Mujeres feministas que caminan en lencería fina sobre espejos

“Audrey Hepburn: La biografía”, eso era todo lo que quería por mi cumpleaños a los 14. Tenía un cuaderno lleno de fotos de ella y de reseñas de películas. Si hubiesen vendido mechones de pelo de Audrey con el Fotogramas, posiblemente tendría una caja bien llenita. Así de asquerosa era yo. Los fines de semana me quedaba en el sofá hasta el amanecer viendo Sabrina, Vacaciones en Roma, Charada y My fair lady. Parecía un trabajo. Así que digamos que mi educación sentimental y los cimientos de mi concepto de lo que es femenino y bueno quedaron condicionados y arraigados para siempre.

Una mujer tenía que ser delgada, elegante, encantadora, sumisa pero sin parecer humillada, leída y vivida pero sin hacer alardes -lo justo para que supiera de qué hablar en los cócteles de empresa de su esposo- y poseer una tendencia inusitada a enamorarse de putos viejos. Vaya, lo que se dice una tragedia.

Cuando me fui a estudiar a Madrid conocí a Milan Kundera. Figuradamente, a ver qué te vas a pensar. Me gustaban mucho las mujeres solteras que aparecían en sus novelas. Especialmente Sabina de La insoportable levedad del ser. Sabina no se parecía para nada al perfil medio de los personajes de Audrey Hepburn, mi único referente ficticio de modelo femenil hasta aquel momento. De hecho, no se parecía a ninguna otra mujer que hubiera visto o sobre la que hubiese leído nunca antes, como mucho te diría que me recordaba un poco a Annie Girardot en Rocco y sus hermanos. Porque las dos poseían esa ambivalencia de gozar y penar por su sexualización.

Sabina era amante y amiga del protagonista de La insoportable levedad. Tomás, creo que se llamaba. Da un poco igual, porque Tomás era bastante coñazo -aparte de ser médico y follarín, no hacía gran cosa-. Cuando se encontraban, ella montaba un numerito erótico la mar de apañado que consistía en ponerse un body calado, medias y el sombrero hongo de su abuelo y caminar lentamente a cuatro patas sobre un espejo tirado en el suelo. Luego se iba a pintar un cuadro y a planear fugarse y dejar a su otro amante algo más oficial, Franz, que era un charmless man casado y con hija. Sabina, comentaba Kundera al describir su monólogo interior, se había pasado la vida huyendo. No quería pertenecer a nadie, ni que nadie le perteneciese, lo cual reafirmaba su sensación de libertad (y también la mía). Este punto enlazaba con Holly Golightly de Breakfast at Tiffany’s (Audrey Hepburn), que tampoco quería ser de nadie ni bautizar al gato. Y ensamblaba así la primera etapa del camino evolutivo de la especie de persona que yo quería ser por la clase de arquetipos femeninos que me habían resultado atractivos y magnéticos.

Luego leí la biografía de Janis Joplin y la de Annaïs Nin y en algún momento me gustaron mucho Diane Keaton y Liv Ullman. Con Frida Kahlo, por ejemplo, me costaba bastante conectar porque me molestaba un poco ese rollo enfermizo que se traía con Diego Rivera. Me gustaba mucho cuando se vestía de chico, aprendía idiomas, tenía discusiones sobre Hegel, iba con los “cachuchas” y le escribía a su primer novio cosas como: “Hasta mañana, espero que pasemos una buena noche y que ambos pensemos que somos grandes amigos. Y que nos queremos mucho, mucho, mucho, mucho. Más que a la música y la luna.” O “Dime si ya no me quieres, Álex. Yo te quiero, incluso aunque te importe menos que una mosca.” Eso me parecía genial de verdad.

A medida que me he ido haciendo mayor he llegado a empatizar mucho más con personajes como Escarlata O’Hara -sí, sí, lo que te estoy diciendo- o las heroínas de Jane Austen. Personajes creados por mujeres y que valiéndose de las herramientas disponibles en un mundo eminentemente machista que condicionaba y limitaba por completo el margen de maniobra, salían adelante por sí mismas. La mayor parte del tiempo engañando, trampeando, instrumentalizando a los tíos y cediendo ocasionalmente ante algunas cosas que atentaban contra su dignidad. Pero haciendo, en definitiva, lo que buenamente les salía del coño.

A día de hoy, mi icono femenino y feminista (no reconocido para nada) favorito es Ava Gardner. Ava Lavinia, a la que le repugnaba que la llamasen “el animal más bello del mundo” y que sólo quería salir a bailar, a beber, a viajar y a follar por el mundo. A la gente, en general, no le hacía ni pizca de gracia que Ava fuera así de promiscua y veleidosa, que considerase su trabajo como estrella de cine más que como actriz, un mero vehículo para poder mantener su ritmo de vida hedonista y feliz. Ella hacía sencillamente lo que le daba la gana. Iba de resaca a todos los rodajes, se liaba con toreros, se mudaba sola de una país a otro y no se volvió a casar después de los 34. Y esto dentro del entorno puritanísimo hollywoodiense de los años cincuenta, nada menos.

Seguramente parece que estoy de coña, considerando a una sex symbol de hace seis décadas una figura representativa del feminismo. Pero para mí es importante respetar el contexto. Es decir, a mí me resultaría una locura que alguien dijera que Marilyn Monroe es una heroína feminista, porque se sabe que fue utilizada y cosificada durante toda su vida y que nada de lo que hizo entraba dentro de lo que quería hacer. Marilyn era una esclava de su tiempo, de su imagen y de los hombres que la consumieron. Pero Ava Gardner, amigos, era dueña de sí misma. Si se puede admirar y se admira a Simone De Beauvoir por la creación de preceptos y la divulgación de premisas conceptuales para la propagación del movimiento; por lo que tiene de activista y constructivo intelectual, claro, creo que también se debe admirar a alguien por su valentía al exhibir su alegría de vivir aún a pesar de los crueles juicios y prejuicios de la sociedad ante la que se presenta. Porque un modelo de mujer así: una persona que hace lo que quiere hacer, aunque se ponga laca en el pelo, use push up y se ría echando la cabeza hacia atrás con un vestidazo, y lo que quiera hacer sea irse de cachondeo por Madrid, pone también su buena parte de transgresión en todo este asunto del ser una mujer. Porque al final, y siempre, es una cuestión de libertad para elegir.

Por todo eso y porque estoy de subidón, me parece exactamente igual de bien el discurso de Frances McDormand en los Oscar, haciendo levantar a todas las nominadas, que ver a Jennifer Lawrence saltando butacas, arremangándose el vestido dorado, con una copa de vino en la mano, en plan: “Mira, mundo, ¿sabes por dónde me paso lo que pienses de mí? Por la vagina, ¡me lo paso por la VAGINA!”.

 

Pedir permiso para tocar una teta

El domingo me desperté sudada, ansiosa y desnuda después de tener una pesadilla de balneario. ¿Parece divertido e interesante? No lo es. Las pesadillas de balneario son las peores. Son pegajosas, agobiantes y huelen raro; algo parecido a una peli antigua de Polanski. Y sólo se pueden conseguir cenando patatas grasientas y vermú con kas naranja.

Me desperté como digo, así, sintiéndome muy poco atractiva, muy desmejorada y terriblemente abatida. Había quedado más tarde y aún me lamenté más por mi mala suerte. Porque una se puede sentir un horror un domingo si está sola en casa viendo películas de Seth Rogen y comiendo encurtidos con batido de chocolate y sí, claro, pensando muchísimo en la muerte; pero no hay manera de llevarlo bien si has quedado con alguien que te cae bien y vas a ir a un sitio bonito a comer cocotxas. Es como tener diarrea el día de Reyes.

Total, que salí de la ducha, me disfracé un poco de mujer contenta y empecé a recibir una batería inusitada de mensajes de texto. ¿Tan complicado es escribir un párrafo consistente e ininterrumpido? ¿Tanto? Miré la pantalla con irritación y antipatía preventiva. Se trataba de Linus -nombre ficticio ridículo que le voy a dar en lo sucesivo a este magnífico personaje de mi vida pasada y que espero se pronuncie “Lainus”, para que no pierda la fuerza que merece-.

Conocí a Linus el verano de 2011. Era un tío bastante guapo, ciertamente pijo, extraordinariamente entusiasta y valenciano. Tuvimos unas cuantas citas de corte romántico. O sea, de cenar, mirarse a los ojos y que te acaricien la mano. A mí me parecía un tío muy divertido porque sabía imitar el alemán con fluidez y resultaba francamente vehemente y cómico. Una vez cocinó para mí -algo así amarillo con pimientos que estaba bastante rico- y me acercaba a muchos sitios en moto -cosa que en Barcelona era glorioso-. Así que, bueno, apriorísticamente resultaba prometedor. Un día se me ocurrió llevarlo a cenar al piso donde hacíamos las bacanales del saturday night y presentarle a mis amigos. Antes de haber tenido relaciones físicas ¿eh? (¡fiuf!) Cosa que, por descontado, me inquietaba un poco. Habíamos visto ópera en la calle e ido a un museo y al supermercado juntos y creo que tras unas nueve citas nos habíamos dado un solo beso. Un beso excesivamente celebrado, por otro lado. Más celebrado que vivido, de hecho. Un beso como el propio existir, vaya.

Total, que después de la cena y las presentaciones Linus y su inherente histrionismo se elevaron al cubo. Supongo que en el siglo XXI llevar a cenar con tus amigos a un chico con el que te has dado un beso y que te ha mirado a los ojos cogiéndote la mano en varios restaurantes de comida étnica, es algo que se identifica con un noviazgo formal. El caso es que aquel chico era una fiesta, un huracán de confeti figurado, un Alec Baldwyn en Friends, un pesado insufrible del carajo que no paraba de declarar su afecto y su alegría por haberme encontrado en este mundo, cada dos puñeteros minutos. Esto que cuento, que puede parecer halagador, cuando se convierte en una matraca constante es bastante parecido al infierno.

Yo, que en aquella época era muy práctica, le sugerí que nos fuésemos a dormir a su casa. A ver si el sexo acababa con el festival. (Sí, a ver si se callaba la puta boca). Lo cierto, es que llegamos a su casa y enmudeció. Estuvo bastante raro y lacónico y al cabo de unos instantes, muy serio, me miró y me dijo: “Oye, Marta, ¿te podría tocar una teta?”.

Fue algo fascinante y terrorífico. Me entró la risa nerviosa y cuando conseguí calmarme, le dije: “No, Linus, no, no puedes tocarme una teta, no”. Aun así, estaba tan cansada que me quedé a dormir. (Tan cansada que no me daba miedo morir.)

Por supuesto, no hubo ni el más remoto conato erótico. Al día siguiente, durante el desayuno, Linus volvió a su antecedente estado de euforia patológica y me introdujo con bastante seriedad -como si hubiese estado macerando y elaborando bien el asunto durante bastante tiempo- la propuesta de irnos a vivir juntos a un piso en Hospitalet de Llobregat. “Linus, querido, no puedes pedirle a alguien que te deje tocarle la teta y al cabo de unas horas sugerir que os mudéis juntos.« (¡Y menos aún a Hospitalet, joder!). Y me fui de allí como alma que lleva el diablo. Después de comerme el croissant, quiero decir.

Di largas a Linus inmediatamente después de aquello. Y él se tiró meses dando por culo. Daba vueltas en moto alrededor de mi casa y me pedía que bajase a hablar con él, que quería explicarme que no era un loco. Acosaba a mis amigos por redes sociales para explicarles que él no era un loco y pedirles que me convencieran de que no era un loco. Cada cosa que hacía para intentar impugnar la idea de su locura, consolidaba aún más su estatus de auténtica regadera.

Linus no dejó de escribirme durante bastante tiempo con regularidad trimestral y de buen rollo. Paró un rato cuando le dije que estaba viviendo en Turquía. Y otro ratito más largo, el año pasado, cuando me comentó que se había casado. Pero el domingo ahí estaba, otra vez. Linus, con su foto de perfil de guaperas feliciano recién invitado a una puesta de largo. Diciéndome que a lo mejor se acercaba a León a invitarme a unas cañas. Que tenía ganas de verme. (Seis años y medio, ¿eh? Seis años y medio.)

Siempre he pensado que Linus, en efecto, no era una persona cuerda. Sin embargo, el otro día, quizás por mi estado de ánimo nefasto, consideré la posibilidad de que al pobre Linus simplemente yo le había caído en gracia y no estaba acostumbrado al rechazo. Quizás a Linus siempre le compraron todos los juguetes que pedía por Navidad. Puede ser que la burbuja de vie en rose en la que estaba acostumbrado a vivir Linus chocase contra el iceberg de mi indiferencia y fracturase para siempre el casco que protegía su ego impoluto y sobrealimentado durante lustros de aceptación. Y lo confundió con amor, claro. (Porque estamos todos muy trastornados, la verdad.)

Y pensé, amargamente, en las cosas buenas que tenía, en lo divertido que era estar con él y en lo generoso que había sido, en realidad. Y me dije: “Sí, sí… pero, ¡era un puto fan! Y tú a un fan no te lo quedas. A no ser que seas Mick Jagger o Bisbal. Y tú no eres ni Mick Jagger ni Bisbal, tía.”

Después de eso, recordé todas las veces en las que yo he sido un poco Linus (a veces muy Linus, incluso) y me he visto a mí misma del mismo modo en que veía yo a ese pobre zumbado narcisista. Y he visto el abismo, al mirarme, en los ojos de mis amantes potenciales truncados. Y, ah, cuán luctuoso* ha sido…

El caso, amigos, es que no hay manera de batallar la posición de grupie. Una vez que se te concede la etiqueta es irreversible. Hagas lo que hagas todo será interpretado como un rasgo de demencia obsesiva. Da igual el tiempo que pase, los logros de tu vida, el prestigio social que acumules, la confianza real que ganes en ti mismo o, incluso, lo feliz que llegues a ser. A los ojos de la persona ante la cual en algún momento te postraste como vasallo, siempre serás eso y pensará que toda tu vida no es más que un teatrillo llamativo diseñado para intentar captar su atención. Vamos, eso es lo que yo pienso de Linus, así que lo puedo extrapolar a cualquier otra situación análoga de la existencia de todo ser humano ajeno a mí, porque es completamente justo y razonable, ¿no?

Total, que aquel día quedé para comer y bebí whisky hasta quedarme ciega. ¿Quién me puede culpar? ¿Quién me puede decir que no hiciera un Linus ese mismo día? ¡Quién, por favor!

*Nota: Esta palabra, “luctuoso”, es para mi amiga María R.S., creo que te gustará casi tanto como “inane” y “parco”. ¡Besitos!