La polla más larga del mundo

Enamorarse nunca fue tan improbable como en 2018. Existen tantas actividades para perder el tiempo y es tan fácil hacerlas. Hay tal diversidad de especímenes humanos con los que pasearse por bares y a los que frotar los genitales cual lámpara mágica, que la sola idea de una relación afectiva estable y comprometida se convierte a los ojos de cualquiera que sepa divertirse, en un sepulcro de tedio donde la rancia monogamia se antoja dolorosa como una trepanación y quererse en condiciones es la antítesis de lo cool. Ya no se puede amar como lo hacían Cleopatra y Marco Antonio, hasta el suicidio más sofisticado, o Juana de Arco a Dios, quemadita viva. Eso son horteradas afectadas que no van a ningún lado ni como conversación de gastrobar. Ahora, queridos, tenemos la piel muy fina y somos adolescentes hasta los cuarenta y cinco. Podemos pedir lo que queramos, en el momento que queramos y recibir algo casi parecido a lo que deseábamos en un principio, ya sea sushi del japo del final de la calle, un tetrabrik ecológico de zumo détox a las tres de la madrugada a través de Glovo (que hay que ser bastardo) o un coito súbito concertado en menos de un minuto por Tinder y consumado en los baños de uno de esos bares en los que antes se jugaba al mus y ahora los chinos han tomado sirviendo eficientes carajillos que pronuncian “claguilios” con muchísima ternura involuntaria.

Además, ¿quién va a querer amor cuando puede tener mojo? Ese magnífico atributo nacido del imaginario de Austin Powers que se define popularmente como la cualidad que hace que la gente se sienta atraída por ti y que paralelamente te proporciona éxito y te llena de energía vital. El ginseng de los treintañeros: el mojo. Una droga natural y legal, pero no menos peligrosa que la heroína, cuya apropiación se ha convertido en el leit motiv de cualquiera que se relacione en sociedad y posea un mínimo de narcisismo. Y, admitámoslo, ahora el más humilde de tu grupo de amigos alimañas tiene el ego tres veces más estimulado que Cristiano Ronaldo. Son malos tiempos para el comedimiento y para un solo peinado.

Porque todo sigue siendo un pulso de poder desde que se inventó la agricultura y a alguien se le ocurrió poner una tapia a un cacho de campo de trigo ancestral. Batallas por la supremacía en pro de hacerse con gigantescas plantaciones de futuro All-Bran, ¿eh? No se molestaron demasiado con el Macguffin, la verdad. Tampoco importa, porque nunca lo ha hecho, lo que vayas a conseguir en la conquista de nuevas tierras. Lo único que realmente motiva tanto a las masas como a los líderes, es la constatación de superioridad frente al foráneo. Así que lo mismo da pensar en Alejandro Magno adentrándose en el imperio persa para dominarlo, que imaginar a un sátiro veinteañero de barrio, grabando un vídeo de sus abdominales tallados y usándolo como caballo de Troya para adentrarse en la lista de contactos y posteriormente en la vagina o el ano del receptor ávido de ser colonizado durante al menos un par de horas, que se encuentra al otro lado de la línea y a una vuelta de la esquina.

Todo se ha convertido en política sexual y ahora el inicio de una relación se parece más al proceso de selección de Google que a la pasión kamikaze del amor como vicio, del clítoris hinchadito que describía el Marqués de Sade en las obras de su séptica, pero mucho menos promiscua, época. A los cinco minutos de una conversación en una cita propiciada por una plataforma del fornicio cualquiera, si ninguno de los dos oponentes ha decidido abandonar la estancia por fotogenia cruelmente engañosa de una de las partes, lo más probable es que ya tengáis las pollas* posadas sobre la mesa concentrándoos muy fuertemente en la propia, para conseguir presentarla como la más larga, la más dura, la más palpitante, la que más brilla. Medirse las pollas* es a las relaciones del siglo XXI lo que conocer a la familia del otro fue para los novios de la década de los noventa del siglo XX: un trance incómodo pero inevitable.

Nos esforzamos tanto por demostrar al contrario que somos lo suficientemente buenos para estar con quien nos de la real gana, para evitar ser rechazados. Como en la fábula de la zorra y las uvas. Es un juego peligroso y ocasionalmente embarazoso ese de hacer de uno mismo el producto más atractivo y demandado en el mercado, especialmente porque los dos rivales son simultáneamente comprador y vendedor, de tal forma y manera, que el derroche de recursos es inane. Sin embargo, si hay algo que le pone cachondo a cualquiera es la inaccesibilidad -característica que explica que alguien como Ryan Gosling sea un sex symbol; que es muy complicado conseguir su teléfono-. Si sientes que no puedes tenerlo, lo desearás el triple.

Así, nos encontramos cada vez más a menudo con un tipo de persona en ambos géneros sexuales: los y las Bruce Willis de la vida. Me refiero a esas gentes emocionalmente inaccesibles, que llevan secretamente a gala su incapacidad para el compromiso y están tan ensimismados, tan dentro de sí, intentando demostrar permanentemente que son mejores y tienen la polla* más larga que nadie, que no se paran jamás a mirar a su alrededor y cuando se quieren dar cuenta de la realidad, resulta que ya están muertos. Como Bruce en El sexto sentido, pero en vez de con un niño médium, con una app de ligar de intercesor.

La querencia por ser admirado perpetua y consecutivamente, la obsesión de ser permanentemente reafirmado por otros para creer que somos más inteligentes, más guapos y que olemos mejor que el resto, se ha convertido en una enfermedad endémica de nuestro tiempo cuya cepa se ha reforzado y mutado gracias a la cultura de la inmediatez, del sexo exprés y de la televisión a la carta, ¡de la vida a la carta! Hoy atesoramos citas con desconocidos con la misma ansiedad que hace cinco años nos pasábamos horas jugando al Candy crush y con exacta repercusión en nuestro crecimiento personal. Seguimos deslizando el dedo por la superficie del smartphone para hacer línea y que esta se desvanezca en una explosión de luz, color y satisfacción, de orgasmito de mierda, mientras no ganamos más que puntos vacíos y la acumulación de pantallas superadas identificadas con un número y poco más. No tiene nada de delicious.

El Candy Crush se actualizaba semanalmente con paquetes de treinta o cincuenta pantallas más para aquellos que ya eran yonquis del videojuego, creando el mismo efecto que en el final de El mago de Oz cuando Dorothy está intentando regresar a casa y al avistarla en el horizonte y caminar en dirección a ella, ésta se aleja más y más a cada paso, de modo que la meta resulta inalcanzable. Esa sensación de frustración, de no ver el final ni el sentido, se extrapola hoy a las páginas de contacto: el videojuego más adictivo, interactivo y prolífico del mundo, que tampoco se acaba nunca.

Si no tenemos ni energía para programar una alarma manualmente y preferimos que Siri lo haga por nosotros, demostrando la clase de seres tiranos, caprichosos, perezosos y cabronazos autocomplacientes que somos en el fondo ¿cómo vamos a poder tolerar jamás que nuestra pareja haga caca? Tenemos el autoconcepto más estropeado que Enrique VIII y creemos, porque nuestro hábitat programado y ajustado a nuestras necesidades nos lo confirma a diario, que todo lo que nos rodea está ahí para servirnos y satisfacernos. Nos hacemos más individualistas y a la vez más hambrientos de la pertenencia a un grupo, mientras nos convertimos en compañeros deficientes. Gracias a Tinder, dos son multitud.

Conozco gente que no ha tenido un segundo encuentro con alguien de una red de contactos porque en la primera cita a su acompañante se le escapó un carraspeo que sonaba como un eructo; tenía la cara de su abuelo tatuada en la mejilla y más tarde, al finalizar el coito, el tipo la abrazó y le susurró te quiero al oído llamándole además “Clarice”. Que ya ves tú.

Es posible que el egoísmo extremo de anteponer nuestras pulsiones personales y nuestra autorrealización al conocimiento y compromiso de relacionarnos íntimamente con otro ser humano, sea lo que al fin acabe con nosotros, lo que extinga la raza humana de una vez por todas. Ay, ¡sí, por favor! Pero de momento nos quedará bailar break dance a lo Joaquin Phoenix abrazados al iPhone mientras proyectamos nuestra personalidad, sin llegar a escuchar nunca con intención de entender ni una sola palabra del otro lado. Y acabar creyendo que sabemos algo de alguien, cuando lo único a lo que podemos aspirar es a enamorarnos de nosotros mismos que, aunque no nos conozcamos demasiado bien, estamos seguros de poseer la más larga, la más dura, la más palpitante y la que más brilla de todas las pollas* del mundo.

 

*Todas las pollas aparecidas en este artículo han sido figuradas. Y super bonitas, te lo juro.

 

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