada y tramposa. Nunca va a ser lo mismo que te toquen el culo a que te llamen tía buena o a que intenten violarte. No. Joder. Claro que no. Y que hay que revelarse contra todo ello si una se siente irrespetada, dolida, invadida o agredida, también es un hecho. Pero yo pensaba en Louis. En el caso concreto de Louis. Y pensaba en algún rollete que he tenido en mis veintitantos. Pensaba en anécdotas raritas que me han pasado. Y pensaba en contextos, en poder y en intenciones. Pensaba en todo esto y lo decía, más o menos así:

A mí me gusta un hombre. Le admiro porque es un escritor muy bueno e ingenioso. De vez en cuando hace monólogos en bares y tiene una sección cómica en la radio. Es conocido a nivel «músico vocalista de pueblo». Por lo que sea empiezo a relacionarme con él porque nuestros círculos amistosos se cruzan. Flirteamos. Un día concertamos una cita. Lo pasamos bien, me parece una persona interesante. Tengo la sensación de que yo también le he gustado. Volvemos a quedar. Esta vez el encuentro me genera más nerviosismo, porque, en fin, quisiera gustarle. Quisiera gustarle de verdad. Vaya, cuando te gusta alguien aspiras a que sea recíproco porque si no es francamente frustrante y entra complejo de gruppie. Total, todo parece fluir. Una noche vamos a su casa. Nos desnudamos. Él me pide por favor que si me puede grabar mientras le meto un plátano por el culo estando él a cuatro patas sobre la cama hasta que tenga un orgasmo anal y que luego ya, si me apetece, follamos normal. Yo le digo que por supuesto. Que no. Él me pide disculpas y me voy. O bien. Le digo: «Venga, mientras solo sea por esta vez.» Lo hacemos. Al día siguiente quedo con una amiga, posiblemente con María, nos partimos la caja hablando de ello y no paramos de beber cerveza hasta que cierran el último bar chino de la ciudad. Y en ninguno de los dos casos volveré a ver voluntariamente a ese señor. Porque, vaya, qué puedo decir, la magia se ha roto. Se ha rasgado como la cáscara de un plátano al abrirse.

Ahora, podemos repetir toda la anécdota potencial diciendo que el tío que me pide que le meta un plátano por el culo es Dani Rovira o Ernesto Sevilla o Flippy, yo qué sé. Para mí la historia es exactamente la misma. Un tío que me gustaba al que desafortunadamente le van unos rollos que a mí me resultan altamente nauseabundos. Me decepciona, me repugna. En algún momento considero también que aunque me lo pida por favor es un abuso de poder, porque el pervertido sabe que él a mí me gusta y en cierta manera ese poder (de atracción) me coacciona. (Más allá que el tema de «medrar mediante el sexo con famosos salidos» que daría para otro post muy diferente). Pero es muy probable que no le de importancia de trauma o de degradación personal.

Ahí estaba yo, diciendo más o menos todo eso. Y al cabo de veinte minutos explicándolo me di cuenta de que el tío – de izquierdas y autodenominado feminista (así porque sí, mira tú)-  en ningún momento había despegado la mano de mi trasero. De que cuando le apartaba porque me interrumpía a besos y para no resultar violenta lo acompañaba de algún comentario chistoso del tipo: «Veo que necesitas apreciar el sabor de mis argumentos para saber si estás de acuerdo.» él se reía a mandíbula batiente sin acabar de captar mi creciente incomodidad y repitiendo la jugada una y otra y otra vez. El lenguaje corporal fue elevando hasta tal punto su grado de allanamiento que acabé gritando sin pudor: «¡No soy una jodida muñeca hinchable!». A lo que respondió coqueto y absurdo: «Sí, lo eres, eres mi muñequita hinchable.»

2016 Winter TCA Portraits

Y fue ahí, justo ahí, amigos, cuando decidí que por muy rico que esté el salmorejo, nunca jamás en mi puta vida iré a comerlo a la cantina del Tercer Reich.*

No sé si me explico.

*Nota: La cosa es que la que empieza a narrar es mi yo ajeno al acoso, mi yo frivolón y feliz que come salmorejo aunque se lo sirva Adolf. Mi yo banal y sin principios. Mi yo ingenuo y hedonista. Y la gracia es esa, que mi alter ego del post evoluciona a la vez que mi voz narradora. Bueno, no sé, es que no me gusta escribir borradores. Ojalá se me haya entendido mejor que a Catherine Deneuve.

Nos saludamos agitando la mano en el aire, a lo lejos.

Própolis es nombre de personaje de tragedia griega y sabe a iglesia cristiana. Creo que si tuvieras que comer un tazón de cereales en un cuenco de piedra habitual recipiente de agua bendita, te sabría a própolis. Digo eso, nada más. Me he tenido que comer dos caramelos de própolis con miel y limón y textura de gominola poderosa hace un momento, porque los hados decidieron no dejarme hablar del amor. Estaba intentando recordar Hang the dj, y me ha entrado la tos nerviosa dramática. Que además de no dejar hablar tampoco deja escribir porque los dedos se mueven junto con el resto del cuerpo, espasmódicamente. Probad a teclear cuando os entre la tos, sentiros ridículos y por extensión, humanos. Lo que quiero decir es que esta sensación bucal devota no me permitirá redactar esto que me corroe por dentro, desde la honestidad que me caracteriza.

Cuando digo Hang the dj me refiero al capítulo de Black Mirror sobre las parejas concertadas en citas obligatorias a través de un sistema informático que calcula previamente índices de compatibilidad en varias facetas y que proporciona asimismo y de antemano una caducidad a los encuentros. Era divertidísimo de ver. Como si hubieran hecho una versión futurista de mi vida.

Esto me llevó a pensar en las relaciones triviales que he mantenido a lo largo de la juventud (que aún colea, pero ralentizadamente). Y también en las duraderas y trascendentes. Y, afinando un poco más, en los análogos orígenes de ambos tipos. Después le he dado unas cuantas vueltas mientras masticaba. Ahora mastico muchísimas veces cada bocado de alimento para eternizar las comidas, de tal manera que mi cerebro es engañado creyendo que como mayor cantidad (ya ves qué idiota, mi cerebro), me sacio antes y, por ende, acabo comiendo mucho menos. Creo que a la larga todo lo que pierda de culo se me pondrá en el mentón hipertrofiado que voy a adquirir por culpa de visitar y creer loquesea de foros como “enfemenino”.

La mágica y chispeante conclusión a la que he llegado en mi mismidad es que absolutamente todo lo que pasa en una relación romántica está principalmente condicionado por la forma en que los dos individuos implicados se saludan entre sí en el primer encuentro que se produce -acordado o no- tras haber mantenido relaciones físicas la vez inmediatamente anterior. Digamos que es el pistoletazo de salida que define la clase de vínculo que se tendrá. La palmadita del médico en el culo del bebé para que escupa lo que haga falta y comience la función.

Para mí este trance siempre ha sido delicado y controvertido. Y no estoy hablando sólo de ver a alguien después de haberte acostado con él y practicado el coito. Incluyo cualquier tipo de contacto físico sexual; como quedarte a ver películas de Kiarostami en casa de un colega hasta el amanecer (como hace cada día más y más gente) y que acabéis dándoos un besoteo con tocamientos en el sofá, casi por inercia.

¿Después qué? ¿Eh? ¿Qué? Toda esa intimidad comprimida en unas horas tórridas, pasándoos las manos por el cuerpo del otro como si estuvierais haciendo una exploración médica en busca de tumores. Comerte la boca de la otra persona, respirar su aliento, atragantarte con algún pelito ajeno. ¡En fin! Toda esa odisea pegajosa y maravillosa que es embadurnarse de otro ser humano parece ocurrir en otro plano de realidad completamente desgobernado en el que no se contempla el tiempo ni las consecuencias. Es un accidente. Siempre es un accidente. Y un trauma. Y la otra persona ya nunca será como era antes de que le metieras la mano por debajo de la camiseta y la lengua dentro de la boca.

Si la siguiente vez que vuelves a ver a alguien con quien has tenido sexo os saludáis dandoos un beso en la boca, habéis perdido a un amigo. Lo siento. La relación está condenada a funcionar en el plano romántico y, por tanto, a que os convirtáis en antagonistas o a que os evitéis hasta el lacerante dolor unilateral en el futuro inmediato o a que tengáis un noviazgo obligado por el pudor que os produce a ambos el herir al otro diciéndole que en realidad tampoco os gusta tanto o, en la versión más piruleta de la vida: a que os améis por siempre jamás o, no sé, cinco o seis años, y habléis de la conexión extrasensorial y sacra que os hace mucho más guays que cualquier otro dúo de seres vivos del planeta.

Por supuesto no hay reglas para esto, aunque creo que estoy más que preparada para escribir artículos de consultorio sentimental en donde sea. Pero lo de los besos es así. ¿Hay algo más agresivo que besar a alguien en cuyo cuerpo dejaste huellas de fluidos varios, la vez anterior, en esa otra realidad cuántica? ¿Se puede ser más invasivo? Y, lo que no es menos importante y digno de tener en cuenta: ¿Hay algo más frío que no besar a alguien en cuyo cuerpo dejaste huellas de fluidos varios, la vez anterior, en esa otra realidad cuántica? ¿Se puede ser más impasible?

Es una encrucijada imposible donde nunca se puede ganar. Quería hacer un análisis del probable devenir de cada tipo de saludo postcoital o postbesil o postmasturbación y no he podido, de alguna manera me he perdido en la ambivalencia y el agujero infinito de la incertidumbre. Remito pues al título del artículo. Todos quedaremos siempre a salvo en la polivalente interpretación de afecto e intenciones que tiene un saludo agitando la mano en el aire. A lo lejos.

Las locas de internet (Episodio I)

Yo tenía veinticinco años y me gustaba Lucio Battisti. Era otra vida. Leía regularmente las actualizaciones del blog de un tipo muy gracioso que se quejaba sin parar de lo feo que era y de lo terriblemente patética que resultaba su existencia. Tenía muchísima gracia para alguien como yo, permanentemente enamoriscada de personajes como Bocazas de los Goonies, el malote chisposo interpretado por Judd Nelson en El club de los cinco o Lucas, el pobre Lucas, en Lucas. Fantaseaba yo a diario entonces con aquel paria social orgulloso de, siempre a mi juicio, deslumbrante rapidez mental y sugerentísimo pensamiento divergente bien expuesto. Me parecía que era el tipo más atractivo sobre la faz de la tierra. Tanto es así que, por aquel entonces, no sucumbí a los encantos de uno de mis compañeros de piso; un romano de Erasmus en Barcelona con cara de gondolero de anuncio de desodorante que se paseaba por la casa recitando la Divina Comedia y cuyas feromonas bullían como arma de destrucción masiva provocadas y multiplicadas por mi absoluto desinterés en su persona física.

Una amiga, profundamente inmersa en el conocimiento de lo que viene siendo la “mandanga Terrat” me informó de que este muchacho, este outsider adefésico de mi coraçao, era en realidad un chico de mi edad que trabajaba de guionista en Buenafuente y que además salía en vídeos publicados en youtube y no era la clase de aborto estético que prometía ser. Este guantazo de realidad rebajó sustancialmente mi entusiasmo. Al final, el tipo no escribía desde la inquina del fracaso, era todo una insultante pantomima. Por supuesto no se trataba de Brad Pitt, ni de Edward Norton siquiera, pero tampoco parecía la clase de persona a la que le entra la risa nerviosa al desnudarse. Y su posición social, situada bastante por encima de la mía en aquella época decadente de Nou Barris, callcenters y compañero de piso secundario persa loco, me intimidaba y al mismo tiempo me hacía despreciarle por lo fraudulento de su alter ego. Como si en algún momento me hubiese engañado para hacerme creer que él era un mindundi con un corazón de oro y un sentido del humor arrebatador, cuando en realidad era un tío normal que se había leído Como orquestar una comedia y la había asimilado muy bien.

En cualquier caso ya existía Facebook en aquella aciaga época. Nos hicimos amigos virtuales. Una noche estuvimos hablando de las páginas de fans de Palomino y de por qué se había extendido el bulo de que a los hombres les gustaba que les metieran los dedos en el culo durante el coito. En fin, lo normal entre gente de veintitantos en aquella época. Probablemente hubiese cientos de millones de personas hablando de exactamente lo mismo en aquel preciso instante.

Como es lógico recuperé el enamoramiento esperpéntico con más fuerza aún. No volvimos a coincidir jamás por el chat. Pero esa única y aislada conversación infantil fue el elixir de la eterna atracción unilateral. Menos es más, de tota la vida. La vacuidad de mi existencia, la frustración profesional y el exceso de tiempo libre cuando entré a trabajar en la cantina mexicana de Gracia, me hicieron caer lenta y ásperamente en el agridulce terreno de la obsesión psicopática, repulsiva, balbuceante y absolutamente despreciable. Así es que, claro está, llegados a este punto edité un vídeo con la canción Un’avventura de Lucio Battisti de fondo y un montón de fotitos ilustrativas (con Benigni y tipos así) y cartelitos diciendo algo tan pueril y vergonzante como que de toda la gente con la que imaginaba tomándome un café, él era mi candidato ideal. Y se lo pedía literalmente: “¿te quieres tomar un café conmigo?” en blanco sobre negro al final del vídeo. Lo publiqué en mi blog y lo extendí por doquier. Quizás sea la cosa más humillante que he hecho en todos los días de mi vida. No creo, de hecho, haber sido jamás tan poco consciente de mí misma -y yo he mezclado Jagger con red bull muchísimas veces-. Aún explicándolo ahora, casi diez años después, siento como si hubiera estrangulado a un gatito y estuviese confesándolo en un auditorio gigantesco llenito de gente tipo mi profesor de literatura del instituto, mi padre, mi amiga Raquel y, en general, todas las personas a las que respeto fuertemente y me horroriza pensar en decepcionar.

El fake paria vio aquel documento del averno y no tardó en reaccionar escribiendo una entrada en su blog al día siguiente con un apartado titulado “Las locas de internet”. Recuerdo la vergüenza y el horror y haber pensado: “¿Pero esto no debería haberme pasado ya en la adolescencia, joder?”. “Por suerte a tus 14 no había internet, so mema”, me respondía entre sollozos. Se lo conté al italiano gondolero, que juró matarle, y vivimos uno de esos momentos de romanticismo chonil a lo Federico Moccia la mar de entrañable.

Así me convertí durante una primavera en el foco del cachondeíto cruel y presumiblemente brillante de la redacción de Buenafuente.

Luego el tiempo pasó y fui superando el shock. Eclipsado por otros eventos aún más traumáticos como la depilación laser en la vulva o aquella vez que tuve que recoger la imponente montaña de caca del perro cuando tuvo diarrea en medio del paseo de Poblenou y al hacerlo me manché un poco la manga y tuve que ir de esta guisa mierdil un rato, corriendo hasta mi casa buscando una papelera de camino, con las bolsas de heces deshechas en la mano, rezando para que el pobre Scout no volviese a tener un apretón fulminante.

La dignidad, ese concepto escurridizo.

A día de hoy, a 800 kilómetros y una década de distancia todo esto me sigue avergonzando, como digo, pero soy capaz de usarlo como reflexión. Porque no hace muchas horas me he dado cuenta, oh bendita ironía, de lo siguiente: ¡el que lo tuvo que pasar fatal fue él! Yo no era la víctima del rechazo, no era la pobre chica maja pero hortera y obsesiva que se merecía una oportunidad. Era ese ser abyecto con un pelo muy guay, la verdad, pero que es invasiva, maníaca e irrespetuosa. Yo acosé a ese chico. Le presioné con trucos terriblemente poco elegantes a que tuviera que aceptar mi propuesta, después de haberle agregado a mi Facebook sin conocerle en absoluto -cosa que ya no hago con nadie, para nada (risas)-. Y encima me situé por encima de él, ofreciéndole el regalo de mi compañía, insinuando claramente una superioridad. Y él, lógicamente, se debió sentir amenazado por mi falta de cordura y temió claramente por su integridad física. Aparte de que yo no le gustase un carajo, quiero decir. Me quise meter en su vida por imposición, sin saber nada auténtico de él y creyéndome en el permanentemente derecho de hacerlo. Y, no contenta con todo este conglomerado de despropósitos, además después, me convencí de que la damnificada era yo y me quejé de su falta de buen gusto al no aceptarme y rechazarme públicamente (igual que yo me declaré también públicamente). Hoy, después de haber sufrido el profundo asco y resquemor de los 287 tíos* que han hecho conmigo lo que yo te hice a ti, te pido perdón. Lo siento mucho, Joffrey.*

*Nota: A ver, de alguna manera, no en plan «tengo 287 vídeos de tíos diciéndome que les gusto». Que nos ponemos muy finos con todo esto de la precisión.

*Nota: O sea, claro que no se llamaba Joffrey, pero imagina que pongo ahora su nombre real. Como un homenaje de décimo aniversario impreciso hacia mi momento de stalker. ¡En fin!

 

La la land: It must be love?

Quiero dejar perfectamente claro que a mí Emma Stone y Ryan Gosling son dos personas que me resultan altamente simpáticas y carismáticas y no tengo nada razonable o no en contra de ellas. ¡Es más! Me encantaría que me acompañasen a hacer la ruta del Cares o invitarles a cocido. Parecen buena gente y no me importa demasiado si lo son. Me sorprende positivamente que sean oficial y universalmente considerados sex symbols. A pesar de que ella sea un poco sopas y posea ese halo de Rosita, la chica de dibujos animados con outfit de tenista en una merienda campestre que era acosada sexualmente por Chicho Terremoto de manera sistemática y repulsiva. Y de que él tenga cara de vela derretida, como ya hemos tratado en anteriores digresiones inútiles de éste mi querido y frivolete bloguecillo. Que la gente fantasee eróticamente con ellos prueba que si la mona se viste de seda lo puede petar muy fuerte. Y eso reconforta y proporciona una poderosa motivación para hacer régimen.

Aclarado esto, llevo un año queriendo hablar de La la land. Y no precisamente para decir algo constructivo y sano. Mi intención de rebajar el nivel de odio gratuito y banal de mi ser ha bloqueado los adjetivos cínicos y un poco sucios que me producían tensión craneal cada vez que me venía a la cabeza lo de: “City of stars… Are you shining just for me?…”.

Me resulta muy difícil hablar de esta película sin tomarme todo lo que sucede en ella como algo personal. Más, habida cuenta, de que a mí, señores, me encantan los musicales. Yo pasé todas las nocheviejas de mi pubertad y adolescencia inyectándome a Gene Kelly en las fucking venas. Creo que he visto más veces Levando anclas que el que la montó. Mi cinta de vhs de Un americano en París está apergaminada y si alguien fuera capaz de reproducir mi copia de Cantando bajo la lluvia, en la escena central le parecería que en realidad nieva. Soy una fanática de la euforia decorativa. Esto es así y me ha proporcionado tantas horas de alegría como de vergüenza. La dualidad de las cosas es hermosa, ¿verdad?.

La primera vez que vi una reseña de ésta película se me erizaron los pezones. (Es curioso lo que a una le produce pudor confesar y lo que no). Me parecía absolutamente perfecto pensar en una historia de amor, simpática, musical, ultrarromántica y colorista y con esa parejaza tan bien avenida de protagonistas. Casi me alegré de estar de baja por depresión. Por lo de tener tiempo libre suficiente para ir repetidas veces al cine hasta aprenderme alguna coreografía de memoria o que saliese Ryan de la pantalla a darme un paseo y la medicación. Nos recuerdo nítidamente emocionados a Emil y a mí sentados en esos butacones magníficos del Phenomena. Con el cine a reventar. Casi noto aún la revolución en mi colon a causa de la subida disparada de adrenalina. Era como estar enamorada.

Empieza. Primer número musical. Bien. Nada que decir. Bueno, a lo mejor ya se me han pasado las ganas de ir al baño. Pero tampoco es que uno quiera estar siempre en la parte más alta de la ola emocional; se te puede embotar la sensibilidad y acabar percibiendo siempre todo como si te hubieran practicado media lobotomía:

Después el conjunto se precipitó rápidamente, aún a pesar de los parones para repetir cual matraca el estribillo de marras con su correspondiente tecleteo pianil, tan cuco. La película se desarrollaba a una velocidad demasiado acelerada para acabar de discernir cuál de los dos personajes era más naif. Mi ansiedad reconvertida en tedio agitado me pedía apasionadamente una subtrama a la que agarrarme. Algún personaje reflejo que fuera un poquito mordaz y puñetero y deslavase durante algún rato toda esa asfixia de algodón de azúcar. Pero nada. Todo era chica conoce chico. Chico trata a la chica como si fuese una paria social. Chica mendiga atención de chico. Chico, por lo que sea, de pronto piensa “bueno, a ver, es que no tengo mucho tiempo, porque estoy a lo mío que es el jazz y tal, pero quizás esta tía puede ser una compañía más o menos grata y a ella también le mola la ciudad y lo de ir con gente guapa y eso. Venga, voy a darle un beso a ver qué onda.” Chica quiere ser actriz y dramaturga. Chico no se quiere prostituir artísticamente. Subidón. Bajón. Que si el dinero. Que si mis sueños. Que si te quiero pero no te quiero asfixiar. Que si me ha salido un curro de puta madre. Que si ciao pescao. Que si tengo resquemor y siempre lo tendré por haber antepuesto el éxito profesional a mi supuesto enamoramiento extremo de alguien a quien sólo aprecio porque comparte el mismo egocentrismo y ambición de reconocimiento que yo, pero que, vamos, esto tampoco es Los puentes de Madison, oiga. Voy a masturbarme mentalmente aquí este ratito de concierto y luego ya me voy a mi mansión con el bebé y con mi marido que fijo que es pro Trump.

No deja de torcerme bastante el esfínter el hecho de que una película cuya historia es eminente y exclusivamente, una historia de amor – cuyos sub cuentos paralelos son las ganas respectivas de medrar de los amantes en sus carreras creativas – sea al final una historia de amor tan carente de fuerza y de verosimilitud. Tan desapasionada, en definitiva. Y con unos números musicales rutinarios y descafeinados que no me puedo creer que beban de Vincente Minelli, de Jacques Demy, ¡de Godard! (tócate la vaina) o de Stanley Donen y mi bendito Gene Kelly. ¡No-hombre-no! No me meto en si la parte técnica y el corte final de las secuencias está bien. Desde luego una chapuza no es. Aunque yo he visto esas mismas películas de esos señores que le gustan tanto a Damien Chazelle y no acabo de conectar las referencias. De todos modos creo que la clave está en que si vas a hacer una cosita bonita, divertidita y trascendentalita sobre el amorcito y la ambicioncita, no obvies crear unos personajes que tengan un poco de enjundia. Un cierto grado de sentido del humor para lograr empatizar mínimamente con ellos sin necesidad de vivir en Hollywood. Que su personalidad se componga de algo más que de su sueño principal y de todo de lo que de él deriva. Y que cuando se conocen exista una razón de complicidad más allá -para enamorarse- del mero hecho de que han coincidido en un par de fiestas y que son “guapos”.

No me gustó La la land. No sé si queda claro. Me puso de mala hostia, de hecho. No salí cantando del cine. Salí con la cabeza taladrada de estrellitas de la ciudad clavando sus puntas en las paredes de mi quijotera. Si hubiera ido sin expectativas estoy segura de que me habría parecido bien. Agradable y digerible. Pero aún liberándome de todos los prejuicios que me acompañan y amordazan a mi yo infantil, siempre dispuesto a ilusionarse y reírse a motor; creo que nunca hubiese salido contenta tras ver esta película. Y es que si hay tanta gente que se cree que esto es una representación certera del amor, entonces el amor se está convirtiendo en un vestido de tul muy mono que quieres tener sólo para que te lo envidien. Y eso es tan trágico que me dan ganas de vomitar llorando.*

*Nota: Para no acabar el artículo con una imagen tan amarga y repelente aprovecho para recomendar La vida de Adèle, La novia y The end of the affaire. El amor, el amor… Pues eso.