Una frente despejada para Gilda: El «alivio» de las tropas.

Rita Hayworth muy harta de estar buena o no estar en absoluto.

El 1 de julio de 1946 el ejército de EEUU lanzó la primera bomba atómica de prueba sobre las islas Bikini. Dada la devoción que sentían por el famoso personaje, pegaron en ella una foto de Rita Hayworth en “Gilda”. Una triste anécdota a varios niveles, puesto que la actriz era pacifista y de puertas para dentro siempre se manifestó en contra de esta acción que consideraba deplorable. Pero dada su fama y la estricta norma de etiqueta a la que obligaban los grandes estudios, tuvo que callar. Margarita Carmen Cansino no nació tan pelirroja y esbelta como luego lo fuera su personaje. Hija de sendos bailarines, heredó los rasgos latinos del padre, español nacido en Sevilla. Se dedicó a la danza flamenca desde la adolescencia y para poder acceder al estrellato tuvo que seguir una dieta rigurosa y ejercicios específicos para moldear su figura adaptándola a lo que se consideraba atractivo en la industria: un cuerpo largo y fino con la cintura marcada y el torso estilizado con el pecho respingón y los brazos delgados. Como tenía la frente demasiado estrecha, lo cual le proporcionaba un aspecto remotamente simiesco, Rita se sometió a numerosas y muy dolorosas sesiones de depilación por electrólisis para desplazar casi un centímetro el nacimiento del pelo en los laterales de las sienes y en la línea superior y para remarcar el llamado pico de viuda – el cabello en forma de uve hacia la mitad de la frente – que le confería un aspecto más distintivo y sexy. Se realizó una rinoplastia y se tiñó la melena de rojo. Para la secuencia más famosa de toda su filmografía, aquella en la que canta Put the blame on mame y se despoja sensualmente de un largo guante negro para deleite y rubor del venerable público, cuentan que tuvo que lavarse el pelo hasta veinte veces seguidas para conseguir aquella textura esponjosa y brillante que lo hacía parecer tan salvaje e indómito como el fuego, aún a pesar de ser una película rodada en blanco y negro. Todas las mujeres querían ser como Gilda, incluida Rita Hayworth. Comienza aquí el paradigma de la belleza inalcanzable y fulgurante sembrando las bases de lo que ya en los años cincuenta llegará a ser la cúspide de  la cosificación de la mujer. No son tan influyentes sobre la moda y el estilo otras estrellas de la época como Katharine Hepburn o Bette Davis, porque por norma general no son deseadas por los hombres y representan a un tipo de mujer mucho más independiente y fuerte que no se somete y que no basa su poder en su atractivo físico. Y eso, amiga, en los cuarenta no renta.

Katharine Hepburn sudando muy mucho de no gustarle a los hombres, en general: «¿Qué no se pajean conmigo? Mira cómo lloro: «Buaaa».

No hemos de olvidar el contexto histórico de la segunda guerra mundial. Los sex symbol se construyeron y asentaron sobre la necesidad de un alivio para las tropas. Por insultante que resulte desde nuestra perspectiva actual este hecho, lo cierto es que las pin-ups cumplían esta función de combustible onanista. Los soldados atesoraban estampitas con dibujos o fotos retocadas de mujeres voluptuosas en actitud sugerente y posturas sensuales y aparentemente muy incómodas, que remarcaban sus curvas. Normalmente sonreían afablemente de oreja a oreja y llevaban puesto un bikini mientras te horneaban un buen asado: eran majísimas.

Se me ha pasado la pasta, pero ¡oye! No llevo braguitas… (Guiño, guiño).

Cabe destacar un cambio notable en la complexión de las mujeres de los años cuarenta. Una figura mucho más atlética que en décadas anteriores y que resulta asombrosamente moderna en el siglo XXI. Ya por entonces se empieza a practicar gimnasia con asiduidad con el fin de esculpir el cuerpo. Existe un predominio del vientre plano, por ejemplo, y de las piernas largas y torneadas.

Hay una clara inclinación por la simetría de los rasgos, por la perfección. Dado que la mujer es considerada un producto, ha de serlo sin tara alguna. Ava Gardner, una granjera de Carolina del Norte, es descubierta por un productor de la Metro Goldwyn Mayer al ver sus fotos en el escaparate del establecimiento de su cuñado. Sin dotes como actriz ni apenas capacidad para la dicción, Ava es convertida en una diva y apodada “el animal más bello del mundo”. Y lo cierto es que, dejando a un lado lo ofensivamente machista de este título -ella siempre lo aborreció-, Ava Gardner poseía una belleza natural completamente irreprochable que no necesitó retoque estético alguno, más allá de las consabidas dietas para compensar los excesos de la ingesta etílica que acostumbraba a ser el hobby favorito de la actriz. Tenía los ojos grandes y ligeramente almendrados, las cejas arqueadas y ascendentes, muy estilizadas en la forma denominada “ala de paloma”, la boca respetaba las medidas perfectas y la llevaba perfilada desplazando la curvatura del arco de Cupido hacia las comisuras; un modo que se conoce con el impopular nombre de “boca de asco”, debido al efecto gestual que produce sobre el rostro, un tanto despectivo. La nariz era de muestrario de consulta de cirujano, así como el óvalo facial que podría ser la base de referencia sobre la que iniciar un estudio de visagismo para esculpir una efigie simétrica. Era más bien delgada, aunque ya se aprecia en ella la querencia por destacar las formas curvas, que en años venideros serían condición sine qua non para trabajar en el cine. Solía llevar el pelo bastante corto y muy rizado, con el tupé alto y también un poco crespo, en la misma línea que el de Rita Hayworth, cayendo sutilmente a un lado de la cara. No del mismo modo en que lo hacía la larga cabellera rubia de la portadora del peinado más copiado de los cuarenta: Veronica Lake, otro mito erótico condenado a una carrera artística con fecha de caducidad prematura.

Ava Gardner, probablemente de resaca y aún así guapa que acojona.

Era habitual que se formasen parejas románticas en la pantalla con una diferencia de edad más que suficiente como para que el miembro masculino pudiera parecer el padre de la chica -o incluso el abuelo, en un país tropical-. Cary Grant, William Holden, James Stewart y un larguísimo etcétera, protagonizaron películas como galanes hasta sus sesenta y tantos años, acompañados siempre de mujeres aún en la veintena. Una de las parejas más populares de esta década fueron Humphrey Bogart y Lauren Bacall; en la primera película que rodaron juntos: “Tener y no tener” (1944), él tenía cuarenta y cuatro años y ella tan sólo diecinueve. Si eras mujer, en Hollywood o fuera de él, envejecer era delito. Ninguna de las actrices que fueron grandes estrellas en esta época hicieron más de dos o tres películas con papeles relevantes después de cumplir los treinta y cinco y, de hecho, la mayoría se retiraba a los cuarenta. Marlene Dietrich y Greta Garbo, entre otras, se alejaron por completo de la vida pública, casi como si esta decisión respondiese a un acuerdo contractual de los estudios: nadie quería ver como los dioses también se deterioraban y el mito de la eterna juventud debía ser protegido. Comienza aquí la obsesión casi patológica por parecerse siempre lo más posible a tu versión más popular y tonificada y la fobia absoluta a la vejez. Por ello, muchas divas como Hedy Lamarr -inventora del wifi, oiga usted- se hicieron adictas a la cirugía estética cuando llegaron a la madurez, convirtiéndose en la moraleja de «El retrato de Dorian Gray«.

Hedy Lamarr, un claro ejemplo de que se puede ser guapísima, inteligente y rica y aún así obsesionarse con mierdas que te acaban dejando la vida hecha unos zorros.

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