Del aerobic y de quemar sujetadores

El final de la década de los sesenta está marcado por la revolución cultural. Martin Luther King lidera el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos, el hombre pisa la luna por primera vez en 1969 y comienza el movimiento de liberación de las mujeres que funda varias organizaciones feministas por todo el país. Es concretamente en 1967 cuando un grupo de mujeres forman el New York Radical Women y crean un evento llamado “el entierro de la feminidad tradicional”. Un año después, durante la celebración de Miss América en Nueva Jersey, desarrollaron un acto de protesta cuyo centro más llamativo fue la colocación de un gran cubo de basura en medio de una plaza donde todas las asistentes fueron depositando lo que denominaban “instrumentos de tortura”, esto es: zapatos de tacón de aguja, rulos del pelo, pestañas postizas, fajas y, por supuesto, sujetadores.

Sissy Spacek cubriéndose la cabeza just in case

              La estética femenina en estos años es, por tanto, también muy revolucionaria. El pelo suelto es lo más habitual, se lleva muy largo, por norma general rizado o con ondas, aunque también lacio. Las mujeres de raza negra solían llevar el cabello a lo afro, muy rizado y voluminoso. El maquillaje se vuelve más accesible para su compra habitual y se extiende su uso doméstico, aunque fundamentalmente se maquillan los ojos con línea negra y los labios con tonos naturales. La piel se deja tal cual. Un cutis con pecas y pequeñas manchas resulta más refrescante y preferible que la hasta entonces tez perlada sin mácula.

              Se lleva la delgadez y la complexión desgarbada. Poco pecho y líneas rectas. Mujeres como Sissy Spacek o Diane Keaton, flacas, con poco volumen de pecho y ligeramente encorvadas, son iconos de esta época puesto que destilan un estilo propio y personal que parece estar dictado por su propio deseo y no con un mercantilista afán de seducción del género masculino. El estilo de vestir se politiza, llevar trajes de caballero desaliñados como Diane Keaton en Annie Hall” (1977) es ser “progre”.

Diane Keaton, muerta de risa sin sujetador.

              Jane Fonda, que a mediados de la década de los sesenta se vuelve activista política en contra de la guerra de Vietnam y que también se posiciona como simpatizante del movimiento feminista, había tenido una relación sentimental y profesional con Roger Vadim, creador del estilo de Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer (1955) y que tanto a Fonda como a Catherine Deneuve les había colocado el consabido eyeliner felino y la melena rubio y voluminosa cardada por encima del flequillo savage, como clonando a su ex. En Barbarella”, Jane Fonda aparecía como una muñeca sexy de curvas marcadas con un corsé imposible, flotando en el aire por la ingravidez del espacio y quitándose la ropa en los primeros minutos de película. Otro estriptis famoso y muchísimo más gratuito que el de Marlene Dietrich quitándose el traje de gorila o Rita Hayworth deshaciéndose del guante de su Gilda” maldita.

              Sin embargo, Jane Fonda, no comulgó demasiado tiempo con el estereotipo de objeto sexual y es un perfecto reflejo de la época a la que pertenece. Los sesenta y los setenta fueron una revolución, un constante cambio en el pensamiento y las costumbres que conllevaron una reinvención permanente del propio yo. La Fonda se cortó el pelo al estilo Klute” (uno de sus éxitos cinematográficos en los setenta), con una media melena denominada shag, que representaba bien el estilo de la mujer de la época; una especie de reinvención de la flapper de medio siglo atrás: soltera, trabajadora y sexualmente liberada.

              Sólo una década después de hacerse fotos junto a varios soldados y una batería antiaérea que los norvietnamitas usaban para derribar los aviones estadounidenses, Jane Fonda dio una nueva lección de punto de giro argumental inesperado cuando sacó a la venta el que sería el primer y más exitoso vídeo de gimnasia para mujeres. No en vano, existe un tipo de flexión lateral bautizada con su nombre, con el cuerpo completamente recostado sobre un lado, el brazo libre colocado en jarra sobre la cintura y la elevación de la pierna completamente estirada en varias repeticiones, como haciendo un efecto de tijera que se abre y se cierra. En los ochenta nace la filia por el ejercicio aeróbico y todos los cuerpos lánguidos y delgados que sostenían su figura sobre una alimentación escasa o el ayuno voluntario repetido se convierten en estructuras atléticas, donde prima el tono muscular y la forma torneada de los músculos. Estar en forma es una obligación ligada directamente a la estética y a la conservación de la belleza. Jane Fonda a sus ochenta y dos años, cirugías aparte, es la prueba viva de que el ejercicio físico funciona, puesto que aún goza de una gracilidad de movimientos y de una forma que muchas jovencitas sabáticas envidiarían para sí.

Farra Fawcett, que debió desarrollar bruxismo debido a su sonrisa sempiterna y apretadita.

Mención especial a Farraw Fawcett, que además de inspirar su propia versión en Barbie, fue una de las primeras actrices de televisión que trascendieron en la gran pantalla y representa mejor la transición entre los setenta y los ochenta que el mismísimo Studio 54.

Lo que el porno le debe a Brigitte Bardot y la influencia de Europa en Hollywood.

Primero en Italia, con el neorrealismo y un poco más tarde en Francia con la revolución visual de la Nouvelle Vague, a las órdenes de grandes directores de cine como Federico Fellini o Jean-Luc Godard, trabajaban otras divas quizás más terrenales, bastante peculiares y nada encorsetadas por el sistema de estudios de USA. Eran Sophia Loren, Brigitte Bardot, Catherine Deneuve, Claudia Cardinale o Gina Lollobrigida, por ejemplo. Todas ellas exportadas a un Hollywood hambriento de acento europeo.

Claudia Cardinale más cómoda en un set de rodaje que en un Spa.

              Sophia Loren es de formas tan rotundas como Marilyn o incluso más, representando el erotismo y el temperamento, como si produjera más estrógenos que nadie. Racial, morena tanto de cabello como de tez, con la boca enorme, de carcajada fácil y descarada, los ojos verdes y almendrados y los pómulos muy marcados y elevados, su belleza es más salvaje y mundana. Sin remilgos ni sublimaciones. Representa a una mujer real que fascina por su arrojo y su fuerza, frente a ese glamour antinatural e impostado de las chicas que consideran a los diamantes su mejor amigo. Sophia es una fantasía sexual ambulante pero que, paradójicamente y debido a la influencia de la educación cristiana y tradicional de su Italia natal, en realidad es “muy decente”. Aunque es arrolladoramente atractiva y emana sexo a cada zancada, debe quedar permanentemente claro que, de relaciones extramaritales, ni un pellizco, amico. En la misma línea su paisana Claudia Cardinale, también morena, con sus pestañas postizas muy espesas, su picardía y sus formas mamarias voluminosas es igualmente un “mírame, pero no me toques”. Son representantes de la doble moral cristiana de su tiempo -todo un tema recurrente en el neorrealismo-. Aunque por fin parece que las mujeres pueden ser humanas y valerse por sí mismas – con entidad propia fuera del mero adorno, recompensa del protagonista o del patético rol de dama en apuros – siguen recurriendo a la provocación sexual y dado que no se les permite tomar decisiones libremente, se van a la cama solas a no ser que haya una hincada de rodilla mediante.

Sophia no fue nunca a one night thing, nene

              Con las francesas, sin embargo, la cosa cambia un poco. Brigitte Bardot puso de moda el pelo cardado y el flequillo savage que se consigue cortando el pelo en forma de uve invertida desde el centro hasta los extremos, enmarcando los ojos. Este estilo es tan polivalente, en el sentido de que resulta favorecedor para casi cualquier tipo de rostro, que aún en la actualidad se ve en pasarelas y alfombras rojas de todo el mundo. Pero lo que también consiguió popularizar fueron los desnudos parciales y la libertad sexual a nivel de exhibición. En los primeros minutos de “Le mepris” (El desprecio, 1963) la actriz sale tumbada boca abajo en la cama junto a Michel Piccoli, su compañero de reparto, completamente desnuda, preguntándole a éste por lo que opina sobre cada una de las partes de su cuerpo reflejadas en un espejo situado en el techo. Brigitte Bardot, con su pelo largo y rubio, sus labios gruesos, sus ojos felinos redibujados con el eyeliner intensificado por un mayor grosor y prolongación de la cola, su mandíbula cuadrada y sus pómulos orgullosos, con ese gesto permanente de aburrimiento a punto del resoplido, posee una imagen tan poderosa e influyente en nuestro tiempo, tan extraordinariamente sexual, que la industria de la pornografía mainstream debería pagarle royalties por haber inspirado la base del modelo ideal de mujer deseable universal. Aunque por supuesto la reproducción del tipo se ha ido transformando hasta la degeneración y la chabacanería, la influencia es notable. Otros iconos posteriores como Kim Basinger, Claudia Schiffer o Pamela Anderson, se inspiraron directamente en esta mujer para componer su imagen.

Bridgitte Bardot y sí, eso es un pezón.

              Quentin Tarantino escribió el guión de “Pulp Fiction” incluyendo guiños – a veces plagios descarados-  a varios de sus directores favoritos. Por ejemplo, el personaje interpretado por Uma Thurman, la inolvidable Mia Wallace, lleva un corte de pelo muy parecido y, en general, una actitud calcada a la de Anna Karina, musa de Godard, en la mayoría de sus películas; muy particularmente en “Vivre sa vie”. Esta actriz danesa fue  una transición a la modernidad. En realidad, se llamaba Hanne Karin, pero cuando se presentó así ante Coco Chanel, ésta la rebautizó con un nombre más asequible y fácil de pronunciar, sabedora del gran potencial de la chica como modelo. Su estilo era sencillo, sin grandes artificios, pero bastante elegante; se podría decir que incluso intelectual. Llevaba el pelo largo, generalmente, pero no particularmente arreglado, con el flequillo más bien recto. Abusaba, como buena representante de los sesenta, del cat eye, al igual que la Bardot, línea del ojo gruesa y con cola, además de las pestañas postizas. Por lo demás utilizaba poco maquillaje y tonos naturales o nude en colorete y labial. Anna ha inspirado a actrices de la actualidad como Zooey Deschanel y podría ser por derecho propio la representante ancestral del estilo hípster femenino. Porque, ya sabes: “old is new”.

Anna Karina tan moderna en 1964 como hace quince minutos.

La dieta de los bulbos de tulipán o de repente: Audrey Hepburn.

Y en medio de todos estos cuerpos con forma de guitarra, entre tanto trasero prominente, pechos gigantescos y contoneos de merengue, irrumpe una joven escuálida como una suerte de anacronismo. De origen belga, fue descubierta por la escritora Colette cuando rodaba una pequeña película en Montecarlo y la contrató para protagonizar en Broadway su obra de teatro “Gigi”. Audrey Hepburn iba a ser bailarina, pero se quedó en el camino por ser demasiado alta para la gracilidad, sin embargo, su cuerpo era exactamente idéntico al de una atleta de gimnasia rítmica. Tenía el torso liso, con un pecho escasísimo, casi puberal, el escote huesudo con las clavículas muy marcadas, el cuello largo y esbelto, la cintura estrecha, sí, pero con unas caderas que se marcaban porque la piel se pegaba a la parte saliente de los extremos de los huesos y no porque se acolchasen con un átomo miserable de grasa. Su cara era francamente llamativa, pero tampoco encajaba con lo que entonces seducía al público. Todos los rasgos -ojos, nariz y boca- eran demasiado grandes y la mandíbula muy cuadrada y angulosa no hacía juego con la generalidad de rostros ovalados o triangulares que tanto predominaban entre sus compañeras de profesión.

Audrey Hepburn con el aura impoluta de alguien que no sabe ni lo que es un bollicao.

              Sin embargo, Audrey Hepburn se convirtió en una de las celebridades más importantes del siglo y lo hizo muy pronto y rápidamente, desde el estreno de Vacaciones en Roma” en 1953. Más adelante y con ayuda de un entonces novato diseñador de vestuario: Hubert de Givenchy, alcanzó una posición privilegiada en la lista de los iconos de la moda en toda su historia. La otra Hepburn, como la llamaban algunos despectivamente y en favor de la entonces más respetada Katharine, debía su extrema delgadez a un problema de raquitismo adquirido durante su última época de crecimiento en la adolescencia, que coincidió fatídicamente con la segunda guerra mundial. Audrey tuvo que alimentarse con bulbos de tulipán para poder sobrevivir en aquellos tiempos de miseria, de ahí que su desarrollo no se completase y luciese siempre esa figura de eterna adolescente. Su estilo de belleza ha funcionado como una especie de mutación afortunada, de aquellas que sobreviven y perduran en el tiempo y que en su momento también resultó un soplo de aire fresco entre tanta curva mareante. Actualmente, su estilo sigue siendo imitado y su elegancia es indiscutible y atemporal.

              Desde Natalie Portman a Rooney Mara pasando por Keira Knightley, Lilly Collins o incluso su tocaya Audrey Tautou, la lista de mujeres y referentes de nuestros días que han tirado de imitaciones de la protagonista de «Sabrina» es interminable.

              Entre sus contemporáneas y dentro de un estilo más en la línea editorial de virgen hasta el matrimonio, habría que destacar muy particularmente a dos de las actrices fetiche de Alfred Hitchcock: Grace Kelly e Ingrid Bergman. La primera ya se movía como si tuviera un título nobiliario mucho antes de agenciarse un pisito en Mónaco y la segunda, aunque bastante apartada de la farándula del star-system sí tuvo una fuerte influencia en el conducir de las mujeres de su época. Ingrid Bergman, fue una de las primeras estrellas de la pantalla que siguió llenando salas de cine pasados los cuarenta y supo reinventarse a sí misma a lo largo de su carrera pasando de Hollywood al neorrealismo italiano con la naturalidad de un bostezo.

Ingrid Bergman pensando «mira, lo del rimmel todavía tiene un pase, pero este carmín de mamarracho me empequeñece.»

              Ingrid Bergman, sueca emigrada, no destacó jamás por una figura voluptuosa. De hecho, era más bien robusta y ancha, cercana al estilo de sus colegas de décadas predecesoras, y disimulaba su ausencia de esbeltez con el uso habitual de trajes de chaqueta. Tenía un estilo bastante sobrio en su indumentaria, que dejaba un claro protagonismo a unos rasgos dulces, con un maquillaje muy suave, sin apenas adornos. Era las antípodas de cualquier starlette de los cincuenta y representa la naturalidad y la fidelidad al propio estilo como claves para que el contraste con el envejecimiento no se haga devastador. No en vano, Bergman ganó dos de sus tres premios Oscar a los 41 (en 1957 por “Anastasia”) y 60 años (por “Asesinato en el Orient Express”), respectivamente. Podemos tomarla como ejemplo de muchas cosas, pero en este caso, por ser la reina sabiendo ocultar lo que no se debe ver -un buen uso de la faja- y por la práctica del maquillaje para que parezca que no vas maquillada -el triunfo de los colores nude como reivindicación de las bondades genéticas subrayadas únicamente con un poco de gloss-.

Celulitis, celuloide y rinoplastia: El consumismo las prefiere rubias.

Marilyn jugando consigo misma a la señorita Pepis hasta límites insospechados.

Tras la Segunda Guerra Mundial, EEUU y la Unión Soviética se erigen como las dos grandes potencias vencedoras. Debido al rápido desarrollo industrial, en América se inicia un nuevo fenómeno que marcará por completo la vida de la gente hasta la actualidad: el consumismo. Son tiempos de riqueza, bonanza económica y coca cola. Elvis es el cantante de moda y se escucha rock and roll en todas partes. Comienza la era del bienestar y, paralelamente, la carrera de USA por competir contra la URSS por la hegemonía mundial, intensificada con la guerra de Corea y a la que sucedería posteriormente la guerra fría. Serán tiempos tumultuosos, de agitación ideológica y de grandes transformaciones del pensamiento debido al liberalismo y el crecimiento de las desigualdades económicas en el mundo. La mujer es protagonista de sustanciales cambios y la influencia de Europa en Hollywood afecta significativamente a la imagen de las estrellas.

            Verano de 1955, Billy Wilder rueda «La tentación vive arriba«. Sam Shaw, el foto-fija del film, le sugiere que utilicen el mismo concepto de una portada de revista que él mismo había realizado diez años antes –donde a una chica se le levantaba la falda a causa de un torbellino de aire– para representar la sensación de calor neoyorquino de esa estación. Marilyn Monroe levaba puesto un vestido blanco de tirantes, con escote en cuello de pico y una falda de mucho vuelo. La idea era que se situase encima de una rejilla del metro y esperase a que pasase un tren para aprovechar el soplo de aire producido por el mismo al desplazarse a gran velocidad por debajo. La escena en cuestión se grabó en un exterior del Nueva York auténtico, en la avenida Lexington. Fue tal la cantidad de gente que se agolpó entorno al equipo de grabación para ver en vivo y en directo la imagen en cuestión y concretamente la braguitas de Marilyn, que tuvieron que repetir la secuencia en un decorado que reprodujera todos los elementos urbanos, ya que el sonido de la grabación en exteriores había quedado inservible por la saturación de expresiones de asombro, gritos de júbilo y lascivia festiva.

Marilyn Monroe mostrando atributos en una época en la que podías comer donuts con regularidad sin remordimientos, pero en la que penosamente tenías el mismo valor que uno.

              Norma Jean Baker fue la creadora de Marilyn Monroe, el icono pop y sex symbol por excelencia del siglo pasado. Se han derramado ríos de tinta respecto a la compleja personalidad del ser humano tras la figura pública, pero en cuanto a lo que nos ocupa se conoce, a través de los historiales médicos de la actriz, que se practicó dos operaciones de cirugía estética antes de convertirse en un mito. Una rinoplastia, no demasiado drástica en la que no llegaron a tocar tabique y se limitaron a redibujarla para hacerla más pequeña y respingona y un injerto de cartílago en el mentón para cambiar la forma demasiado redonda de su cara y agregar algo de ángulo que consiguiese un efecto más estilizado y afilado del rostro, frente a su tendencia natural un tanto aniñada de mofletes infantiles. Se especula con la posibilidad de haberse sometido además a una blefaroplastia o cirugía palpebral, esto es, un recorte de tejido sobrante del párpado para despertar la mirada y agrandar los ojos. Lo cierto es que contrastando sus fotos como modelo a finales de los años cuarenta frente a cualquier sesión con Milton Green en pleno apogeo de su carrera, se aprecian cambios notables en la mirada que no habrían sido posibles ni con el mejor diseñador de cejas del mundo.

              La estética de Marilyn, en cualquier caso, se basa sustancialmente en la composición de su estilo; jugando su cuerpo un papel esencial. Es el símbolo sexual por antonomasia: pecho abundante y firme, siempre remarcado con escotes extremos, relleno, corsé elevador e iluminador sobre el canalillo. La cintura estrechísima en favor de marcar la curva de las caderas. Si bien no se puede decir que Marilyn Monroe descuidara su cuerpo, está claro que no hacía mucho fitness ni tampoco llevaba una dieta rigurosa. No destacan únicamente las líneas de las caderas y los glúteos si no también una incipiente barriguilla en el bajo vientre. De hecho, debido también a sus múltiples crisis emocionales, tenía serios desórdenes alimenticios que se reflejaban en notables y habituales oscilaciones de peso. En cuanto a sus rasgos, aparte de los retoques con bisturí, cabe destacar una boca sensual y carnosa, maquillada con colores muy vivos, brillantes y rojos. En el maquillaje de los ojos se aprecia un cambio importante: el eyeliner. La línea superior tiene forma rasgada y ascendente en el extremo y las sombras sobre el párpado móvil son siempre de color blanco nacarado, el ya mencionado ojo de Greta Garbo.

              La exuberancia y los signos estéticos de fertilidad y feminidad son lo que prima en los años cincuenta. Marilyn se convierte en una marca tan rentable y popular a nivel mundial que no tardan en salirle imitadoras a raudales. La más famosa de todas, Jayne Mansfield, se antoja como una versión hipertrofiada de su referencia. Las proporciones de su cuerpo, pecho, cintura y caderas son una reproducción a escala de las de un reloj de arena. Los labios aún más gruesos y la melena aún más dorada. Todo llevado al exceso hasta la parodia.

Jayne Mansfield dando una nueva dimensión a la expresión «pasarse de rosca».

              Entre las brunettes, reina Elizabeth Taylor, que pasa de actriz infantil consorte de Lassie (“La cadena invisible”), a adolescente candorosa de belleza un tanto exótica debido a sus llamativos ojos de un imposible color violeta. Llevaba las cejas negras y tupidas pero muy bien definidas y angulosas. Por entonces, para darles más consistencia y grosor, solían aplicarse jabón con una brocha, las frotaban para empaparlas bien y luego se las cepillaban de nuevo peinándolas con la forma deseada. También se debe destacar su cutis privilegiado por uniforme y limpio, sin mácula, conseguido a fuerza de huir del sol y con los consiguientes lavados de cara en agua helada. Por otro lado, Liz Taylor es otro ejemplo, junto con Kim Novak o Lana Turner de que tener un cuerpo bien esculpido y tonificado no era necesario mientras llenases el sujetador y te apretases bien el corsé en la cintura. No existe en la época información sobre hábitos alimenticios saludables con repercusiones favorables sobre el aspecto físico. Si se pasaban con la bollería industrial lo compensaban con ayunos puntuales y proporcionales al desliz hiperglucémico.

Elizabeth Taylor mirándote como si no valieses nada; un truco arriesgado pero muy efectivo en su caso.

              Hay un cuidado sumo sobre el pelo. Los elaborados peinados de los años cincuenta requerían de un cabello moldeable y fuerte que además debía brillar para destacar las ondas y los cambios de tono que lo hacían tan dinámico y sensual, como un aviso del resto de curvas que se avecinaban de cuello para abajo. Una de las prácticas habituales era aplicar mascarillas de miel, dejarlas reposar y aclarar al cabo de unos minutos. Proporcionaban una gran hidratación al pelo y lo dejaban muy brillante. Y para evitar el acumulo de sebo en la raíz, al no poder lavarse el cabello a diario, se aplicaban en la misma polvos de talco para absorber la grasa y después lo cepillaban bien hasta eliminar el exceso. Lo cierto es que el perfume de los 50 debía ser bastante interesante.

Aquí Grace Kelly, que antes de irse a Mónaco debía apestar a miel y talco, porque mira tú qué ondas.

Una frente despejada para Gilda: El «alivio» de las tropas.

Rita Hayworth muy harta de estar buena o no estar en absoluto.

El 1 de julio de 1946 el ejército de EEUU lanzó la primera bomba atómica de prueba sobre las islas Bikini. Dada la devoción que sentían por el famoso personaje, pegaron en ella una foto de Rita Hayworth en “Gilda”. Una triste anécdota a varios niveles, puesto que la actriz era pacifista y de puertas para dentro siempre se manifestó en contra de esta acción que consideraba deplorable. Pero dada su fama y la estricta norma de etiqueta a la que obligaban los grandes estudios, tuvo que callar. Margarita Carmen Cansino no nació tan pelirroja y esbelta como luego lo fuera su personaje. Hija de sendos bailarines, heredó los rasgos latinos del padre, español nacido en Sevilla. Se dedicó a la danza flamenca desde la adolescencia y para poder acceder al estrellato tuvo que seguir una dieta rigurosa y ejercicios específicos para moldear su figura adaptándola a lo que se consideraba atractivo en la industria: un cuerpo largo y fino con la cintura marcada y el torso estilizado con el pecho respingón y los brazos delgados. Como tenía la frente demasiado estrecha, lo cual le proporcionaba un aspecto remotamente simiesco, Rita se sometió a numerosas y muy dolorosas sesiones de depilación por electrólisis para desplazar casi un centímetro el nacimiento del pelo en los laterales de las sienes y en la línea superior y para remarcar el llamado pico de viuda – el cabello en forma de uve hacia la mitad de la frente – que le confería un aspecto más distintivo y sexy. Se realizó una rinoplastia y se tiñó la melena de rojo. Para la secuencia más famosa de toda su filmografía, aquella en la que canta Put the blame on mame y se despoja sensualmente de un largo guante negro para deleite y rubor del venerable público, cuentan que tuvo que lavarse el pelo hasta veinte veces seguidas para conseguir aquella textura esponjosa y brillante que lo hacía parecer tan salvaje e indómito como el fuego, aún a pesar de ser una película rodada en blanco y negro. Todas las mujeres querían ser como Gilda, incluida Rita Hayworth. Comienza aquí el paradigma de la belleza inalcanzable y fulgurante sembrando las bases de lo que ya en los años cincuenta llegará a ser la cúspide de  la cosificación de la mujer. No son tan influyentes sobre la moda y el estilo otras estrellas de la época como Katharine Hepburn o Bette Davis, porque por norma general no son deseadas por los hombres y representan a un tipo de mujer mucho más independiente y fuerte que no se somete y que no basa su poder en su atractivo físico. Y eso, amiga, en los cuarenta no renta.

Katharine Hepburn sudando muy mucho de no gustarle a los hombres, en general: «¿Qué no se pajean conmigo? Mira cómo lloro: «Buaaa».

No hemos de olvidar el contexto histórico de la segunda guerra mundial. Los sex symbol se construyeron y asentaron sobre la necesidad de un alivio para las tropas. Por insultante que resulte desde nuestra perspectiva actual este hecho, lo cierto es que las pin-ups cumplían esta función de combustible onanista. Los soldados atesoraban estampitas con dibujos o fotos retocadas de mujeres voluptuosas en actitud sugerente y posturas sensuales y aparentemente muy incómodas, que remarcaban sus curvas. Normalmente sonreían afablemente de oreja a oreja y llevaban puesto un bikini mientras te horneaban un buen asado: eran majísimas.

Se me ha pasado la pasta, pero ¡oye! No llevo braguitas… (Guiño, guiño).

Cabe destacar un cambio notable en la complexión de las mujeres de los años cuarenta. Una figura mucho más atlética que en décadas anteriores y que resulta asombrosamente moderna en el siglo XXI. Ya por entonces se empieza a practicar gimnasia con asiduidad con el fin de esculpir el cuerpo. Existe un predominio del vientre plano, por ejemplo, y de las piernas largas y torneadas.

Hay una clara inclinación por la simetría de los rasgos, por la perfección. Dado que la mujer es considerada un producto, ha de serlo sin tara alguna. Ava Gardner, una granjera de Carolina del Norte, es descubierta por un productor de la Metro Goldwyn Mayer al ver sus fotos en el escaparate del establecimiento de su cuñado. Sin dotes como actriz ni apenas capacidad para la dicción, Ava es convertida en una diva y apodada “el animal más bello del mundo”. Y lo cierto es que, dejando a un lado lo ofensivamente machista de este título -ella siempre lo aborreció-, Ava Gardner poseía una belleza natural completamente irreprochable que no necesitó retoque estético alguno, más allá de las consabidas dietas para compensar los excesos de la ingesta etílica que acostumbraba a ser el hobby favorito de la actriz. Tenía los ojos grandes y ligeramente almendrados, las cejas arqueadas y ascendentes, muy estilizadas en la forma denominada “ala de paloma”, la boca respetaba las medidas perfectas y la llevaba perfilada desplazando la curvatura del arco de Cupido hacia las comisuras; un modo que se conoce con el impopular nombre de “boca de asco”, debido al efecto gestual que produce sobre el rostro, un tanto despectivo. La nariz era de muestrario de consulta de cirujano, así como el óvalo facial que podría ser la base de referencia sobre la que iniciar un estudio de visagismo para esculpir una efigie simétrica. Era más bien delgada, aunque ya se aprecia en ella la querencia por destacar las formas curvas, que en años venideros serían condición sine qua non para trabajar en el cine. Solía llevar el pelo bastante corto y muy rizado, con el tupé alto y también un poco crespo, en la misma línea que el de Rita Hayworth, cayendo sutilmente a un lado de la cara. No del mismo modo en que lo hacía la larga cabellera rubia de la portadora del peinado más copiado de los cuarenta: Veronica Lake, otro mito erótico condenado a una carrera artística con fecha de caducidad prematura.

Ava Gardner, probablemente de resaca y aún así guapa que acojona.

Era habitual que se formasen parejas románticas en la pantalla con una diferencia de edad más que suficiente como para que el miembro masculino pudiera parecer el padre de la chica -o incluso el abuelo, en un país tropical-. Cary Grant, William Holden, James Stewart y un larguísimo etcétera, protagonizaron películas como galanes hasta sus sesenta y tantos años, acompañados siempre de mujeres aún en la veintena. Una de las parejas más populares de esta década fueron Humphrey Bogart y Lauren Bacall; en la primera película que rodaron juntos: “Tener y no tener” (1944), él tenía cuarenta y cuatro años y ella tan sólo diecinueve. Si eras mujer, en Hollywood o fuera de él, envejecer era delito. Ninguna de las actrices que fueron grandes estrellas en esta época hicieron más de dos o tres películas con papeles relevantes después de cumplir los treinta y cinco y, de hecho, la mayoría se retiraba a los cuarenta. Marlene Dietrich y Greta Garbo, entre otras, se alejaron por completo de la vida pública, casi como si esta decisión respondiese a un acuerdo contractual de los estudios: nadie quería ver como los dioses también se deterioraban y el mito de la eterna juventud debía ser protegido. Comienza aquí la obsesión casi patológica por parecerse siempre lo más posible a tu versión más popular y tonificada y la fobia absoluta a la vejez. Por ello, muchas divas como Hedy Lamarr -inventora del wifi, oiga usted- se hicieron adictas a la cirugía estética cuando llegaron a la madurez, convirtiéndose en la moraleja de «El retrato de Dorian Gray«.

Hedy Lamarr, un claro ejemplo de que se puede ser guapísima, inteligente y rica y aún así obsesionarse con mierdas que te acaban dejando la vida hecha unos zorros.

De los pómulos de Marlene. Los sobrios años 30

Si algo caracterizó a la época posterior al crac del 29 fue la austeridad y la discreción. Toda la estridencia, ruido y fuegos de artificio que justo antes habían sido la tónica general y deseable eran ahora rechazados en pro de la elegancia y el saber estar. Una cierta madurez y templanza reinaban en la imagen de las divas.

Los flequillos tupidos y las melenitas que ocultaban hábilmente cortes de cara demasiado cuadrados, de sienes excesivamente amplias, daban paso a unas melenas que despejaban el rostro peinándose hacia atrás, liberando la frente y la línea completa del óvalo. Las rubias platino se apoderaron de la gran pantalla e independientemente de que fuesen cómicas, como Carole Lombard o eminentemente dramáticas como Marlene Dietrich, todas solían ondular el cabello dorado y coronarlo en un ligero tupé que prolongaba la longitud de la cara. Las cejas eran finas y de arco ascendente, haciendo una mirada más despierta, que daba mayor hondura a la par que dureza e inteligencia a los ojos. Se preferían unos rasgos más afilados y un rostro más alargado y anguloso.

Carole Lombard fumando en batín y mirando con condescendencia; que era ella muy de hacerlo.

En general las formas se hicieron más esbeltas. Todos los malos hábitos de la época predecesora fueron sustituidos por más ejercicio y cuidado por la figura corporal. Ya no estaban de moda aquellos vestidos rectos que ocultaban las formas y ninguneaban la cintura. Greta Garbo tuvo que perder hasta quince kilos para poder ser exportada a América desde su Suecia natal, donde ya se había ganado el reconocimiento a pesar de su cuerpo grande y robusto y su estilo aún un tanto embrutecido. De hecho, su dentadura, bastante estropeada y oscurecida por manchas debidas a la ingesta de medicamentos, tuvo que ser completamente sustituida por una nueva, más simétrica y blanca que además re-dibujaba sus labios haciendo una boca más grande. Pero si alguien tuvo que deshacerse drásticamente de buena parte de su dentadura original, esa fue Marlene Dietrich. Aunque el fin no tenía como objetivo lucir una sonrisa bella y nacarada si no destacar otro rasgo que era un must de su época y que de hecho resultó ser su característica más definitoria: los pómulos. La Dietrich se extrajo varias muelas para conseguir que la parte inferior de las mejillas se hundiera marcando así los huesos malares y dándole una fuerte exuberancia femenina al rostro. Asimismo, con el fin de afilar la estructura general de la cara, Marlene se colocaba bajo el pelo y a la altura de las sienes esparadrapo para estirar la piel. Un método bastante arcaico pero muy barato y altamente efectivo de manera inmediata. Lo malo es que a la larga ocasionaba alopecia en la zona y potenciaba la flacidez de la piel sometida a tensiones.

Si Marlene Dietrich hubiese sido una mujer de nuestro tiempo, podría haberse evitado intervenciones tan dolorosas y nocivas. Para marcar los pómulos y estilizar el rostro, una operación ambulatoria de centro de medicina estética, que se realiza constantemente y por un precio muy asequible, es la bichectomía o extracción de las bolsas de Bichat. Estas bolsas son pequeños saquitos donde se deposita grasa y que tenemos situados en las mejillas, justo debajo de los pómulos. Con un ligero corte interno pueden ser extirpados de modo que nunca se vuelven a llenar de nuevo de grasa. La recuperación es rápida y los resultados muy palpables. Y en lugar de un vulgar esparadrapo para salir del paso, Marlene podría haber optado por densificar su rostro con hilos de polidioxanona – material reabsorbible por el organismo y biodegradable- que se disponen en forma de malla debajo de la piel sosteniéndola mientras otros del mismo material pero espiculados – con una especie de espinas que se anclan en la dermis – se colocan en disposición vectorial tensando, reposicionando tejido y consiguiendo el efecto deseado de lozanía y luminosidad facial; dibujando además el óvalo natural de la cara. Todos, efectos que la actriz tenía que falsear ayudada de una fotografía e iluminación específicas que ocultase sus defectos y subrayasen sus ángulos casi geométricos – cortesía de Lee Garmes -.

Marlene Dietrich desafiando a la proyección de la luz como si fuese un de esbirro de Satán.

              Aunque muy distinta de sus contemporáneas, no se puede hablar de las bellezas de los años treinta en EE.UU. sin mencionar a Jean Harlow. Fue la primera blonde bombshell, significativamente más voluptuosa que sus colegas, su carrera apenas duró una década, pues murió de escarlatina con tan solo 26 años, pero fue tiempo suficiente para convertirse en el modelo de referencia para otra actriz posterior que posiblemente sea la más famosa y representativa de todo el siglo XX: Marilyn Monroe. No se conoce ninguna operación estética de Jean Harlow; su único truco de belleza fue la juventud eterna y su rasgo más característico, la exuberancia. Se paseaba por la gran pantalla con trajes de noche con lentejuelas cegadoras abrigada con una estola de visón blanco muy esponjosa que solía dejar caer con picardía para descubrir una espalda completamente desnuda. Jean Harlow era escandalosa en sus maneras y lejos de ser el mero estereotipo de rubia tonta, de sex symbol automático que sirve como consorte o recompensa del galán o héroe masculino de turno, ella era rápida e inteligente, usaba sus atributos femeninos para su provecho y, en ocasiones, para mofarse de ellos. O, al menos, ese fue el corte de los personajes de sus películas, su obra y el carácter que trascendió de ella. Una especie de Mae West guapa.

Jean Harlow agarrándose una teta, porque la sensación es muy reconfortante.

              Si Marlene Dietrich era la elegancia y la ambigüedad sexual, la primera en ponerse un esmoquin de hombre o de realizar un striptease disfrazada de gorila“La venus rubia” (1932)- y Jean Harlow la sex symbol pionera y la primera en vivir rápido y dejar un hermoso cadáver, Greta Garbo fue la creadora de lo enigmático. Su manera de moverse, de hablar, de dejar caer los párpados y de hacer mutis por el foro, la convirtieron en una de las mujeres más deseadas y admiradas de la historia. Durante mucho tiempo se dijo de ella que poseía un rostro perfecto; algo que hoy por hoy nos resultaría altamente discutible. Lo interesante de esta actriz mítica, en relación con el tema que nos ocupa, es su poder de seducción a través de la sugestión. Greta Garbo resultaba más atractiva por lo que ocultaba que por lo que mostraba y era más bella por su actitud y su lenguaje corporal y gestual, tremendamente teatrales y melodramáticos, que por la supuesta perfección de sus rasgos. Era quizás el reflejo más aproximado del sentir de la mujer de la época, agotada y golpeada por la gran depresión. La Garbo siempre estaba triste y cansada, se deslizaba por los decorados de sus films como si fuese una especie de hoja recién caída de un árbol caduco; lánguida y solitaria. También Marilyn Monroe copió algo de esta otra heroína: el maquillaje de los ojos. Consistía en difuminar sombra blanca por todo el párpado, desde la zona del lagrimal hasta toda la parte de debajo de la ceja. De esta manera se agrandaba el ojo y se intensificaba la mirada al dejar caer el párpado móvil ligeramente, entrecerrando los ojos hacia la mitad, consiguiendo esa mirada perturbadora y un tanto condescendiente que tan bien casaba con el resto del rictus sereno y como saturado de escuchar sandeces. Greta Garbo no se operó la nariz, pero para afinarla se ensombrecía los laterales con polvos más oscuros. En la boca utilizaba siempre carmín de tono bastante oscuro con un perfilador muy definido para dibujar un arco de cupido marcado. Los labios eran estrechos y apenas turgentes y aunque resultaban mucho más anchos que los de aquellas, se notaba la influencia del estilismo de las actrices del cine mudo. No en vano, Greta triunfó ya antes de decir una palabra.

Greta Garbo, no te digo na y te lo digo to.

Entre la It girl y la Flapper.

Tras el fin de la primera guerra mundial y con la cada vez más normalizada incorporación de la mujer al mundo laboral y su correspondiente independencia económica, se instaura en América un espíritu lúdico de bienestar y bonanza. En Hollywood hasta 1927, con el estreno de “El cantor de jazz”, no comienzan a realizarse las talkies -películas habladas- aunque paralelamente, en la vida real, se produce la explosión de músicas y bailes de ritmos ágiles y un poco pirados que están directamente asociados a la alegría de vivir y al hedonismo urbano. En los locales de moda suena jazz o tango y la gente baila charlestón con la sonrisa perpetua: son los locos años veinte. Una especie de bacanal socialmente aceptada que refleja una jovial ingenuidad completamente ajena a la avalancha de ruina y desesperación que se avecina con el crack económico del 29.

En la gran pantalla, triunfa Clara Bow por encima de todas las demás. Su aspecto es aniñado, como si aún no hubiese pasado la pubertad. Su melena corta y acaracolada con rizos crespos oculta, como en una nebulosa, el dibujo real de su óvalo facial, que no obstante se intuye redondo como una manzana. Los ojos de la Bow son enormes y aparecen siempre enmarcados con sombras de tonos marrones, negros o violáceos en párpado superior e inferior. Este tipo de maquillaje proporciona un cierto halo de misterio que contrasta con la imagen global candorosa e inocente. Las cejas rectas con la cola descendente agudizan el tono lánguido y refuerzan las expresiones tan necesariamente teatrales del cine mudo. La tez es blanca, aterciopelada, con polvos compactos que bien podrían estar compuestos a base de talco puro. La nariz es diminuta, como un botón en medio de la cara que apenas tiene una función meramente práctica. Y la boca es muy pequeña, como un corazón dibujado dentro de la línea real de los labios.

Clara Bow con una bajada de tensión sublime.

En esta época, en la que aún no se ha extendido el uso de la cirugía plástica entre las clases pudientes y en la cual, de hecho, apenas sólo existe la rinoplastia un tanto rudimentaria y con fines más médicos que estéticos, los trucos de belleza femeninos se basan fundamentalmente en el maquillaje y la peluquería.

El concepto de “It girl” nace con la película homónima de 1927 protagonizada por la propia Clara Bow y pretende denominar a un tipo de chica que, sin ser espectacular, ni tan siquiera particularmente bella, posee un encanto, una espontaneidad y un carisma particulares que emanan de su personalidad y se reflejan en su aspecto. Tiene que ver con un estilo propio y construido por la mujer que lo porta. Hoy día siguen existiendo “it girls” y suelen ser las chicas de moda en cada etapa y que marcan la tendencia en cuanto a qué ropa ponerte, cómo peinarte, qué comer y adónde ir. Claro que actualmente trabajan al servicio de la publicidad y el capitalismo más exacerbado, siendo promocionadas por marcas y grandes oligopolios hasta el punto de que no se puede dirimir si el mercado se adapta al estilo predominante que se instaura progresivamente en la sociedad o es la sociedad la que se mimetiza con lo que el mercado dicta; perdiéndose por completo la naturalidad del encanto casual y convirtiéndose en una vil función al servicio del negocio.

En los años veinte, los medios de comunicación eran muchos menos y variados y de mucha más lenta repercusión que en la actualidad, de modo que, aunque Clara Bow fuese en un cierto grado pulida y post-producida por la industria del cine, la esencia era auténtica y sus orígenes eran humildes, cuasi miserables. Nació en la pobreza extrema del Brooklyn de principios del siglo XX, fruto de la unión entre una drogadicta esquizofrénica y un alcohólico violento. Fue una mujer hecha a sí misma a todos los niveles y hoy ha quedado recordada, por derecho propio, como un símbolo y un reflejo fidedigno de los tiempos que la encumbraron como su diosa cinematográfica. Al fin y al cabo, las flappers eran exactamente eso: mujeres que habiendo nacido en un contexto de pobreza extrema consiguieron ser independientes económicamente gracias a trabajos inevitablemente menores como secretarias, telefonistas, dependientas o incluso ascensoristas; pero que se comportaban con una libertad asociada entonces al género masculino. Las flappers estaban solteras, eran activas social y sexualmente, bailaban, bebían y fumaban sin parar.

Aquí unas Flappers bebiendo cerveza como si fuera jarabe; claramente disfrutando al máximo de vivir.

No eran aficiones muy constructivas, pero marcaban el inicio de una nueva era para la mujer, en la que ya no era obligatorio quedarse en casa haciendo las labores del hogar como consortes del cabeza de familia y en la que incluso y al fin, podían votar, al menos si eran blancas – las mujeres negras no pudieron votar en EEUU hasta 1967-. Pero, sobre todo, y en relación con el tema que nos ocupa, se gastaban dinero en su imagen.

Frente al candor y la despreocupación de la Bow se encontraba la sobria y perturbadora sensualidad de Louise Brooks, portadora de uno de los “Diez cortes de pelo que conmocionaron al mundo”. No obviemos que fue en el primer cuarto del siglo XX cuando el acto de cortarse el pelo fue adquirido por las mujeres, que hasta aquel entonces no acostumbraban a hacerlo en la búsqueda de una apariencia particular si no como mero saneamiento capilar o para vender su larga cabellera a cambio de dinero, como el personaje de Jo en la afamada “Mujercitas” (Louisa May Alcott, 1868). El denominado bob cut consistía en una melena corta y lisa, que llegaba hasta la altura del lóbulo de las orejas, con el flequillo recto tapando la frente y cuya longitud se va rebajando en la nuca en forma de uve quedando más largo en la parte delantera de los laterales del rostro.

Louise Brooks provenía de una familia muchísimo más estable y adinerada que la de Clara Bow y se notaba claramente en una actitud infinitamente más sofisticada y serena, con una clara connotación intelectual, completamente inexistente en la “it girl”. El rostro de Louise también era pálido y uniforme, incluso luminoso, en llamativo contraste con su pelo negro muy oscuro. También de ojos grandes, destacados por las sombras y por las pestañas postizas, un complemento imprescindible en el make up de aquel entonces. Pestañas kilométricas, gruesas y separadas entre sí y una buena cantidad de sombra alrededor de todo el contorno del ojo. De nuevo, labios finos y muy oscuros, boca pequeña en forma de corazón. Para conseguir el efecto de boca de piñón tanto la Brooks, como la Bow, como cualquier flapper dibujaban con el perfilador muy oscuro el contorno deseado y alrededor del mismo utilizaban maquillaje muy claro, del tono de la tez, para simular un tamaño bucal menor. Un estilo curiosamente parecido al de las geishas.

Louisse Brooks pensando fuertemente en el duro mantenimiento de su flequillo.

A finales de la década, con títulos de éxito como “La caja de Pandora” o “Diary of a lost girl”, Louise Brooks adquirió fama como una vampiresa sexual de comportamiento disoluto que en la sociedad americana cada vez más mojigata de aquellos tiempos polarizó al público. Era amada y odiada a partes iguales. Con la llegada del cine sonoro, ambas actrices se retiraron de la vida pública, pasando de moda vertiginosamente con el empuje del puritanismo. La gran depresión trajo de su mano la censura en Hollywood y la figura de la flapper, tan indómita y derrochadora, fue defenestrada. El hedonismo y la lujuria ya no tenían cabida en una sociedad que había de volver a recomponerse y no podía tomarse las cosas tan a la ligera.

Tal vez por ello, una de las grandes supervivientes del cine mudo fuese Greta Garbo. Una mujer que en absoluto tenía algo que ver con las anteriores y a la que difícilmente se podía imaginar bailando un charlestón. El alcohol lo llevaría siempre escondido en una petaca para beberlo en la intimidad y soledad de su alcoba: el confinamiento voluntario como pasatiempo. Ya ves tú.

Los cánones de belleza en Hollywood. Introducción.

Desde tiempos ancestrales las mujeres han basado su concepción de lo bello en la referencia de figuras populares de su tiempo. Podríamos remontarnos a Cleopatra con su flequillo recto y su melena simétrica, oscura y lisa o la línea de sus ojos marcada con pinturas negras y trazos gruesos y alargados. Ambas, características propias de una apostura que aún es influyente en nuestros días. El poder y la cultura orquestan, desde que el ser humano empezó a constituirse en sociedad y establecerse en civilizaciones, la manera en que se desarrolla nuestra imagen estética.

Elizabeth Taylor aprovechando su encarnación de Cleopatra en 1963 para derrochar en chapa y pintura como si no hubiese un mañana.

Si hay un lugar en los tiempos modernos, donde se han gestado los sueños y la belleza proyectándola hacia al mundo, de una forma palpable y casi dictatorial, ese lugar es Hollywood. Meca del cine desde comienzos del siglo XX hasta nuestros días, construyó sus propios mitos. Las películas eran un espejo idealizado de las gentes a las que iban dirigidas y, para la mayoría del pueblo llano, eran fantasías hechas realidad que, a un tiempo, educaban a las personas sentimental e intelectualmente, puliendo sus gustos y sugiriendo nuevos deseos y metas. Ya fuera como un escape a la precariedad de los tiempos de crisis económica o incluso como esperanza de un futuro mejor en épocas de conflicto bélico, las figuras de la pantalla se convertían en héroes y referencias a las que emular por los peatones sin renombre.

En la primera mitad de la década de los cuarenta, en plena guerra mundial, Veronica Lake, sex symbol habitual del cine negro de aquellos años, era conocida por su larga y sedosa cabellera rubia cuyo peinado fue bautizado “peekaboo; una expresión en inglés que significa recuperarse de un susto repentino y que consistía en que un largo mechón ondulado caía sobre un lateral del rostro ocultándolo parcialmente. Tan seductor y popular resultó este estilismo capilar, que el Departamento de Guerra de los EEUU tuvo que enviar una circular a las fábricas de armamento prohibiendo que sus operarias emulasen dicho peinado dado que el hecho de tapar un ojo en el ejercicio de sus labores ocasionaba peligrosos y constantes accidentes. Esta anécdota revela la elevada cantidad de esfuerzo, dinero y riesgo -en este caso- que podemos llegar a invertir en parecernos a nuestros ídolos.

Aquí Veronica acompañada de un peluche espeluznantemente pasmado.

Desde finales de los ochenta y hasta no hace demasiado tiempo, las mujeres pudientes – y también las coquetas más humildes que hubieran ahorrado suficiente – visitaban las consultas de los cirujanos de todo el mundo occidental armadas con una foto de Julia Roberts en la afamada Pretty Woman, pidiendo unos labios como los de aquella mujer, la sonrisa más rentable de la historia del cine. Raro es que, a finales del siglo XX, quien se lo pudiera permitir, no tuviera los labios gruesos y turgentes a base de rellenos de colágeno o de ácido hialurónico, si la naturaleza no había sido generosa y ya les cundiese con un buen perfilador y algo de brillo en el centro de la boca.

Asimismo, los noventa podrían considerarse, tristemente, el «boom» de la delgadez patológica. Se empezaba a hablar con más información y alarma de una enfermedad que ya hacía tiempo existía, pero no se había dado a conocer popularmente: la anorexia. Pero la delgadez extrema como epítome de la elegancia había sido sembrada como concepto transgresor varias décadas antes cuando Audrey Hepburn se paseó por la Quinta Avenida de Nueva York decidida a comerse un croissant delante del escaparate de Tiffany’s ataviada con un traje de noche negro, un collar de tres vueltas y un escote exquisitamente huesudo. Era 1961 y el comienzo de la película de Blake Edwards: Desayuno con diamantes. Se cuenta que la propia María Callas, diva de la ópera y contemporánea de Hepburn, con el fin de parecerse a ella, se introdujo una tenia en el cuerpo para que devorase todo lo que ingería de manera que pudiera alcanzar la tan deseada delgadez extrema.

Audrey Hepburn tenía menos masa grasa que el tobillo de un gorrión.

Estos ejemplos son sólo algunos, bastante significativos, de cuán grande ha sido y es la influencia de las estrellas femeninas de Hollywood sobre las mujeres de verdad y su demanda de determinadas intervenciones estéticas, terapias o hábitos para lograr la imagen vigente de cada momento.

El objetivo es hacer un análisis de los modelos de belleza que han ido primando a lo largo de los últimos cien años en la gran pantalla. Sus características, su evolución y las técnicas utilizadas por las propias figuras paradigmáticas para alcanzar los rasgos deseados que las definían. Así, haciendo un estudio en perspectiva global, también se pretende especular con cuál será la tendencia del mercado de la estética en los próximos años, así como las preocupaciones fundamentales de la mujer moderna con respecto a su aspecto. Todo ello ligado siempre en paralelo al desarrollo cultural de la mujer; dado que no existe un cambio y una evolución en lo que se percibe a simple vista sin que exista también un motor ético y social que lo respalde.

También se observará el avance tecnológico en los tratamientos de belleza y las intervenciones estéticas. Cómo, para conseguir un mismo efecto facial, lo que se hacía en 1940 es hoy, en 2020, visto casi como un barbarismo, debido a la sofisticación y precisión de los medios en la actualidad.

Y finalmente, la intención es predecir cuál será la imagen de la belleza de la mujer del futuro y cómo “ser y estar guapa” ha cambiado y al mismo tiempo sigue tomando como ejemplo a personalidades del pasado, dado que la cultura es cíclica y recurrente, siendo una máxima a todos los efectos, aquello del “todo vuelve”.

Jessica Chastain marcándose un Rita Hayworth mezclado con un Kim Bassinger y un queriendo decir de Grace Kelly mientras simula un perturbadoramente elegante corte de digestión.

Del oportunismo y de los trabajos de fin de ciclo

He estado leyendo mucho estos días. Sobre todo diarios. Novelas redactadas como si fuesen diarios. Una ganga de narrativa, te tengo que decir. El marciano es mucho más gracioso por escrito. Perdida es más interesante pero un pelín más misógina, en el fondo, que vista por Fincher (Gillian Flynn, a veces te pasas y lo sabes; estoy segura de que Amy es en buena parte la tipa que te robaba los novios en el instituto). Y, sobre todo, después de descubrir que Bridget Jones en la novela está más delgada que yo, he decidido que tenía que volver a escribir alguna de mis naderías guasonas para poder soportar toda esta vida tediosa en confinamiento que pide estar constantemente justificando la existencia, sin poder disimular como cuando íbamos en metro. Como cuando íbamos a alguna parte.

Ya que tengo tantísimas chorradas que contar, no encuentro otra manera de empezar que publicando episódicamente el trabajo de fin de curso que hice para Estética Integral y Bienestar el año pasado. Y que ya está escrito, por suerte. Eso es lo mejor, porque podré actualizar el blog durante semanas con asiduidad sin necesidad de esfuerzo alguno. Es como tenerme a mí misma desdoblada trabajando a mi servicio en el pasado y sin saberlo. Y también es como irte quitando prendas poco a poco después de haber estado haciendo una tabla intensiva de abdominales durante un trimestre. Ahora te enseño el escote, ahora el ombligo, ahora un poco de pezón, ahora un codo… Va sobre Hollywood y los cánones de belleza y está escrito con mucha menos sorna que la que me caracteriza en estos postes. Pero algo hay.

Espero que las dos o tres personas que lo leáis – hola, mamá; hola tío despechado al que no me llegué a chuscar en su día pero vacilé con la idea de hacerlo y ahora me odiarás de por vida mientras te fustigas buscando significados ocultos between lines – disfrutéis tanto como yo disfruté escribiéndolo. Aunque, sinceramente, lo dudo bastante.

¿Pero qué es un blog si no masturbación? ¡Qué es internet!