De aquellos polvos vinieron estos lodos

Hace un mes que estoy yendo a un gimnasio en el que puedes ver Ilustres Ignorantes por youtube mientras caminas con una inclinación del 8% a 6’7km/hora. Si te ríes a la vez que subes una cuesta la quema de calorías y la eficiencia de la tonificación se multiplican varias veces por sí mismas. Los programas en los que aparece Julián López han conseguido elevarme el culo algo así como medio milímetro. Bendito sea.

Pero el humano es un ser muy voluble, como dijo Shakespeare -a través de Benedicto y de Kenneth Brannagh- y como digo yo ahora en este instante y como se nos podrá leer mil veces a ambos, por siempre, en un eco neuronal at eternum. Así es que este pasado fin de semana ya no me apetecía más ilustres ignorantes. Son buenos, ¿eh?, pero si ves varios programas seguidos, casi a diario, durante tres semanas consecutivas al final sólo oyes: “Sumerios, ¿nos pagan por esto?, Philip Seymour Hoffman, ¡eyaculé!”. (Supongo que esto explica la sabia decisión de una grabación quincenal.)

Me acordé de que en la prehistoria -cuando internet no se había erigido aún como ese agujero negro que absorbe nuestro tiempo, energía y pasión con actividades tales como leer noticias fake, buscar memes posthumorísticos o intercambiar imágenes de gente desconocida con efectos ópticos de arco iris saliéndoles del culo-, teníamos la televisión. Y más concretamente, canales pandereteros americanos completamente amarillistas, con presentadores horteras, que contenían biografías de estrellas de cine que ahondaban en anécdotas bochornosas y se revolcaban dolorosamente en los periodos de sobrepeso de cada protagonista. Por ejemplo, si veías un Historias de Hollywood de Liz Taylor de cuarenta y cinco minutos, quince de ellos hablaban sobre los pedos que se pillaba con Richard Burton y otros diez de la vez que se puso como una pompa por la ansiedad que tenía estando casada con el político casposo aquel. Los veinte minutos restantes eran más o menos igual de generales y previsibles que la biografía de una cucaracha en un anuncio de Raid: Nació, creció, se reprodujo y murió.

El sábado vi «Uma Thurman» y el domingo vi «Brad Pitt». En el programa dedicado a ella, resultaba bastante nauseabunda la constante alusión a su buena disposición para aparecer desnuda en sus películas, celebrada siempre por señores mayores autodenominados “allegados” a la artista -gente que ahora a lo mejor no puede, legalmente, estar a menos de 200 metros de ella, pero ya es más cerca de lo que estarás tú jamás ¿eh?-. En el de Pitt se comentaba que para el papel de Thelma y Louise se había requerido un casting de mejores culos masculinos de la década de los noventa antes de escoger al actor portador de los glúteos. Ambos reportajes ofrecían una experiencia muy semejante a la de ver un vídeo promocional de Plataforma Cárnica pero con purpurina y lentejuelas around.

Hacia la mitad de sendos documentales había una pausa retórica para hacernos reflexionar acerca de la humanidad y dignidad de los sujetos, que cortaba en dos la pieza diciendo: “Aún ansiaba ser valorado por algo más que por su cara bonita…” Todo perfectamente ilustrado con la visión de la parte baja de la espalda al desnudo de Brad y de Uma en Leyendas de pasión y Las amistades peligrosas, respectivamente. Un encantador festival de ambivalencia.

A continuación se reseñaban El club de la lucha y Kill Bill como los hitos culminantes de las carreras de estos dos buenorros que son mucho más que sus bellos rostros; son también sus culos, al parecer. Pero salvo este nexo introductorio, los dos reportajes tenían como hilo conductor del grueso de la narración el recuento de los romances mantenidos a lo largo de la vida de cada uno. Entiendo que se trata de prensa rosa elaborando las memorias de celebridades e inevitablemente van a poner el foco en sus devaneos, como llevan haciendo desde que existen como concepto, ¿pero acaso es preciso ser tan zafio y tan obvio?

De repente Uma Thurman no era Mia Wallace con la jeringuilla de adrenalina clavada en el pecho, ni June practicando el amor libre con Annaïs Nin, ni la tía más chula, con el chandal más amarillo, la katana más afilada y la mejor y más eficiente recuperación tras un coma de cuatro años. No. Era la tía que salió con John Cusack, con Robert De Niro, con Timothy Hutton, que se casó con Gary Oldman, que se volvió a casar con Ethan Hawke, que a lo mejor hizo manitas con Tarantino, que luego estaba sola pero estaba bien -durante quince segundos- que se requetecomprometió con un millonario europeo guaperas bajito de estos que salen de la nada y que otra vez se separó.

Y Benjamin Button, Jesse JamesLouis de Pointe, ¡Tyler Durden! (hombrepordios) no es más que el golferas ese que anduvo por ahí yaciendo con Juliette Lewis, Gwyneth Paltrow, Jennifer Aniston y Angelinísima.

Los coitos no nos dejan ver el campo, amigos. Todo ese sindios de affaires desvirtúa la descripción del individuo. A nadie le amarga un morbito amoroso, un cotilleo de cama para aderezar, claro, yo soy la primera en preguntar por idilios, ya lo sabéis, pero reducir toda la vida de una persona a su faceta sentimental es tan empequeñecedor como lo sería resumir el panegírico de un entierro con el relato de un cumpleaños o poniendo una canción de los Beach boys y diciendo: «Fue una persona muy alegre.»

Propongo pues desde aquí una idea millonaria para futuribles documentales biográficos. Atención. Grabar a gente famosa leyendo pasajes de sus libros favoritos en distintos momentos de sus vidas. Les grabas mientras leen en silencio, concentrados. Completamente entregados al imaginario ajeno. Y luego, cuando están muertos o retirados, se edita todo seguido y se pasa un subtitulo con el texto exacto de cada ocasión. Así tú miras la expresión de sus caras mientras digieren las emociones de la novela que sea. De este modo podrías leer la parte en la que Raskólnikov se carga a la vieja justo al mismo tiempo que George Clooney, pero en diferido, y experimentar un milagroso instante de comunión con tu ídolo que traspasaría lo místico. Creo que sería el modo más justo de hablar de la esencia de la persona a la que se rinde tributo: mostrar su ceño mientras siente.

Esta idea, ríete, lo puede petar muy duro en el futuro inmediato insoportablemente snob que nos espera a la vuelta de la esquina. Yo aquí lo dejo, por si tengo que recurrir a este inception que os hago y demandar a alguien que ahora mismo se encuentre a más de cinco grados de separación de mi yo actual. Vivimos en el mundo más-lleno-de-posibilidades-excéntricas posible, ¿no os parece?

 

Es muy duro ser romántica y ninfómana a la vez*

Hay una película de Patrice Leconte tan bonita y fácil de ver como un anuncio de Chanel – de esos en los que aparece Keira Knightly entre telas blancas vaporosas y tú te quedas ahí apaciblemente muerto en el sofá mirando como caen plumas de la nada, lentamente, dejas la boca ligeramente abierta, las neuronas en modo recepción pasiva, los pantalones con la gomilla dada de sí para que se expanda el barrigón y goces de la exquisitamente despreciable gloria de la nulidad plena desatándose (es mucho más digno leer, no cabe duda)– y tan profunda y agradablemente deprimente como Vivre sa vie de Godard. Ahí es ná.

Es La fille sur le pont (La chica del puente), una preciosa y rarísima historia de amor improbable entre una suicida y un lanzasables. El personaje principal, Adèle (Vanessa Paradis) aparece al principio de la película contando su vida a una voz en off femenina que la interroga mientras a un lado de la estancia hay un público desenfocado que observa con severidad silenciosa. Siempre que veo esta secuencia tengo la sensación de que han pillado a la chica robando en el Corte Inglés y está en el sótano al que te envían para humillarte por el hurto. Porque tiene que ser así exactamente, con un montón de gente de la que veranea regularmente en Biarritz sentados en gradas, juzgándote, una mesa negra lacada donde no puedes posar las manos porque dejas marca, una empleada antigua -de las que entraron cuando aún era Galerías Preciados– interpelándote con condescendencia, y todo sucediendo en otro plano de realidad en blanco y negro. Y Vanessa Paradis ahí hablando de su mala suerte con los hombres y su promiscuidad accidental. Tía, que has robado un gloss de Bourjois, te hemos visto todos, no cambies de tema.

Siempre me acuerdo de esta película cuando se acerca mi cumpleaños. La suelo reseñar donde puedo y hago algún tipo de paralelismo con mi vida. Es mi Dorian Gray, supongo. La película es Dorian, porque no envejece jamás y está siempre perfecta y lista para salir a romper corazones y yo soy el retrato, cada año más ajado y lleno de roedores que me carcomen el marco.

Lo que quiero rescatar a día de hoy de todo el discurso, es la parte final del monólogo: “Veo mi futuro como un cuarto de espera. En una gran estación de trenes con bancos y cristaleras. Afuera, hordas de gente corriendo, sin ver. Todos apurados, tomando trenes y taxis. Tienen algún lugar a donde ir, alguien con quien encontrarse… Y yo permanezco sentada ahí, esperando.” “¿Esperando qué, Adèle?.” (Silencio de DIECISEIS SEGUNDOS, más de lo que podrías desear incluso en la vida real, colega): “Que me pase algo.”

Suena bastante espantoso hasta el final, que es como una bocanada de esperanza después de que te hayan estado pisando el cuello durante siete minutos. En la película esa última frase para nada evoca optimismo alguno, puesto que la siguiente secuencia se desarrolla sobre un puente parisino y consiste en como la muchacha se debate entre si arrojarse o no al Sena. No obstante, dentro del desencanto incuestionable de todo el relato de Adèle, ese final es el leit motiv más sabio y estimulante que se me ha presentado nunca.

La metáfora de la estación está bastante sobada, pero es perfectamente válida. Son todos mis amigos que van a casarse o a tener hijos. O que ya lo están, o que ya los tienen. Y en el banco en el que estoy esperando a que pase algo divertido – o sea, no necesariamente a quedarme embarazada- está mi madre diciendo “Ya llegará, hija, ya llegará…”, desde hace diesiete años, haciendo ella misma el efecto de reverberación para acojonarme. Como si estuviéramos atrapadas dentro de una canción de Los Panchos, todo el rato. De vez en cuando me levanto para ir a la máquina expendedora de café con intención de hacer tiempo tomando un capuccino completamente artificial y allí a veces coincido con otra gente que está como yo y hacemos migas o el amor, según se tercie.

La diferencia de este año en el que ya voy a cumplir esa edad en la que una actriz de Hollywood estaría apretando muchísimo el culo de puro pavor extremo, – ¡atención!, pido perdón ya por lo inaceptablemente cursi de mi siguiente composición – es que esta vez me he comprado un billete de tren. Creo que desde dentro de un vagón en marcha habrá mejores vistas y estará Liza Minnelli cantando «Maybe this time» de fondo, pero sin aludir a un tío, si no a la alegría de vivir y a sí misma, claro. O sea, Liza Minnelli haciendo una versión feminista de una de sus canciones.

Si los próximos dicisiete años y medio son la mitad de interesantes que han sido los últimos diecisiete años y medio –y eso que sólo he bailado unos cuantos tangos entre el banco y la maquina de café– prometo celebrarlo como siempre lo he hecho: escribiendo un post. Espectacular, ¿verdad?

Yo qué sé, en realidad, lo que quería decir cuando empecé a escribir, es que he dejado de fumar. ¿Qué quieres? Una a veces no sabe cómo introducir el tema.

*Nota: El título es una cita del personaje de Ariadna Gil en El columpio.

*Nota 2: Este post es un homenaje a mis posts en forma de vómitos de estrellas de colores que escribía en el blog de los 24 años.

Los bueyes con los que estoy arando

Hace relativamente poco tiempo tuve una conversación espantosa, con una persona que también resultó ser espantosa (para mí) después, en un lugar espantoso de León cuyo nombre no mencionaré pero si haré constar aquí y ahora que tiene fotos y pinturas de toreros y ponen un salmorejo que te mueres. O sea, yo iría a la cantina del tercer reich si pusieran ese salmorejo. Y luego volvería por la noche y escribiría un graffiti enorme diciendo: Huren söhne! Porque me sentiría culpable, por el tema de los nazis y del ajo.

nazi platano

Ahí estábamos hablando. O más bien, ahí estaba hablando yo mientras él asentía y me tocaba el culo, me llamaba guapa y se reía a motor. Ahí estábamos pues, de esa guisa, y yo hablaba de Louis C. K. Hablaba del tema de las pajas. Mi postura era sumamente difícil de exponer porque: en primer lugar estaba hablando con un hombre de ideología de izquierda automática – es decir, alguien que es de izquierdas más por educación y lugar común que por convicción personalmente desarrollada y experimentada; una especie de eco de discurso rojo con orgullo vacío, que replica en contra cada vez que detecta alguna palabra que podría pertenecer a un ideario conservador-; porque el hombre tampoco creo que llegase a escuchar realmente ni tres palabras de cada diez que salían de mi boca, porque él no sabía quién era Louis C.K., sólo conocía una reseña de su vida profesional gracias al tema del escándalo sexual y porque yo, atención, estaba defendiendo al acusado. Defendiéndole hasta un punto, claro. Pero al fin y al cabo intentando sacarle del averno abyecto de los detestables absolutos.

Pensadlo. Un podemita que me toca el culo públicamente como si comprobase la madurez de un mango, mientras yo, obviando por completo esta acción, completamente ofensiva hacia mi persona, defendía a un americano liberal que ha reconocido haber acosado sexualmente a cinco mujeres mientras nos tomamos un salmorejo en el bar más cortijero que ha dado la Legio VII en toda su historia alcohosocial. Luego diréis que en el norte no sabemos divertirnos.

Pues bien, lo que yo decía, en paráfrasis y así a grandes rasgos, era algo que jamás me imaginé que compartiría en un blog; pero esto tiene un pico de cinco visitantes al día, así que la lapidación potencial será bastante laxa. Lo que decía es que no estaba de acuerdo con esto que he leído y escuchado en los últimos meses docenas de veces de: «Existen diferentes estadios de cáncer; algunos son más tratables que otros, pero siguen siendo cáncer.». Frase que he extraído citando cuasi literalmente y traducido el twitter de Allysa Milano en respuesta a Matt Damon por quitarle hierro al asunto #Metoo. Pero que, como digo, la gente se dedica a reproducir a granel cada vez que existe un debate sobre este particular.

Matt-2

Un cáncer es un cáncer siempre, en cualquier fase o grado. Sí, es una tautología. Una rosa es una rosa es. Incluso cuando es un capullo. (Es la misma puta frase, ¿eh? Que estamos perdiendo el oremus, ya, con la afectación). Pero como analogía del acoso sexual me parece francamente errada y tramposa. Nunca va a ser lo mismo que te toquen el culo a que te llamen tía buena o a que intenten violarte. No. Joder. Claro que no. Y que hay que revelarse contra todo ello si una se siente irrespetada, dolida, invadida o agredida, también es un hecho. Pero yo pensaba en Louis. En el caso concreto de Louis. Y pensaba en algún rollete que he tenido en mis veintitantos. Pensaba en anécdotas raritas que me han pasado. Y pensaba en contextos, en poder y en intenciones. Pensaba en todo esto y lo decía, más o menos así:

A mí me gusta un hombre. Le admiro porque es un escritor muy bueno e ingenioso. De vez en cuando hace monólogos en bares y tiene una sección cómica en la radio. Es conocido a nivel «músico vocalista de pueblo». Por lo que sea empiezo a relacionarme con él porque nuestros círculos amistosos se cruzan. Flirteamos. Un día concertamos una cita. Lo pasamos bien, me parece una persona interesante. Tengo la sensación de que yo también le he gustado. Volvemos a quedar. Esta vez el encuentro me genera más nerviosismo, porque, en fin, quisiera gustarle. Quisiera gustarle de verdad. Vaya, cuando te gusta alguien aspiras a que sea recíproco porque si no es francamente frustrante y entra complejo de gruppie. Total, todo parece fluir. Una noche vamos a su casa. Nos desnudamos. Él me pide por favor que si me puede grabar mientras le meto un plátano por el culo estando él a cuatro patas sobre la cama hasta que tenga un orgasmo anal y que luego ya, si me apetece, follamos normal. Yo le digo que por supuesto. Que no. Él me pide disculpas y me voy. O bien. Le digo: «Venga, mientras solo sea por esta vez.» Lo hacemos. Al día siguiente quedo con una amiga, posiblemente con María, nos partimos la caja hablando de ello y no paramos de beber cerveza hasta que cierran el último bar chino de la ciudad. Y en ninguno de los dos casos volveré a ver voluntariamente a ese señor. Porque, vaya, qué puedo decir, la magia se ha roto. Se ha rasgado como la cáscara de un plátano al abrirse.

Ahora, podemos repetir toda la anécdota potencial diciendo que el tío que me pide que le meta un plátano por el culo es Dani Rovira o Ernesto Sevilla o Flippy, yo qué sé. Para mí la historia es exactamente la misma. Un tío que me gustaba al que desafortunadamente le van unos rollos que a mí me resultan altamente nauseabundos. Me decepciona, me repugna. En algún momento considero también que aunque me lo pida por favor es un abuso de poder, porque el pervertido sabe que él a mí me gusta y en cierta manera ese poder (de atracción) me coacciona. (Más allá que el tema de «medrar mediante el sexo con famosos salidos» que daría para otro post muy diferente). Pero es muy probable que no le de importancia de trauma o de degradación personal.

Ahí estaba yo, diciendo más o menos todo eso. Y al cabo de veinte minutos explicándolo me di cuenta de que el tío – de izquierdas y autodenominado feminista (así porque sí, mira tú)-  en ningún momento había despegado la mano de mi trasero. De que cuando le apartaba porque me interrumpía a besos y para no resultar violenta lo acompañaba de algún comentario chistoso del tipo: «Veo que necesitas apreciar el sabor de mis argumentos para saber si estás de acuerdo.» él se reía a mandíbula batiente sin acabar de captar mi creciente incomodidad y repitiendo la jugada una y otra y otra vez. El lenguaje corporal fue elevando hasta tal punto su grado de allanamiento que acabé gritando sin pudor: «¡No soy una jodida muñeca hinchable!». A lo que respondió coqueto y absurdo: «Sí, lo eres, eres mi muñequita hinchable.»

2016 Winter TCA Portraits

Y fue ahí, justo ahí, amigos, cuando decidí que por muy rico que esté el salmorejo, nunca jamás en mi puta vida iré a comerlo a la cantina del Tercer Reich.*

No sé si me explico.

*Nota: La cosa es que la que empieza a narrar es mi yo ajeno al acoso, mi yo frivolón y feliz que come salmorejo aunque se lo sirva Adolf. Mi yo banal y sin principios. Mi yo ingenuo y hedonista. Y la gracia es esa, que mi alter ego del post evoluciona a la vez que mi voz narradora. Bueno, no sé, es que no me gusta escribir borradores. Ojalá se me haya entendido mejor que a Catherine Deneuve.

Nos saludamos agitando la mano en el aire, a lo lejos.

Própolis es nombre de personaje de tragedia griega y sabe a iglesia cristiana. Creo que si tuvieras que comer un tazón de cereales en un cuenco de piedra habitual recipiente de agua bendita, te sabría a própolis. Digo eso, nada más. Me he tenido que comer dos caramelos de própolis con miel y limón y textura de gominola poderosa hace un momento, porque los hados decidieron no dejarme hablar del amor. Estaba intentando recordar Hang the dj, y me ha entrado la tos nerviosa dramática. Que además de no dejar hablar tampoco deja escribir porque los dedos se mueven junto con el resto del cuerpo, espasmódicamente. Probad a teclear cuando os entre la tos, sentiros ridículos y por extensión, humanos. Lo que quiero decir es que esta sensación bucal devota no me permitirá redactar esto que me corroe por dentro, desde la honestidad que me caracteriza.

Cuando digo Hang the dj me refiero al capítulo de Black Mirror sobre las parejas concertadas en citas obligatorias a través de un sistema informático que calcula previamente índices de compatibilidad en varias facetas y que proporciona asimismo y de antemano una caducidad a los encuentros. Era divertidísimo de ver. Como si hubieran hecho una versión futurista de mi vida.

Esto me llevó a pensar en las relaciones triviales que he mantenido a lo largo de la juventud (que aún colea, pero ralentizadamente). Y también en las duraderas y trascendentes. Y, afinando un poco más, en los análogos orígenes de ambos tipos. Después le he dado unas cuantas vueltas mientras masticaba. Ahora mastico muchísimas veces cada bocado de alimento para eternizar las comidas, de tal manera que mi cerebro es engañado creyendo que como mayor cantidad (ya ves qué idiota, mi cerebro), me sacio antes y, por ende, acabo comiendo mucho menos. Creo que a la larga todo lo que pierda de culo se me pondrá en el mentón hipertrofiado que voy a adquirir por culpa de visitar y creer loquesea de foros como “enfemenino”.

La mágica y chispeante conclusión a la que he llegado en mi mismidad es que absolutamente todo lo que pasa en una relación romántica está principalmente condicionado por la forma en que los dos individuos implicados se saludan entre sí en el primer encuentro que se produce -acordado o no- tras haber mantenido relaciones físicas la vez inmediatamente anterior. Digamos que es el pistoletazo de salida que define la clase de vínculo que se tendrá. La palmadita del médico en el culo del bebé para que escupa lo que haga falta y comience la función.

Para mí este trance siempre ha sido delicado y controvertido. Y no estoy hablando sólo de ver a alguien después de haberte acostado con él y practicado el coito. Incluyo cualquier tipo de contacto físico sexual; como quedarte a ver películas de Kiarostami en casa de un colega hasta el amanecer (como hace cada día más y más gente) y que acabéis dándoos un besoteo con tocamientos en el sofá, casi por inercia.

¿Después qué? ¿Eh? ¿Qué? Toda esa intimidad comprimida en unas horas tórridas, pasándoos las manos por el cuerpo del otro como si estuvierais haciendo una exploración médica en busca de tumores. Comerte la boca de la otra persona, respirar su aliento, atragantarte con algún pelito ajeno. ¡En fin! Toda esa odisea pegajosa y maravillosa que es embadurnarse de otro ser humano parece ocurrir en otro plano de realidad completamente desgobernado en el que no se contempla el tiempo ni las consecuencias. Es un accidente. Siempre es un accidente. Y un trauma. Y la otra persona ya nunca será como era antes de que le metieras la mano por debajo de la camiseta y la lengua dentro de la boca.

Si la siguiente vez que vuelves a ver a alguien con quien has tenido sexo os saludáis dandoos un beso en la boca, habéis perdido a un amigo. Lo siento. La relación está condenada a funcionar en el plano romántico y, por tanto, a que os convirtáis en antagonistas o a que os evitéis hasta el lacerante dolor unilateral en el futuro inmediato o a que tengáis un noviazgo obligado por el pudor que os produce a ambos el herir al otro diciéndole que en realidad tampoco os gusta tanto o, en la versión más piruleta de la vida: a que os améis por siempre jamás o, no sé, cinco o seis años, y habléis de la conexión extrasensorial y sacra que os hace mucho más guays que cualquier otro dúo de seres vivos del planeta.

Por supuesto no hay reglas para esto, aunque creo que estoy más que preparada para escribir artículos de consultorio sentimental en donde sea. Pero lo de los besos es así. ¿Hay algo más agresivo que besar a alguien en cuyo cuerpo dejaste huellas de fluidos varios, la vez anterior, en esa otra realidad cuántica? ¿Se puede ser más invasivo? Y, lo que no es menos importante y digno de tener en cuenta: ¿Hay algo más frío que no besar a alguien en cuyo cuerpo dejaste huellas de fluidos varios, la vez anterior, en esa otra realidad cuántica? ¿Se puede ser más impasible?

Es una encrucijada imposible donde nunca se puede ganar. Quería hacer un análisis del probable devenir de cada tipo de saludo postcoital o postbesil o postmasturbación y no he podido, de alguna manera me he perdido en la ambivalencia y el agujero infinito de la incertidumbre. Remito pues al título del artículo. Todos quedaremos siempre a salvo en la polivalente interpretación de afecto e intenciones que tiene un saludo agitando la mano en el aire. A lo lejos.

Las locas de internet (Episodio I)

Yo tenía veinticinco años y me gustaba Lucio Battisti. Era otra vida. Leía regularmente las actualizaciones del blog de un tipo muy gracioso que se quejaba sin parar de lo feo que era y de lo terriblemente patética que resultaba su existencia. Tenía muchísima gracia para alguien como yo, permanentemente enamoriscada de personajes como Bocazas de los Goonies, el malote chisposo interpretado por Judd Nelson en El club de los cinco o Lucas, el pobre Lucas, en Lucas. Fantaseaba yo a diario entonces con aquel paria social orgulloso de, siempre a mi juicio, deslumbrante rapidez mental y sugerentísimo pensamiento divergente bien expuesto. Me parecía que era el tipo más atractivo sobre la faz de la tierra. Tanto es así que, por aquel entonces, no sucumbí a los encantos de uno de mis compañeros de piso; un romano de Erasmus en Barcelona con cara de gondolero de anuncio de desodorante que se paseaba por la casa recitando la Divina Comedia y cuyas feromonas bullían como arma de destrucción masiva provocadas y multiplicadas por mi absoluto desinterés en su persona física.

Una amiga, profundamente inmersa en el conocimiento de lo que viene siendo la “mandanga Terrat” me informó de que este muchacho, este outsider adefésico de mi coraçao, era en realidad un chico de mi edad que trabajaba de guionista en Buenafuente y que además salía en vídeos publicados en youtube y no era la clase de aborto estético que prometía ser. Este guantazo de realidad rebajó sustancialmente mi entusiasmo. Al final, el tipo no escribía desde la inquina del fracaso, era todo una insultante pantomima. Por supuesto no se trataba de Brad Pitt, ni de Edward Norton siquiera, pero tampoco parecía la clase de persona a la que le entra la risa nerviosa al desnudarse. Y su posición social, situada bastante por encima de la mía en aquella época decadente de Nou Barris, callcenters y compañero de piso secundario persa loco, me intimidaba y al mismo tiempo me hacía despreciarle por lo fraudulento de su alter ego. Como si en algún momento me hubiese engañado para hacerme creer que él era un mindundi con un corazón de oro y un sentido del humor arrebatador, cuando en realidad era un tío normal que se había leído Como orquestar una comedia y la había asimilado muy bien.

En cualquier caso ya existía Facebook en aquella aciaga época. Nos hicimos amigos virtuales. Una noche estuvimos hablando de las páginas de fans de Palomino y de por qué se había extendido el bulo de que a los hombres les gustaba que les metieran los dedos en el culo durante el coito. En fin, lo normal entre gente de veintitantos en aquella época. Probablemente hubiese cientos de millones de personas hablando de exactamente lo mismo en aquel preciso instante.

Como es lógico recuperé el enamoramiento esperpéntico con más fuerza aún. No volvimos a coincidir jamás por el chat. Pero esa única y aislada conversación infantil fue el elixir de la eterna atracción unilateral. Menos es más, de tota la vida. La vacuidad de mi existencia, la frustración profesional y el exceso de tiempo libre cuando entré a trabajar en la cantina mexicana de Gracia, me hicieron caer lenta y ásperamente en el agridulce terreno de la obsesión psicopática, repulsiva, balbuceante y absolutamente despreciable. Así es que, claro está, llegados a este punto edité un vídeo con la canción Un’avventura de Lucio Battisti de fondo y un montón de fotitos ilustrativas (con Benigni y tipos así) y cartelitos diciendo algo tan pueril y vergonzante como que de toda la gente con la que imaginaba tomándome un café, él era mi candidato ideal. Y se lo pedía literalmente: “¿te quieres tomar un café conmigo?” en blanco sobre negro al final del vídeo. Lo publiqué en mi blog y lo extendí por doquier. Quizás sea la cosa más humillante que he hecho en todos los días de mi vida. No creo, de hecho, haber sido jamás tan poco consciente de mí misma -y yo he mezclado Jagger con red bull muchísimas veces-. Aún explicándolo ahora, casi diez años después, siento como si hubiera estrangulado a un gatito y estuviese confesándolo en un auditorio gigantesco llenito de gente tipo mi profesor de literatura del instituto, mi padre, mi amiga Raquel y, en general, todas las personas a las que respeto fuertemente y me horroriza pensar en decepcionar.

El fake paria vio aquel documento del averno y no tardó en reaccionar escribiendo una entrada en su blog al día siguiente con un apartado titulado “Las locas de internet”. Recuerdo la vergüenza y el horror y haber pensado: “¿Pero esto no debería haberme pasado ya en la adolescencia, joder?”. “Por suerte a tus 14 no había internet, so mema”, me respondía entre sollozos. Se lo conté al italiano gondolero, que juró matarle, y vivimos uno de esos momentos de romanticismo chonil a lo Federico Moccia la mar de entrañable.

Así me convertí durante una primavera en el foco del cachondeíto cruel y presumiblemente brillante de la redacción de Buenafuente.

Luego el tiempo pasó y fui superando el shock. Eclipsado por otros eventos aún más traumáticos como la depilación laser en la vulva o aquella vez que tuve que recoger la imponente montaña de caca del perro cuando tuvo diarrea en medio del paseo de Poblenou y al hacerlo me manché un poco la manga y tuve que ir de esta guisa mierdil un rato, corriendo hasta mi casa buscando una papelera de camino, con las bolsas de heces deshechas en la mano, rezando para que el pobre Scout no volviese a tener un apretón fulminante.

La dignidad, ese concepto escurridizo.

A día de hoy, a 800 kilómetros y una década de distancia todo esto me sigue avergonzando, como digo, pero soy capaz de usarlo como reflexión. Porque no hace muchas horas me he dado cuenta, oh bendita ironía, de lo siguiente: ¡el que lo tuvo que pasar fatal fue él! Yo no era la víctima del rechazo, no era la pobre chica maja pero hortera y obsesiva que se merecía una oportunidad. Era ese ser abyecto con un pelo muy guay, la verdad, pero que es invasiva, maníaca e irrespetuosa. Yo acosé a ese chico. Le presioné con trucos terriblemente poco elegantes a que tuviera que aceptar mi propuesta, después de haberle agregado a mi Facebook sin conocerle en absoluto -cosa que ya no hago con nadie, para nada (risas)-. Y encima me situé por encima de él, ofreciéndole el regalo de mi compañía, insinuando claramente una superioridad. Y él, lógicamente, se debió sentir amenazado por mi falta de cordura y temió claramente por su integridad física. Aparte de que yo no le gustase un carajo, quiero decir. Me quise meter en su vida por imposición, sin saber nada auténtico de él y creyéndome en el permanentemente derecho de hacerlo. Y, no contenta con todo este conglomerado de despropósitos, además después, me convencí de que la damnificada era yo y me quejé de su falta de buen gusto al no aceptarme y rechazarme públicamente (igual que yo me declaré también públicamente). Hoy, después de haber sufrido el profundo asco y resquemor de los 287 tíos* que han hecho conmigo lo que yo te hice a ti, te pido perdón. Lo siento mucho, Joffrey.*

*Nota: A ver, de alguna manera, no en plan «tengo 287 vídeos de tíos diciéndome que les gusto». Que nos ponemos muy finos con todo esto de la precisión.

*Nota: O sea, claro que no se llamaba Joffrey, pero imagina que pongo ahora su nombre real. Como un homenaje de décimo aniversario impreciso hacia mi momento de stalker. ¡En fin!

 

La la land: It must be love?

Quiero dejar perfectamente claro que a mí Emma Stone y Ryan Gosling son dos personas que me resultan altamente simpáticas y carismáticas y no tengo nada razonable o no en contra de ellas. ¡Es más! Me encantaría que me acompañasen a hacer la ruta del Cares o invitarles a cocido. Parecen buena gente y no me importa demasiado si lo son. Me sorprende positivamente que sean oficial y universalmente considerados sex symbols. A pesar de que ella sea un poco sopas y posea ese halo de Rosita, la chica de dibujos animados con outfit de tenista en una merienda campestre que era acosada sexualmente por Chicho Terremoto de manera sistemática y repulsiva. Y de que él tenga cara de vela derretida, como ya hemos tratado en anteriores digresiones inútiles de éste mi querido y frivolete bloguecillo. Que la gente fantasee eróticamente con ellos prueba que si la mona se viste de seda lo puede petar muy fuerte. Y eso reconforta y proporciona una poderosa motivación para hacer régimen.

Aclarado esto, llevo un año queriendo hablar de La la land. Y no precisamente para decir algo constructivo y sano. Mi intención de rebajar el nivel de odio gratuito y banal de mi ser ha bloqueado los adjetivos cínicos y un poco sucios que me producían tensión craneal cada vez que me venía a la cabeza lo de: “City of stars… Are you shining just for me?…”.

Me resulta muy difícil hablar de esta película sin tomarme todo lo que sucede en ella como algo personal. Más, habida cuenta, de que a mí, señores, me encantan los musicales. Yo pasé todas las nocheviejas de mi pubertad y adolescencia inyectándome a Gene Kelly en las fucking venas. Creo que he visto más veces Levando anclas que el que la montó. Mi cinta de vhs de Un americano en París está apergaminada y si alguien fuera capaz de reproducir mi copia de Cantando bajo la lluvia, en la escena central le parecería que en realidad nieva. Soy una fanática de la euforia decorativa. Esto es así y me ha proporcionado tantas horas de alegría como de vergüenza. La dualidad de las cosas es hermosa, ¿verdad?.

La primera vez que vi una reseña de ésta película se me erizaron los pezones. (Es curioso lo que a una le produce pudor confesar y lo que no). Me parecía absolutamente perfecto pensar en una historia de amor, simpática, musical, ultrarromántica y colorista y con esa parejaza tan bien avenida de protagonistas. Casi me alegré de estar de baja por depresión. Por lo de tener tiempo libre suficiente para ir repetidas veces al cine hasta aprenderme alguna coreografía de memoria o que saliese Ryan de la pantalla a darme un paseo y la medicación. Nos recuerdo nítidamente emocionados a Emil y a mí sentados en esos butacones magníficos del Phenomena. Con el cine a reventar. Casi noto aún la revolución en mi colon a causa de la subida disparada de adrenalina. Era como estar enamorada.

Empieza. Primer número musical. Bien. Nada que decir. Bueno, a lo mejor ya se me han pasado las ganas de ir al baño. Pero tampoco es que uno quiera estar siempre en la parte más alta de la ola emocional; se te puede embotar la sensibilidad y acabar percibiendo siempre todo como si te hubieran practicado media lobotomía:

Después el conjunto se precipitó rápidamente, aún a pesar de los parones para repetir cual matraca el estribillo de marras con su correspondiente tecleteo pianil, tan cuco. La película se desarrollaba a una velocidad demasiado acelerada para acabar de discernir cuál de los dos personajes era más naif. Mi ansiedad reconvertida en tedio agitado me pedía apasionadamente una subtrama a la que agarrarme. Algún personaje reflejo que fuera un poquito mordaz y puñetero y deslavase durante algún rato toda esa asfixia de algodón de azúcar. Pero nada. Todo era chica conoce chico. Chico trata a la chica como si fuese una paria social. Chica mendiga atención de chico. Chico, por lo que sea, de pronto piensa “bueno, a ver, es que no tengo mucho tiempo, porque estoy a lo mío que es el jazz y tal, pero quizás esta tía puede ser una compañía más o menos grata y a ella también le mola la ciudad y lo de ir con gente guapa y eso. Venga, voy a darle un beso a ver qué onda.” Chica quiere ser actriz y dramaturga. Chico no se quiere prostituir artísticamente. Subidón. Bajón. Que si el dinero. Que si mis sueños. Que si te quiero pero no te quiero asfixiar. Que si me ha salido un curro de puta madre. Que si ciao pescao. Que si tengo resquemor y siempre lo tendré por haber antepuesto el éxito profesional a mi supuesto enamoramiento extremo de alguien a quien sólo aprecio porque comparte el mismo egocentrismo y ambición de reconocimiento que yo, pero que, vamos, esto tampoco es Los puentes de Madison, oiga. Voy a masturbarme mentalmente aquí este ratito de concierto y luego ya me voy a mi mansión con el bebé y con mi marido que fijo que es pro Trump.

No deja de torcerme bastante el esfínter el hecho de que una película cuya historia es eminente y exclusivamente, una historia de amor – cuyos sub cuentos paralelos son las ganas respectivas de medrar de los amantes en sus carreras creativas – sea al final una historia de amor tan carente de fuerza y de verosimilitud. Tan desapasionada, en definitiva. Y con unos números musicales rutinarios y descafeinados que no me puedo creer que beban de Vincente Minelli, de Jacques Demy, ¡de Godard! (tócate la vaina) o de Stanley Donen y mi bendito Gene Kelly. ¡No-hombre-no! No me meto en si la parte técnica y el corte final de las secuencias está bien. Desde luego una chapuza no es. Aunque yo he visto esas mismas películas de esos señores que le gustan tanto a Damien Chazelle y no acabo de conectar las referencias. De todos modos creo que la clave está en que si vas a hacer una cosita bonita, divertidita y trascendentalita sobre el amorcito y la ambicioncita, no obvies crear unos personajes que tengan un poco de enjundia. Un cierto grado de sentido del humor para lograr empatizar mínimamente con ellos sin necesidad de vivir en Hollywood. Que su personalidad se componga de algo más que de su sueño principal y de todo de lo que de él deriva. Y que cuando se conocen exista una razón de complicidad más allá -para enamorarse- del mero hecho de que han coincidido en un par de fiestas y que son “guapos”.

No me gustó La la land. No sé si queda claro. Me puso de mala hostia, de hecho. No salí cantando del cine. Salí con la cabeza taladrada de estrellitas de la ciudad clavando sus puntas en las paredes de mi quijotera. Si hubiera ido sin expectativas estoy segura de que me habría parecido bien. Agradable y digerible. Pero aún liberándome de todos los prejuicios que me acompañan y amordazan a mi yo infantil, siempre dispuesto a ilusionarse y reírse a motor; creo que nunca hubiese salido contenta tras ver esta película. Y es que si hay tanta gente que se cree que esto es una representación certera del amor, entonces el amor se está convirtiendo en un vestido de tul muy mono que quieres tener sólo para que te lo envidien. Y eso es tan trágico que me dan ganas de vomitar llorando.*

*Nota: Para no acabar el artículo con una imagen tan amarga y repelente aprovecho para recomendar La vida de Adèle, La novia y The end of the affaire. El amor, el amor… Pues eso.

 

Guardar el amor dentro de una bacteria

Hace un par de semanas se me rompió el corazón en varios cientos de miles de pedazos minúsculos y sangrantes. Mi ordenador iba a la misma velocidad que el ritmo de una película de Tarkovski. Un día estaba cagándome figuradamente en el niño de la enfermedad de las encías de Stranger Things -disfrazado de cazafantasmas- y súbitamente hizo «plof». Mi ordenador, claro, el niño se limitó a chascar la lengua. Al cabo de veinticuatro horas de estupor y terror, intentando encender de nuevo el pc sin éxito, decidí «refrescarlo». Reinicié el aparato en el modo «ASSIST» y le di a esa sugerente y juvenil opción: «Refreshing». Casi podía notar un sensual y sinuoso latido en las letras. El proceso duró varias horas. Mis nociones de informática son lo suficientemente cristianas como para asociar la espera al sacrificio y a una correspondiente recompensa exitosa. Y, en cierto modo, así fue. Mi VAIO turco resucitó ágil, luminoso y lleno. Lleno de ganas de vivir pero vacío de todo lo demás. Los últimos dos años y medio de mi vida vertidos en la nada, separándose para siempre de esa masa absurda llamada tsunami de datos, que algún día nos devorará, nos digerirá y nos defecará en el gigantesco agujero negro que será el apocalípsis.

Éste verano, cuando aún era poseedora de mi memoria reciente y no era consciente de mi fortuna, leí en el periódico que unos tipos de Hardward habían logrado insertar un GIF animado en el ADN de una bacteria. Concretamente en una Escherichia coli y la imagen era la de un jinete sobre un caballo que trota un poquito. Ya ves qué bien. En aquel momento no tuve una opinión formada sobre este asunto. Supongo que como la mayor parte de las cosas de la vida, me resultó ridículo, nada más. Hoy, esta tarde, he encontrado mi disco duro extraíble Toshiba. Había puesto en él todas mis esperanzas de poder recuperar ese 6% de mi existencia hasta la fecha. Todos esos vídeos de bebés, fotos que hice de cuando logré mover la cama del dormitorio al salón y estaba segura de que nadie me creería si no lo documentaba gráficamente, retratos míos con una peluca azul. En definitiva, la clase de material inmortalizado de la realidad que mereció la pena ser vivida. No había nada de eso.

Toshiba sólo comprende mi memoria infantil, parte de la primera juventud, Barcelona y unos 300GB de Estambul not Constantinopla. Pero lo que pasó desde 2015 para acá es polvo enamorado. Y en el polvo hay piel muerta, ácaros y, seguro, que alguna bacteria. Mi pena es tan insondable que en un momento de crisis emocional extrema aunque fugaz he pensado que sería capaz de insuflarme el cólera si así puedo ver de nuevo un GIF de mi felicidad mirando una chimenea en una casa de piedra de algún pueblo de la Catalunya profunda. Todo eso que pasó en dos años y medio ya sólo quedará guardado en mi memoria real y, por tanto, cobrará en cuestión de poco tiempo un valor sentimental muy superior a cualquier otra época de la vida que kodak, fotolog, facebook o instagram hayan conseguido grabar y reproducir cuando quieras y con la nitidez de lo que sucedió hace un instante. Mi cerebro es una cpu engañosa y llena de errores que reedita constantemente los archivos y cuya resolución está más empañada que unos ojos cataráticos. 

Es por ello que dedico este post obscenamente personal y parco a decir adiós a esa fracción de mi vida en la que leí, lloré y reí tanto. Esa fracción que ha desaparecido sin morir ni avisar antes. Que se ha esfumado. Que me ha hecho entender The leftovers.

 

 

De las tetas y el feminismo

¿Cómo hablar seriamente de mis pechos? No es fácil vivir con ellos. Al igual que mi buena memoria me han traído tantas alegrías como desgracias. Son, entonces, un valor y por tanto un obstáculo en mi camino hacia la liberación femenina. Porque los uso conscientemente. Dada la predominancia de lycra en mi vestuario y la magnificencia habitual de mis escotes, sería difícil encontrar a alguien que se tragase que soy feminista. Ni yo misma lo creería. Y dejémonos de misterios, no soy una militante pura. Pero, eso sí, el machismo me da putas ganas de vomitar. Por eso me paso la vida con el ceño fruncido; por la naúsea perpetua.

Acabo de leer una cita de Caitlin Moran en la que viene a decir, en paráfrasis sesgada, que si te pone de los nervios Madonna y llevar vaqueros es que eres feminista. Así que según ésta mujer lo soy al menos al cincuenta por ciento, porque es escuchar «Like a virgin, uh! touch for the very first time» y sentir una terrible vergüenza de género y una incontenible pulsión de correr a una tienda online de dildos para acabar por siempre y radicalmente con la dependencia del macho a todo nivel. Aunque seguramente un consolador no es precisamente un símbolo de manifestación contra el patriarcado. ¿O sí? No lo sé. Pamela Des Barres, una de las gruppies más famosas de los sesenta, le proporcionaba a una colega «artista» moldes de los penes de gente como Mick Jagger o Jim Morrison para hacer esculturas y material masturbatorio. Y en fin, las mujeres cuyo leit motiv era ser penetradas por tipos que sabían hacer música, no son la clase de heroínas reivindicativas de sí mismas y de la igualdad entre sexos.

Caitlin Moran writer, journalist

Caitlin Moran

Últimamente he leído varios artículos sobre dilemas feministas. Muchos de ellos relacionados directamente con la estética y la cultura. Volviendo al tema de los vaqueros. Al hecho de que te pongan de los nervios los vaqueros como rasgo identificativo de tu pulsión feminista natural. Analicémoslo. Esos vaqueros a los que la buena de Caitlin hace referencia, entiendo serán ajustaditos, duros, con remates ingenierísticos y moldearán un culo respingón y maravilloso capaz de despertar los más bajos instintos de un macho heterosexual. A costa siempre de la incomodidad física, los problemas circulatorios y la imposibilidad de ponerte a comer cocido a destajo. Dolor y frustración para esa mujer esclava de la aprobación masculina. Hacer toda esta reflexión y luego rechazar unos vaqueros en pro de la amplitud de movimientos de llevar algo suelto y anchito, sacrificando el atractivo físico obvio de marcar cacha es, entonces, feminista. O al menos, según la señora Moran es un comienzo, ¿no?

Retomemos pues, ahora, mis tetas, sobre las que me preguntaba al principio. Yo tenía una amiga a los veintitantos, cuando salíamos en pandilla a ligar, que tenía poco pecho, no era muy atractiva y resultaba bastante seca y hostil – o sea, a lo mejor me he pasado diciendo «amiga» -. Esta mujer, tremendamente enfadada con el mundo, siempre me decía que la razón de que yo tuviera más éxito en mi captación de la atención de jóvenes casaderos, era que tenía las tetas muy grandes. Para ella, la única diferencia entre ambas era la talla del sujetador. Lo que había marcado nuestra suerte y nos había posicionado en el mundo social-flirt en distintas categorías era única y exclusivamente el tamaño de las mamas. A mí, que en mi infinita ingenuidad, siempre me había parecido que los chicos me hacían caso por mi exquisito sentido del humor y mi gracejo particular, me resultaba profundamente bochornoso y violento creer que yo no era más que una tipa insulsa pegada a dos magníficos y carismáticos senos turgentes. Y peor aún, que por norma general, los tíos nos pudieran simplificar personalmente hasta ése punto. Que prefiriesen la compañía de una por encima de la otra atendiendo principalmente al volumen de las glándulas mamarias.

Sarah-Silverman-Boobs

Pasado el tiempo y las experiencias, llegué a la conclusión de que los hombres con los que mantenía relaciones estrechas, amorosas o amistosas, valoraban rasgos de mi personalidad que les resultaban interesantes y útiles, así como el hecho de un grado justo de compatibilidad de caracteres para que fuera posible una comodidad y confianza a la hora de mantener un vínculo sano y satisfactorio conmigo. Pero he de decir que ninguno de ellos, a lo largo de toda mi vida con ellas, ha omitido la alusión a mis tetas como rasgo importante que forma parte de mí. Los pechos como un hecho imposible de ser obviado dentro del conjunto. Como el absurdo que sería ir a París y sudar de la Torre Eiffel.

Consecuentemente, he aprendido a aceptarlas y a tener en cuenta su valor de marketing.  A no ser tan hipócrita de pretender que no han condicionado mi discurrir existencial -me pongo muy fuerte con esto-. Y al igual que cuando aparecieron eran una cruz, me abochornaban y las ocultaba debajo de sudaderas anchas y gruesas, como una tara que se ha de mantener en el ostracismo; a medida que me he ido convirtiendo en una mujer hecha, cínica y derecha han ido gozando de mayor protagonismo y aire libre. Siempre protegidas, levantadas y expuestas gracias a sujetadores que ya, por el mero hecho de ser, resultan poco confortables. El caso es que al mismo tiempo que iban quedando a la vista yo las apreciaba en mayor medida. Hasta el propio rito de vestirse se ha convertido en algo completamente íntimo y personal y dirigido a mi disfrute y entretenimiento. Yo me maquillo, me visto y me ajusto los tirantes para colocarme bien las tetas para mí. Independientemente de que luego las use o no. También estudio filosofía por satisfacción personal y luego utilizo la razón como herramienta para medrar en otros aspectos prácticos de la vida.

Así que ¿enseñar teta o llevar vaqueros push up o todo lo que tenga que ver con resaltar rasgos que se corresponden con los cánones estéticos de la sociedad, cultura y época en la que nos ha tocado vivir y desenvolvernos, a costa de una innegable incomodidad física implica necesariamente no ser feminista? ¿Qué sería lícito, en ese sentido y contexto superficial, usar como elemento de seducción sin ser una servil perra del machismo? ¿O es que seducir es ya en sí mismo anti-feminista? Si hago una dieta de adelgazamiento estando perfectamente saludable ¿estoy sometida a la tiranía de la masa garrula machista que me tendría más en cuenta viéndome esbelta? ¡Ay!

Me explota la cabeza, tías; debe ser que me aprieta el sujetador.

Marilyn

Pu-pu-pidú!

Del amor insípido en Juego de tronos

Yo empecé a ver Juego de tronos con el mismo interés con el que empecé a ver Los Serrano. Ninguno. (A lo mejor no era necesaria esta aclaración.)

Los primeros cinco episodios me parecieron tediosos, oscuros y con ese halo rancio bastante pesadito del basar lo que sea en los principios y conceptos decimonónicos tan totalitarios y ambiguos como el honor, la sangre y el respeto escrupuloso a la tradición. Y toda esa gente con el pelo churretoso, la ropa pesada y la cerveza caliente me daba muchísima pereza y angustia. Agradecí de veras que las series no se puedan oler.

Pero en el capítulo seis aparece Tyrion – Peter Dinklage, el sex symbol más improbable de la historia de la tele- haciendo unas brometas buenísimas frente al trono del Valle el día en que está siendo juzgado por intento de asesinato. Se camela a todos con su irresistible encanto personal y con la ayuda de Bronn – un mercenario más resuelto y autosuficiente que una tenia-  consigue salvar la vida. Y a partir de ese momento se crea entre ellos un vínculo de sincero afecto y química amistosa acojonante. Hay intereses económicos y de seguridad física, claro, ¿pero qué pareja no tiene problemas?

Tyrion y Bronn

A partir de este primer rasgo de humanidad verosímil empecé a encontrarle el encanto a la serie. Y me enganché, porque todos necesitamos llenar de algún modo el insondable vacío de la existencia humana y hacer el amor todos los días es muy cansado. Gracias HBO.

Me enganché sí, pero siempre tuve un serio problema de conexión con Jon Snow y con Daenerys Targaryen. Con esos cutis perlados, esas miradas ovinas y ese no haber entendido un chiste en su vida. Contemplé en paralelo sus respectivos enamoramientos primerizos y oportunos, mientras en el resto de reinos se iban dando romances avenidos o ilícitos, pero en general más poco sugerentes y sabrosos que una tapa de queso de Burgos.

Las escenas de sexo, al principio eran llamativamente explícitas; en la primera temporada, por ejemplo, hay una secuencia en la que una prostituta hace fist-fucking a otra mientras Meñique va contando su vida y recoge un poco el cuarto. Porque se puede ser pervertido pero ordenado. Y a medida que la serie iba ganando notoriedad el número de zonas pícaras visibles remitía proporcionalmente al aumento del target. Por el amor de Dios, ¡pero si hasta le habíamos visto el pito a Hodor!

Entiendo que no es extraño que en una serie en la que todo el mundo vela por su ombligo es difícil que el amor se de y además se pueda reproducir de una manera creíble y plástica. Además, como ya he dicho, tenía que oler fatal y cuando no estabas intentando salvar la vida estabas concentrado en respirar por la boca para no desmayarte. En esas circunstancias las feromonas no se pueden inhalar porque deben ser como puños. Y así, claro, no hay atracción. Como mucho puede haber morbo o prestigio social. De ahí los incestos y los idilios interclasistas.

Resulta revelador que las relaciones más interesantes basadas en un sentimiento de amor, aprecio y respeto o que los reencuentros más capaces de erizar pezón sean aquellos que se dan entre dos personajes que jamás han tenido catarsis sexual. Como pueden ser Jamie Lannister y Brienne de Tarth, que sabemos que no follarán jamás, pero se gustan un montón.

EP303

Así pues, llega el día en que Jon y Daenerys se conocen y piensas lo mismo que pensaste después de perder la virginidad: no me lo imaginaba así para nada. Y te hueles, dado que las últimas temporadas parecen dirigidas por Spielberg y producidas por Disney, que van a tardar un suspiro en acabar encamados. ¿Y por qué? Porque son guapos, valientes y poderosos. Son el Brangelina de Poniente. No tienen una historia conjunta. No han aprendido nada el uno del otro. No han pasado por ningún dramón juntos ni han empatizado con las emociones del contrario. ¡Pero si ni siquiera han salido a cenar por ahí ni una sola vez, por favor!. Cada uno se ha ido currando su rol heroico por su cuenta y se han conocido en el topofthemountain de sus vidas tanto a nivel de belleza como de control soberano sobre buena parte de la humanidad. Eso, amigos, es gustarse por las razones equivocadas. Es el romance más superficial y materialista que os podriais tirar a la cara en la vida.

Jon-Snow-Daenerys-Targaryen

Y esa es la razón por la que es imposible que un vil mortal no dragón pueda identificarse con esa historia de amor y, peor aún, por la que nadie jamás practicará el onanismo visualizando la resolución de la tensión sexual entre los dos protagonistas de Juego de tronos. Muy a pesar, eso sí, del culo de Kit Harinton, que es bien digno del heptanieto del inventor del inodoro.*

 

*¿No os pirra wikipedia?

 

Del dolor y la cara lavada

Sólo unos días después de haber escrito eso de que todotequieroesunaerrata, aseveración que ahora se presenta reverenciada ante mí como la mayor patochada que he producido en mi vida adulta, caí muy enfermita de lo que viene siendo el corazón, en sentido figurado. (Y que lo ñoño no pare, no-pare-no, ¡lo ñoño no pare!).

Así que dejé de escribir. Del todo. Se me evaporaron las ganas de opinar en voz alta suspendiendo en el aire un insoportable tufillo a mendacidad. Dejé, también, que los bombones se vendieran solos y me presenté ante mi médico de cabecera -una especie de Colin Firth pelirrojo que no llega a ser Raúl Cimas- explicándole a ritmo de temblor de barbilla que: «Estoy muy triste. Mucho. Todo el rato. Y ya ni siquiera puedo hacer un chiste con ello. Yo, ¡que fui la mujer más feliz de Facebook! pensando en la muerte cada hora en punto; figúrese». Colin, junto con el paquete de kleenex, me extendió una receta de píldoras para dormir y un parte de baja médica. Me pregunté qué punto de mi discurso daba lugar a tan magna malinterpretación. Yo no quería dormir; quería reír. Supuse que quizás el Orfidal te hacía partirte el culo en sueños. Tal vez era un comienzo; el darcerapulircera de la psiquiatría.

Me encomendé a los designios de la psicología clínica y el grueso de mis amigos físicos fueron sustituidos por dos principios fundamentales para la felicidad simulada: ansiolítico y prozac. Así entendí de golpe My body’s a zombie for you y me convencí un tiempo de que Ryan Gosling también podía haber sido víctima de trastorno adaptativo en algún punto de su existencia de tío bueno con «cara de vela derretida por los lados» (María Ramírez dixit).

La mutua de mi trabajo me perseguía tratando de verificar mi tristeza. De auditar mi desdicha. De analizar la profundidad de mi pena. De quitarme los ochocientos euros que subvencionaban la rutinaria charada en la que se había convertido mi vida. Y después de dieciocho años usando eye liner, de diseñar unos rasgos nuevos sobre los míos a partir de base de maquillaje de tono bronceado sutil, colorete, carmín y rimmel, un día me lavé la cara y la mostré al mundo por primera vez desde la adolescencia. Parecía más joven. Parecía más cansada.

La lección 1 del fascículo primero de «Cómo demostrar que se padece una enfermedad psicológica a partir de una estética que proyecte un estado anímico deplorable» dice claramente: «¿Dónde te crees que vas con esos labios rojos, furcia?». Así que regresé a la ausencia de adorno de golpe y mi facha de pronto era tan minimalista y sobria, tan pa ná, como el diseño de la casa de Steve Martin.

Un mes después dejé las redes sociales, pertinentemente antes de mi cumpleaños. Batí mi récord personal por defecto de felicitaciones. No tener facebook, ni twitter, ni instagram, ni cristo que lo fundó  -unido al abandono de máscara cosmética-, me hicieron sentir poderosa durante por lo menos dos días. Un subidón nada desdeñable cuando has llegado a un punto de rictus Buster Keaton. Después ya comprendí que estar fuera de Facebook sólo era cool si conseguías que la gente pensase en ello. Y nadie piensa cuando está buscando likes. Es la paradoja de la modernez y el prestigio social de nuestra era.

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Tras varios meses de labilidad emocional me tocó volver al purgatorio aeroportuario por imposición de un organismo maligno, parecido a la inquisición, pero con batas blancas. Y fue tan terrible para mí como cuando la morena buenorra de Orange is the new black tiene que regresar a la cárcel tras haber conseguido salir previamente en libertad condicional. Igual pero sin  la novia pija traidora ni los tatuajes molones de rosetón espinado.

Escribí una carta a mi jefe, el señor Scrooge, explicando con todo lujo tedioso de detalles las penosas condiciones de mi puesto de empleo: haciendo hincapié en la humillación de comer escondida detrás del mostrador y no poder ir al cuarto de baño libremente. Desarrollaría más el tema, pero hacerlo en este país puede ser denunciable. Ya ves qué risis. En cualquier caso, este momento Norma Rae precipitó mi consecución de la libertad para elegir.

Y elegí volver a casa. Elegí cabeza de ratón y un televisor grandequetecagas, el de mis padres. Y tras nueve años evitando los programas concurso la tercera persona a la que vi en esta ciudad fue a Juanra Bonet:

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Que, por cierto, es de Barcelona. Hay que joderse, ¿no?