Es muy duro ser romántica y ninfómana a la vez*

Hay una película de Patrice Leconte tan bonita y fácil de ver como un anuncio de Chanel – de esos en los que aparece Keira Knightly entre telas blancas vaporosas y tú te quedas ahí apaciblemente muerto en el sofá mirando como caen plumas de la nada, lentamente, dejas la boca ligeramente abierta, las neuronas en modo recepción pasiva, los pantalones con la gomilla dada de sí para que se expanda el barrigón y goces de la exquisitamente despreciable gloria de la nulidad plena desatándose (es mucho más digno leer, no cabe duda)– y tan profunda y agradablemente deprimente como Vivre sa vie de Godard. Ahí es ná.

Es La fille sur le pont (La chica del puente), una preciosa y rarísima historia de amor improbable entre una suicida y un lanzasables. El personaje principal, Adèle (Vanessa Paradis) aparece al principio de la película contando su vida a una voz en off femenina que la interroga mientras a un lado de la estancia hay un público desenfocado que observa con severidad silenciosa. Siempre que veo esta secuencia tengo la sensación de que han pillado a la chica robando en el Corte Inglés y está en el sótano al que te envían para humillarte por el hurto. Porque tiene que ser así exactamente, con un montón de gente de la que veranea regularmente en Biarritz sentados en gradas, juzgándote, una mesa negra lacada donde no puedes posar las manos porque dejas marca, una empleada antigua -de las que entraron cuando aún era Galerías Preciados– interpelándote con condescendencia, y todo sucediendo en otro plano de realidad en blanco y negro. Y Vanessa Paradis ahí hablando de su mala suerte con los hombres y su promiscuidad accidental. Tía, que has robado un gloss de Bourjois, te hemos visto todos, no cambies de tema.

Siempre me acuerdo de esta película cuando se acerca mi cumpleaños. La suelo reseñar donde puedo y hago algún tipo de paralelismo con mi vida. Es mi Dorian Gray, supongo. La película es Dorian, porque no envejece jamás y está siempre perfecta y lista para salir a romper corazones y yo soy el retrato, cada año más ajado y lleno de roedores que me carcomen el marco.

Lo que quiero rescatar a día de hoy de todo el discurso, es la parte final del monólogo: “Veo mi futuro como un cuarto de espera. En una gran estación de trenes con bancos y cristaleras. Afuera, hordas de gente corriendo, sin ver. Todos apurados, tomando trenes y taxis. Tienen algún lugar a donde ir, alguien con quien encontrarse… Y yo permanezco sentada ahí, esperando.” “¿Esperando qué, Adèle?.” (Silencio de DIECISEIS SEGUNDOS, más de lo que podrías desear incluso en la vida real, colega): “Que me pase algo.”

Suena bastante espantoso hasta el final, que es como una bocanada de esperanza después de que te hayan estado pisando el cuello durante siete minutos. En la película esa última frase para nada evoca optimismo alguno, puesto que la siguiente secuencia se desarrolla sobre un puente parisino y consiste en como la muchacha se debate entre si arrojarse o no al Sena. No obstante, dentro del desencanto incuestionable de todo el relato de Adèle, ese final es el leit motiv más sabio y estimulante que se me ha presentado nunca.

La metáfora de la estación está bastante sobada, pero es perfectamente válida. Son todos mis amigos que van a casarse o a tener hijos. O que ya lo están, o que ya los tienen. Y en el banco en el que estoy esperando a que pase algo divertido – o sea, no necesariamente a quedarme embarazada- está mi madre diciendo “Ya llegará, hija, ya llegará…”, desde hace diesiete años, haciendo ella misma el efecto de reverberación para acojonarme. Como si estuviéramos atrapadas dentro de una canción de Los Panchos, todo el rato. De vez en cuando me levanto para ir a la máquina expendedora de café con intención de hacer tiempo tomando un capuccino completamente artificial y allí a veces coincido con otra gente que está como yo y hacemos migas o el amor, según se tercie.

La diferencia de este año en el que ya voy a cumplir esa edad en la que una actriz de Hollywood estaría apretando muchísimo el culo de puro pavor extremo, – ¡atención!, pido perdón ya por lo inaceptablemente cursi de mi siguiente composición – es que esta vez me he comprado un billete de tren. Creo que desde dentro de un vagón en marcha habrá mejores vistas y estará Liza Minnelli cantando «Maybe this time» de fondo, pero sin aludir a un tío, si no a la alegría de vivir y a sí misma, claro. O sea, Liza Minnelli haciendo una versión feminista de una de sus canciones.

Si los próximos dicisiete años y medio son la mitad de interesantes que han sido los últimos diecisiete años y medio –y eso que sólo he bailado unos cuantos tangos entre el banco y la maquina de café– prometo celebrarlo como siempre lo he hecho: escribiendo un post. Espectacular, ¿verdad?

Yo qué sé, en realidad, lo que quería decir cuando empecé a escribir, es que he dejado de fumar. ¿Qué quieres? Una a veces no sabe cómo introducir el tema.

*Nota: El título es una cita del personaje de Ariadna Gil en El columpio.

*Nota 2: Este post es un homenaje a mis posts en forma de vómitos de estrellas de colores que escribía en el blog de los 24 años.

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