La la land: It must be love?

Quiero dejar perfectamente claro que a mí Emma Stone y Ryan Gosling son dos personas que me resultan altamente simpáticas y carismáticas y no tengo nada razonable o no en contra de ellas. ¡Es más! Me encantaría que me acompañasen a hacer la ruta del Cares o invitarles a cocido. Parecen buena gente y no me importa demasiado si lo son. Me sorprende positivamente que sean oficial y universalmente considerados sex symbols. A pesar de que ella sea un poco sopas y posea ese halo de Rosita, la chica de dibujos animados con outfit de tenista en una merienda campestre que era acosada sexualmente por Chicho Terremoto de manera sistemática y repulsiva. Y de que él tenga cara de vela derretida, como ya hemos tratado en anteriores digresiones inútiles de éste mi querido y frivolete bloguecillo. Que la gente fantasee eróticamente con ellos prueba que si la mona se viste de seda lo puede petar muy fuerte. Y eso reconforta y proporciona una poderosa motivación para hacer régimen.

Aclarado esto, llevo un año queriendo hablar de La la land. Y no precisamente para decir algo constructivo y sano. Mi intención de rebajar el nivel de odio gratuito y banal de mi ser ha bloqueado los adjetivos cínicos y un poco sucios que me producían tensión craneal cada vez que me venía a la cabeza lo de: “City of stars… Are you shining just for me?…”.

Me resulta muy difícil hablar de esta película sin tomarme todo lo que sucede en ella como algo personal. Más, habida cuenta, de que a mí, señores, me encantan los musicales. Yo pasé todas las nocheviejas de mi pubertad y adolescencia inyectándome a Gene Kelly en las fucking venas. Creo que he visto más veces Levando anclas que el que la montó. Mi cinta de vhs de Un americano en París está apergaminada y si alguien fuera capaz de reproducir mi copia de Cantando bajo la lluvia, en la escena central le parecería que en realidad nieva. Soy una fanática de la euforia decorativa. Esto es así y me ha proporcionado tantas horas de alegría como de vergüenza. La dualidad de las cosas es hermosa, ¿verdad?.

La primera vez que vi una reseña de ésta película se me erizaron los pezones. (Es curioso lo que a una le produce pudor confesar y lo que no). Me parecía absolutamente perfecto pensar en una historia de amor, simpática, musical, ultrarromántica y colorista y con esa parejaza tan bien avenida de protagonistas. Casi me alegré de estar de baja por depresión. Por lo de tener tiempo libre suficiente para ir repetidas veces al cine hasta aprenderme alguna coreografía de memoria o que saliese Ryan de la pantalla a darme un paseo y la medicación. Nos recuerdo nítidamente emocionados a Emil y a mí sentados en esos butacones magníficos del Phenomena. Con el cine a reventar. Casi noto aún la revolución en mi colon a causa de la subida disparada de adrenalina. Era como estar enamorada.

Empieza. Primer número musical. Bien. Nada que decir. Bueno, a lo mejor ya se me han pasado las ganas de ir al baño. Pero tampoco es que uno quiera estar siempre en la parte más alta de la ola emocional; se te puede embotar la sensibilidad y acabar percibiendo siempre todo como si te hubieran practicado media lobotomía:

Después el conjunto se precipitó rápidamente, aún a pesar de los parones para repetir cual matraca el estribillo de marras con su correspondiente tecleteo pianil, tan cuco. La película se desarrollaba a una velocidad demasiado acelerada para acabar de discernir cuál de los dos personajes era más naif. Mi ansiedad reconvertida en tedio agitado me pedía apasionadamente una subtrama a la que agarrarme. Algún personaje reflejo que fuera un poquito mordaz y puñetero y deslavase durante algún rato toda esa asfixia de algodón de azúcar. Pero nada. Todo era chica conoce chico. Chico trata a la chica como si fuese una paria social. Chica mendiga atención de chico. Chico, por lo que sea, de pronto piensa “bueno, a ver, es que no tengo mucho tiempo, porque estoy a lo mío que es el jazz y tal, pero quizás esta tía puede ser una compañía más o menos grata y a ella también le mola la ciudad y lo de ir con gente guapa y eso. Venga, voy a darle un beso a ver qué onda.” Chica quiere ser actriz y dramaturga. Chico no se quiere prostituir artísticamente. Subidón. Bajón. Que si el dinero. Que si mis sueños. Que si te quiero pero no te quiero asfixiar. Que si me ha salido un curro de puta madre. Que si ciao pescao. Que si tengo resquemor y siempre lo tendré por haber antepuesto el éxito profesional a mi supuesto enamoramiento extremo de alguien a quien sólo aprecio porque comparte el mismo egocentrismo y ambición de reconocimiento que yo, pero que, vamos, esto tampoco es Los puentes de Madison, oiga. Voy a masturbarme mentalmente aquí este ratito de concierto y luego ya me voy a mi mansión con el bebé y con mi marido que fijo que es pro Trump.

No deja de torcerme bastante el esfínter el hecho de que una película cuya historia es eminente y exclusivamente, una historia de amor – cuyos sub cuentos paralelos son las ganas respectivas de medrar de los amantes en sus carreras creativas – sea al final una historia de amor tan carente de fuerza y de verosimilitud. Tan desapasionada, en definitiva. Y con unos números musicales rutinarios y descafeinados que no me puedo creer que beban de Vincente Minelli, de Jacques Demy, ¡de Godard! (tócate la vaina) o de Stanley Donen y mi bendito Gene Kelly. ¡No-hombre-no! No me meto en si la parte técnica y el corte final de las secuencias está bien. Desde luego una chapuza no es. Aunque yo he visto esas mismas películas de esos señores que le gustan tanto a Damien Chazelle y no acabo de conectar las referencias. De todos modos creo que la clave está en que si vas a hacer una cosita bonita, divertidita y trascendentalita sobre el amorcito y la ambicioncita, no obvies crear unos personajes que tengan un poco de enjundia. Un cierto grado de sentido del humor para lograr empatizar mínimamente con ellos sin necesidad de vivir en Hollywood. Que su personalidad se componga de algo más que de su sueño principal y de todo de lo que de él deriva. Y que cuando se conocen exista una razón de complicidad más allá -para enamorarse- del mero hecho de que han coincidido en un par de fiestas y que son “guapos”.

No me gustó La la land. No sé si queda claro. Me puso de mala hostia, de hecho. No salí cantando del cine. Salí con la cabeza taladrada de estrellitas de la ciudad clavando sus puntas en las paredes de mi quijotera. Si hubiera ido sin expectativas estoy segura de que me habría parecido bien. Agradable y digerible. Pero aún liberándome de todos los prejuicios que me acompañan y amordazan a mi yo infantil, siempre dispuesto a ilusionarse y reírse a motor; creo que nunca hubiese salido contenta tras ver esta película. Y es que si hay tanta gente que se cree que esto es una representación certera del amor, entonces el amor se está convirtiendo en un vestido de tul muy mono que quieres tener sólo para que te lo envidien. Y eso es tan trágico que me dan ganas de vomitar llorando.*

*Nota: Para no acabar el artículo con una imagen tan amarga y repelente aprovecho para recomendar La vida de Adèle, La novia y The end of the affaire. El amor, el amor… Pues eso.

 

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