Las personas peligrosas

Cuando vi “Herida” de Louis Malle por primera vez, me quedé fascinada por la frase que usaban luego en el tráiler televisivo y que creo se citaba sobre la carátula en la que Jeremy Irons y Juliette Binoche completamente desnudos, hacen el amor en la postura de la mecedora y se tapan mutuamente los ojos presionando hacia atrás sus respectivas cabezas en plan “Joder, te voy a matar.” Y decía así: “Las personas heridas son peligrosas; saben que pueden sobrevivir.” Casi nada, amigo. Estaba convencida de que era la frase más cool que había oído en mi vida. Aunque, por supuesto, no entendía ni papa.

La frase la pronunciaba ella, claro, y yo la contemplaba desde mi atalaya adolescente del “mira, bonita, no me creo nada, ¿a ver si es que vamos a tener el umbral de dolor muy bajito?” Y luego ya, en el desparrame del tercer acto, un contundente guantazo de incesto y suicidio me tapaba la boca. Putos franceses, ¿eh? Con tal de tener razón y dejarte a cuadros, lo que sea.

Gracias a esta película pornográficamente trágica, aprendí a escuchar sin un gramo de guasa las historias truculentas con las que me han asaltado amigos, conocidos y algún que otro espontáneo – en trenes, salones, dormitorios y tejados -, a lo largo de mi juventud. Toda esta tontería mía queda aniquilada en el momento en el que alguien comienza una narración autobiográfica con un: “No es algo de lo que me guste hablar, pero…”. Me aterrorizo fuertemente esperando que me hagan un Juliette Binoche y escucho en silencio apretando muchísimo los esfínteres, con el sistema endocrino funcionando con impoluta eficiencia durante los veinte o treinta minutos de relato dantesco. O lo que sea, vaya, hay gente que incluso se te come noches en blanco enteritas y tienes que llamar al día siguiente al curro para decir que estás enferma y seguir aguantando su libro hasta el puñetero epílogo. Olimpiadas de amistad.

Para alguien con vocación de escritor, haber tenido una infancia tan feliz como la mía es una auténtica putada. Sólo puedes aspirar a estropearlo mucho después, para tener algo que contar. Yo me he hecho tan experta en sabotear episodios de mi vida que lo sorprendente es que no haya caído aún en la heroína o me haya enrollado con algún familiar. El caso es que envidiaba muchísimo aquella hondura tan europea y elegante, aquel haber armado la de San Quintín y luego pasearte tan lacónica y fatale como si hubieras venido al mundo dentro de un traje de Versace.

De un tiempo a esta parte, he cambiado de idea con tanta frecuencia  y tantísimas veces que ya no sé lo que pienso ni lo que siento con respecto a las categorías de dolor. El sufrimiento es subjetivo hasta cierto punto y supongo que el contraste tiene mucho que ver con esto. A veces no te das cuenta de lo mal que te sientes hasta que alguien te dice: “Vaya, ¿así que te pasó eso? Pues debes de estar bien jodido.” Así que los traumas están íntimamente relacionados con el hecho de que vivimos en sociedad y no sólo nos relacionamos entre nosotros, si no que además al hacerlo también nos juzgamos permanentemente. Incluso aunque seamos particularmente tolerantes, respetuosos y reservados en nuestras opiniones; a mí hay movimientos de ceja de gente discreta que me han arruinado primaveras enteras.

La cosa es que aquella cita de “Herida” entronca directamente con este otro fragmento de discurso acojonante: “Damos tanto de nosotros mismos para recuperarnos cuanto antes de las decepciones, que para cuando llegamos a los treinta ya estamos exhaustos y cada vez somos menos generosos cuando volvemos a empezar con otra persona.” Pronunciada por el padre de Elio en Call me by your name.

Esas dos citas podrían yacer juntas en la misma cama, mirándose fijamente a los ojos hasta fundirse juntas en una lección de filosofía sobre quererse mucho.

Yo ya no envidio a Juliette, ni ansío poder soltarle esa frase a alguien y dejarlo patidifuso. También te digo que la gente de mi generación en adelante ni con una lobotomía se quedaría perpleja. Pero a lo que voy, somos un saco de experiencias más o menos curiosas, intensas o trascendentes (pero sólo para nosotros mismos) y nos paseamos por la vida sin tener mucha idea de lo que nos pasa, agarrándonos a clichés y a citas de otros o reinterpretaciones de ideas ajenas para poder sentirnos más cómodos y un poco menos paletos. Y llegados a un cierto punto de la vida, entendemos que sólo un psicópata, un ser ficticio o un cínico es capaz de escupirte a la cara absolutismos así, con esa indolencia irritante, y quedarse tan anchos. Las frases irreplicables son material de reflexión, pero se cargan cualquier velada, tío. Las personas heridas son peligrosas. Ya. Lis pirsinis hiridis sin piligrisis. ¡Anda, calla! ¿Sabes quiénes son las personas peligrosas de verdad? Las buenas personas.

Fin de la velada.

 

Son las cosas que te gustan, no lo que eres

Hay un momento sublime e inverosímil en High Fidelity en el que John Cusack se despierta en la cama con Lisa Bonet. Se levanta y empieza a explicar a la audiencia – algún día, cuando tengáis nietos, esto de los actores interpelando a los espectadores os avergonzará más que el vestuario de ABBA ruboriza a mi madre – cómo ha conseguido tener relaciones sexuales con una cantautora independiente y exótica beldad del distrito, cuando no es más que un tipo común cuya cualidad más extraordinaria es lo extraordinariamente normal que es. Total, que su técnica de seducción es hablar de “las cosas que te gustan, no de cómo eres”, que pierde un poco de fuerza en la traducción, siendo el original: “What you like, not what you are like.”

Así que comentan sus discos favoritos, conciertos memorables, pelis, programas de televisión, series, personajes de cómic, libros, camisetas con dibujos hechos con hilo impregnado en lejía ¡en fin! All that shit. Y conectan maravillosamente porque tienen gustos afines y se dan la razón y establecen un punto de complicidad cultural que sólo puede ser más mágico si además lo riegas con unos botellines de cerveza y algún chupito de licor blanco de propina. Al final, claro, toda esa euforia se materializa en una excitación sexual acojonante, que en algún momento rompe cualquier nexo con la realidad y te conduce casi levitando a la cópula.

Pues bien, ¿cuántas veces he visto yo Alta fidelidad? ¿quince, veinte veces? No sé, dímelo tú, ¿cuántas veces? Pues por ahí, supongo. He crecido con John haciéndose pajas mentales con banalidades y trascendencias picaditas juntas y mezcladas en un bol con dos huevos batidos en lo que se convertirá en una tortilla de neuras paridas por la generación X, que se comieron ellos mismos y que los millennials estamos aún digiriendo y ocasionalmente regurgitando.

Este truquito del ligar superficial y de la alineación (y alienación) de los astros, que no es más que un engaño para olvidarnos un rato del vacío de significado que tiene estar en el mundo, mientras hablamos de Johnny Cash como si le entendiéramos, es algo que yo asocié siempre a una fase de la vida que acabaría rotundamente de un culazo dado fuerte por ese otro ente que acecha a cualquier joven y que se llama: ¡madurez! (puag).

Yo tenía una amiga mayor que yo y bastante severa que siempre que me sermoneaba por mi falta de seriedad y, sobre todo, de continuidad en el tiempo y asentamiento adulto de mis noviazgos, soltaba como brillante colofón: “Madurar mola, Marti.” Yo siempre tragaba saliva en aquel momento. Una saliva espesa que había intentado contener para no hacer ruido mientras me caía el chaparrón moral. Y esa saliva mía me sabía a incienso de baratillo. Una sensación nasal muy parecida, de hecho, a cuando veo películas de terror sobre el Anticristo.

Si madurar molaba y lo de ligar al estilo Cusack-Bonet era sólo para gente anclada en la veleidad, yo imaginaba justo antes de los treinta, que el mundo del flirt en la adultez tardía debía ser algo más parecido a montárselo como Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca.

Los dos muy serios y muy educados, poniendo de pantalla a terceros como Sam o el pobre Laszlo, para hacerse los enigmáticos en cuanto al interés por el otro. No mostrar las cartas nunca hasta que la cosa se pone demasiado densa. Y en el momento de la catarsis darse un beso muy seco y muy cortés. Todo con los trajes blancos muy limpios y bien planchados y la mirada perdida hacia un punto fuera de campo del mismo cosmos. No me imagino a Humphrey dando vueltas alrededor de Ingrid, subiendo y bajando la barra de su bar y diciendo: “The beta band, tía, the beta band. Dry the rain, ¡joder!” O “Yo perdí la virginidad con “This is hardcore. ¿Es gay que me excite la voz de Jarvis Cocker?”. Pero tampoco visualizo a Emma Watson hablando con Miles Teller sobre la situación política que está atravesando la sociedad de nuestro tiempo, sobre cómo el mundo se va al carajo por la pérdida de valores y el calentamiento global y sobre el color del vestido de ella: «Los pro-Trump iban de gris y tú ibas vestida de azul.»

Creo que seguiremos sintiéndonos inclinándonos y atraídos por las gilipolleces por siempre jamás. ¡Y-nó-pá-sá-ná-dá, amigo! Si no hablas de música, cine, literatura o antropología de barrio, como muchísimo hablarás de teorías personales sobre “lodeantes” del Big Ben o sobre la muerte y el apocalipsis. Sobre a quién salvarías y tal.

Y todo esto me lleva a hacer una relectura de aquel mensaje de bombón Baci que me tocó (¿se puede utilizar este verbo tan entusiasta para algo tan ridículamente nimio como encontrar un trocito de plástico impreso envolviendo una bola de chocolate? ¿te tocó? Guau ¡Qué afortunada eres!), que decía: “Seducimos valiéndonos de mentiras y pretendemos ser amados por nosotros mismos.” (Con lo indigesta que es la avellana, además se ponen fuertecitos.) Reversionar esta sabia reflexión para adaptarla a la conclusión final del tema de este artículo, consistiría en decir: “Seducimos valiéndonos de chorraditas de la cultura pop que nos molan mil y pretendemos luego tener un romance del nivel de magnificencia y profundidad que sólo tendría lugar en el puto imaginario de Flaubert. ¡Vamos, hombre!”.

Sacar del anodimato

Hace unos días mis padres me preguntan por Black mirror. “¿Entonces viste ya la de las relaciones con caducidad?”. “Sí, sí la vi.” “Ah, como no dijiste nada…” A veces tienen actitudes de novio receloso. Ese humor (en el sentido de mood no de humour) enrarecido que se instala en la pareja, cuando ya lleváis conviviendo un tiempo y habéis optado por no hacerlo todo juntos, porque es más sano, pero al mismo tiempo os entristece que vuestra relación no sea lo suficientemente poderosa como para no tener que racionaros por miedo a acabar saturados del otro. Situación que en general lleva a hacer esta clase de interrogatorios cuyo subtexto clama un clarísimo: “No, si de verdad que me parece bien que no lo hagamos todo juntos, ¿pero también vamos a dejar de contarnos lo que hacemos por separado, cuando son cosas afines y de entretenimiento tontaina como ver una serie de televisión popular? Me muero de la puta pena, mi amor.»

Total que al “Ah, como no dijiste nada.” Respondí con un desafortunado y completamente espontáneo -juro que no malintencionado-: “Bueno, no dije nada porque no pensé que os hubiera interesado lo más mínimo ese episodio, como es de amor.” Y seguí con mi vida. Que en ese momento consistía en mascar un trozo de lechuga de cogollo de Tudela con un poco de endivia. La sonoridad del crujido verde hizo mucho más palpable el silencio sepulcral y el dolor que lo acompañaba. “Como es de amor, a vosotros ¿qué?”. “Hombre, ¿amor vosotros? ¡ja! Qué oxímoron.” “Iba de quererse y vosotros sois zombis con corazón de hielo, papa.” Algo así oyeron ellos.

Esto abrió una pequeña brecha en mi relación con mis compañeros de piso, muy parecida a la que se da en un noviazgo cuando tu pareja por primera vez se come el último bocado de tu plato una de esas noches que llegas rendida del curro y te dice a la vez que se lo mete en la boca, casi ya masticando: “¿Puero probar?” y tú dices: “Hombre, vida…” Y en off piensas: “Así se te atasque en la epiglotis, egoísta majadero del infierno.” Y durante seis minutos piensas que es una persona horrible y que estás sola en el mundo y nadie te quiere de verdad. (Esto puede parecer que sólo lo pienso yo porque estoy como una maza, pero nos pasa a todos a diario y va siendo hora de que nos aceptemos como engendros iracundos calladitos que somos, guapos.)

El caso es que hoy hemos hecho las paces viendo Destino oculto padre y yo. Destino oculto es una película de 2011 con título de thriller de acción, con intérpretes propios de trama de espionaje político y fotografía de cine comercial de suspense para adultos de mediana edad. Pero luego es una comedia romántica ñoña y enrevesada con pasajes que elevarían el rubor de las mejillas de todo un patio de butacas aunque estuviera exclusivamente formado por personajes de Tim Burton.

Mi padre estaba especialmente inspirado y analizaba incluso el lenguaje corporal del personaje de Matt Damon: “Se supone que está enamorado; si estuviera enamorado no se despediría y le daría la espalda a la chica así. Al menos los primeros pasos seguiría mirándola y andaría hacia atrás.” Fascinación. “Y tampoco se comería un bollo. Vamos, hace tres años que la está buscando, la encuentra y se pone a hablar con ella con un bollo de leche mascado a dos carrillos. ¿Qué pretende?”. Yo pensaba que intentaba parecer seguro y desenfadado, pero la indignación de padre no invitaba a intervenir. En un punto hacia la mitad del segundo acto se descubre que el protagonista está sujeto a un plan divino, controlado permanentemente por ángeles con vestuario de Mad men que vigilan que no se desvíe de la ruta marcada. Emily Blunt, la bailarina de la que se enamora a primera vista en un váter público (esto es así, no lo he inventado yo) es un obstáculo para que pueda desarrollar la vida que se espera de él. Pero, claro, Matt es súper terco y americanorro, y hay un momento en el que para que deje de tocar las narices le dicen: “Oye, mira, si sigues detrás de esta, tu carrera de político enrollado y noblote se va a ir a la mierda y además vamos a hacer que ella se tuerza un tobillo y en vez de convertirse en la nueva Isadora Duncan va a dar clases de gimnasia rítmica a parvulitos en un colegio concertado. Para siempre.” Así que él se lo repiensa y la abandona. Pero no por temor a ver frustrada su ambición de convertirse en senador, si no porque se agobia infinito pensando en ella rodeada, para los restos, de niños pequeños en mallas, que es como muy siniestro. Porque ahora resulta que el amor es un sentimiento altruista, ¡jajaja!

Llegamos al desenlace. Han pasado años y ella se va a casar con un coreógrafo reputado. Él ya tiene totalmente por la mano lo del politiqueo y te monta un mitin con los ojos cerrados y comiéndose un bocata. Así que decide -porque no es PARA NADA selfish-, que va a impedir el enlace nupcial porque se aburre. Tócate las narices. En este punto de la proyección padre y yo ya hemos desconectado bastante y hablamos sólo sobre banalidades estéticas. “La verdad es que esta chica es tan fría que no le saldría la ternura ni aunque la pongas toda la tarde a mirar una cesta de gatitos.» “Bueno, pero está mejor que él, papa, que parece un simio alvino.” Y, he aquí que aparece al fin el prometido de Emily Blunt, el secundario despreciado, el otro, aquel para el cual por lo visto no hay ni plan maestro, ni ángel que vele por su satisfactorio discurrir. El paria, el abandonable, el segunda división. Padre: “Uff, ¿y este pobre? si parece que le han sacado del anodimato.”

He estado quince minutos riéndome con el concepto “anodimato” y luego he venido aquí y me he sentado a inmortalizar este instante de mi vida en que me siento plena de júbilo y no me he tomado ni un vino. Ahora sé que mi padre no ve cine romántico porque le saca tanto jugo que debe acabar exhausto de cinismo.

Sea como sea, no he podido evitar buscar al actor que ha inspirado este brillante concepto que quizás sólo me divierta a mí y muera para siempre con este post. Un homenaje a todos los personajes plantados por los protagonistas de las comedias románticas de la historia. ¡Larga vida, una foto y una etiqueta en un blog de una tía española desconocida, Shane McRae! Charmless man.

 

Es muy duro ser romántica y ninfómana a la vez*

Hay una película de Patrice Leconte tan bonita y fácil de ver como un anuncio de Chanel – de esos en los que aparece Keira Knightly entre telas blancas vaporosas y tú te quedas ahí apaciblemente muerto en el sofá mirando como caen plumas de la nada, lentamente, dejas la boca ligeramente abierta, las neuronas en modo recepción pasiva, los pantalones con la gomilla dada de sí para que se expanda el barrigón y goces de la exquisitamente despreciable gloria de la nulidad plena desatándose (es mucho más digno leer, no cabe duda)– y tan profunda y agradablemente deprimente como Vivre sa vie de Godard. Ahí es ná.

Es La fille sur le pont (La chica del puente), una preciosa y rarísima historia de amor improbable entre una suicida y un lanzasables. El personaje principal, Adèle (Vanessa Paradis) aparece al principio de la película contando su vida a una voz en off femenina que la interroga mientras a un lado de la estancia hay un público desenfocado que observa con severidad silenciosa. Siempre que veo esta secuencia tengo la sensación de que han pillado a la chica robando en el Corte Inglés y está en el sótano al que te envían para humillarte por el hurto. Porque tiene que ser así exactamente, con un montón de gente de la que veranea regularmente en Biarritz sentados en gradas, juzgándote, una mesa negra lacada donde no puedes posar las manos porque dejas marca, una empleada antigua -de las que entraron cuando aún era Galerías Preciados– interpelándote con condescendencia, y todo sucediendo en otro plano de realidad en blanco y negro. Y Vanessa Paradis ahí hablando de su mala suerte con los hombres y su promiscuidad accidental. Tía, que has robado un gloss de Bourjois, te hemos visto todos, no cambies de tema.

Siempre me acuerdo de esta película cuando se acerca mi cumpleaños. La suelo reseñar donde puedo y hago algún tipo de paralelismo con mi vida. Es mi Dorian Gray, supongo. La película es Dorian, porque no envejece jamás y está siempre perfecta y lista para salir a romper corazones y yo soy el retrato, cada año más ajado y lleno de roedores que me carcomen el marco.

Lo que quiero rescatar a día de hoy de todo el discurso, es la parte final del monólogo: “Veo mi futuro como un cuarto de espera. En una gran estación de trenes con bancos y cristaleras. Afuera, hordas de gente corriendo, sin ver. Todos apurados, tomando trenes y taxis. Tienen algún lugar a donde ir, alguien con quien encontrarse… Y yo permanezco sentada ahí, esperando.” “¿Esperando qué, Adèle?.” (Silencio de DIECISEIS SEGUNDOS, más de lo que podrías desear incluso en la vida real, colega): “Que me pase algo.”

Suena bastante espantoso hasta el final, que es como una bocanada de esperanza después de que te hayan estado pisando el cuello durante siete minutos. En la película esa última frase para nada evoca optimismo alguno, puesto que la siguiente secuencia se desarrolla sobre un puente parisino y consiste en como la muchacha se debate entre si arrojarse o no al Sena. No obstante, dentro del desencanto incuestionable de todo el relato de Adèle, ese final es el leit motiv más sabio y estimulante que se me ha presentado nunca.

La metáfora de la estación está bastante sobada, pero es perfectamente válida. Son todos mis amigos que van a casarse o a tener hijos. O que ya lo están, o que ya los tienen. Y en el banco en el que estoy esperando a que pase algo divertido – o sea, no necesariamente a quedarme embarazada- está mi madre diciendo “Ya llegará, hija, ya llegará…”, desde hace diesiete años, haciendo ella misma el efecto de reverberación para acojonarme. Como si estuviéramos atrapadas dentro de una canción de Los Panchos, todo el rato. De vez en cuando me levanto para ir a la máquina expendedora de café con intención de hacer tiempo tomando un capuccino completamente artificial y allí a veces coincido con otra gente que está como yo y hacemos migas o el amor, según se tercie.

La diferencia de este año en el que ya voy a cumplir esa edad en la que una actriz de Hollywood estaría apretando muchísimo el culo de puro pavor extremo, – ¡atención!, pido perdón ya por lo inaceptablemente cursi de mi siguiente composición – es que esta vez me he comprado un billete de tren. Creo que desde dentro de un vagón en marcha habrá mejores vistas y estará Liza Minnelli cantando «Maybe this time» de fondo, pero sin aludir a un tío, si no a la alegría de vivir y a sí misma, claro. O sea, Liza Minnelli haciendo una versión feminista de una de sus canciones.

Si los próximos dicisiete años y medio son la mitad de interesantes que han sido los últimos diecisiete años y medio –y eso que sólo he bailado unos cuantos tangos entre el banco y la maquina de café– prometo celebrarlo como siempre lo he hecho: escribiendo un post. Espectacular, ¿verdad?

Yo qué sé, en realidad, lo que quería decir cuando empecé a escribir, es que he dejado de fumar. ¿Qué quieres? Una a veces no sabe cómo introducir el tema.

*Nota: El título es una cita del personaje de Ariadna Gil en El columpio.

*Nota 2: Este post es un homenaje a mis posts en forma de vómitos de estrellas de colores que escribía en el blog de los 24 años.

La la land: It must be love?

Quiero dejar perfectamente claro que a mí Emma Stone y Ryan Gosling son dos personas que me resultan altamente simpáticas y carismáticas y no tengo nada razonable o no en contra de ellas. ¡Es más! Me encantaría que me acompañasen a hacer la ruta del Cares o invitarles a cocido. Parecen buena gente y no me importa demasiado si lo son. Me sorprende positivamente que sean oficial y universalmente considerados sex symbols. A pesar de que ella sea un poco sopas y posea ese halo de Rosita, la chica de dibujos animados con outfit de tenista en una merienda campestre que era acosada sexualmente por Chicho Terremoto de manera sistemática y repulsiva. Y de que él tenga cara de vela derretida, como ya hemos tratado en anteriores digresiones inútiles de éste mi querido y frivolete bloguecillo. Que la gente fantasee eróticamente con ellos prueba que si la mona se viste de seda lo puede petar muy fuerte. Y eso reconforta y proporciona una poderosa motivación para hacer régimen.

Aclarado esto, llevo un año queriendo hablar de La la land. Y no precisamente para decir algo constructivo y sano. Mi intención de rebajar el nivel de odio gratuito y banal de mi ser ha bloqueado los adjetivos cínicos y un poco sucios que me producían tensión craneal cada vez que me venía a la cabeza lo de: “City of stars… Are you shining just for me?…”.

Me resulta muy difícil hablar de esta película sin tomarme todo lo que sucede en ella como algo personal. Más, habida cuenta, de que a mí, señores, me encantan los musicales. Yo pasé todas las nocheviejas de mi pubertad y adolescencia inyectándome a Gene Kelly en las fucking venas. Creo que he visto más veces Levando anclas que el que la montó. Mi cinta de vhs de Un americano en París está apergaminada y si alguien fuera capaz de reproducir mi copia de Cantando bajo la lluvia, en la escena central le parecería que en realidad nieva. Soy una fanática de la euforia decorativa. Esto es así y me ha proporcionado tantas horas de alegría como de vergüenza. La dualidad de las cosas es hermosa, ¿verdad?.

La primera vez que vi una reseña de ésta película se me erizaron los pezones. (Es curioso lo que a una le produce pudor confesar y lo que no). Me parecía absolutamente perfecto pensar en una historia de amor, simpática, musical, ultrarromántica y colorista y con esa parejaza tan bien avenida de protagonistas. Casi me alegré de estar de baja por depresión. Por lo de tener tiempo libre suficiente para ir repetidas veces al cine hasta aprenderme alguna coreografía de memoria o que saliese Ryan de la pantalla a darme un paseo y la medicación. Nos recuerdo nítidamente emocionados a Emil y a mí sentados en esos butacones magníficos del Phenomena. Con el cine a reventar. Casi noto aún la revolución en mi colon a causa de la subida disparada de adrenalina. Era como estar enamorada.

Empieza. Primer número musical. Bien. Nada que decir. Bueno, a lo mejor ya se me han pasado las ganas de ir al baño. Pero tampoco es que uno quiera estar siempre en la parte más alta de la ola emocional; se te puede embotar la sensibilidad y acabar percibiendo siempre todo como si te hubieran practicado media lobotomía:

Después el conjunto se precipitó rápidamente, aún a pesar de los parones para repetir cual matraca el estribillo de marras con su correspondiente tecleteo pianil, tan cuco. La película se desarrollaba a una velocidad demasiado acelerada para acabar de discernir cuál de los dos personajes era más naif. Mi ansiedad reconvertida en tedio agitado me pedía apasionadamente una subtrama a la que agarrarme. Algún personaje reflejo que fuera un poquito mordaz y puñetero y deslavase durante algún rato toda esa asfixia de algodón de azúcar. Pero nada. Todo era chica conoce chico. Chico trata a la chica como si fuese una paria social. Chica mendiga atención de chico. Chico, por lo que sea, de pronto piensa “bueno, a ver, es que no tengo mucho tiempo, porque estoy a lo mío que es el jazz y tal, pero quizás esta tía puede ser una compañía más o menos grata y a ella también le mola la ciudad y lo de ir con gente guapa y eso. Venga, voy a darle un beso a ver qué onda.” Chica quiere ser actriz y dramaturga. Chico no se quiere prostituir artísticamente. Subidón. Bajón. Que si el dinero. Que si mis sueños. Que si te quiero pero no te quiero asfixiar. Que si me ha salido un curro de puta madre. Que si ciao pescao. Que si tengo resquemor y siempre lo tendré por haber antepuesto el éxito profesional a mi supuesto enamoramiento extremo de alguien a quien sólo aprecio porque comparte el mismo egocentrismo y ambición de reconocimiento que yo, pero que, vamos, esto tampoco es Los puentes de Madison, oiga. Voy a masturbarme mentalmente aquí este ratito de concierto y luego ya me voy a mi mansión con el bebé y con mi marido que fijo que es pro Trump.

No deja de torcerme bastante el esfínter el hecho de que una película cuya historia es eminente y exclusivamente, una historia de amor – cuyos sub cuentos paralelos son las ganas respectivas de medrar de los amantes en sus carreras creativas – sea al final una historia de amor tan carente de fuerza y de verosimilitud. Tan desapasionada, en definitiva. Y con unos números musicales rutinarios y descafeinados que no me puedo creer que beban de Vincente Minelli, de Jacques Demy, ¡de Godard! (tócate la vaina) o de Stanley Donen y mi bendito Gene Kelly. ¡No-hombre-no! No me meto en si la parte técnica y el corte final de las secuencias está bien. Desde luego una chapuza no es. Aunque yo he visto esas mismas películas de esos señores que le gustan tanto a Damien Chazelle y no acabo de conectar las referencias. De todos modos creo que la clave está en que si vas a hacer una cosita bonita, divertidita y trascendentalita sobre el amorcito y la ambicioncita, no obvies crear unos personajes que tengan un poco de enjundia. Un cierto grado de sentido del humor para lograr empatizar mínimamente con ellos sin necesidad de vivir en Hollywood. Que su personalidad se componga de algo más que de su sueño principal y de todo de lo que de él deriva. Y que cuando se conocen exista una razón de complicidad más allá -para enamorarse- del mero hecho de que han coincidido en un par de fiestas y que son “guapos”.

No me gustó La la land. No sé si queda claro. Me puso de mala hostia, de hecho. No salí cantando del cine. Salí con la cabeza taladrada de estrellitas de la ciudad clavando sus puntas en las paredes de mi quijotera. Si hubiera ido sin expectativas estoy segura de que me habría parecido bien. Agradable y digerible. Pero aún liberándome de todos los prejuicios que me acompañan y amordazan a mi yo infantil, siempre dispuesto a ilusionarse y reírse a motor; creo que nunca hubiese salido contenta tras ver esta película. Y es que si hay tanta gente que se cree que esto es una representación certera del amor, entonces el amor se está convirtiendo en un vestido de tul muy mono que quieres tener sólo para que te lo envidien. Y eso es tan trágico que me dan ganas de vomitar llorando.*

*Nota: Para no acabar el artículo con una imagen tan amarga y repelente aprovecho para recomendar La vida de Adèle, La novia y The end of the affaire. El amor, el amor… Pues eso.

 

DE LA MUERTE DE HUGH GRANT

Hace unos cuantos años leí un artículo de Woody Allen defendiendo la candidatura de Al Gore. Fue cuando perdió en el 2000 frente a George Bush. Woody comentaba que Al Gore le inspiraba la misma confianza que el actor secundario buenazo, que en una comedia romántica, se queda sin la chica porque se la lleva otro más carismático y, generalmente, cabroncete. Me llamó la atención la referencia reflexiva a esa maravillosa y clásica figura cinematográfica del pringado decimonónico. Ese pobre infeliz que no tiene nada de malo; que posee más apéndices en su cuerpo que veces ha mentido en su vida. Ese ente aburrido pero noble que no sabe contar un chiste pero sí te haría un masaje en los pies cuando vuelves de trabajar. Se peina con raya al lado, le encantan los dibujos grotescos que le hace su hijo de seis años el día del padre y sólo folla en la posición del misionero. Es un bendito sin doblez completamente entregado a la absurda causa de ser un buen ciudadano y, por extensión, una buena persona. Es un auténtico coñazo de tío; pero le podrías dejar las llaves de tu casa para que te riegue las plantas cuando te vas de vacaciones.

Yo me he visto absolutamente todas las comedias románticas hollywoodienses y europeas de todos los tiempos. Conozco a ese tío. Podría hacer una tesis doctoral sobre su meliflua personalidad y absurdo latir existencial.

Por supuesto, a lo largo del tiempo, este charmless man ha ido mutando, intentando pasar inadvertido, despistando al ser encarnado por algún actor de renombre y sex appeal incuestionable o, incluso, ha tenido que ceder ocasionalmente su puesto a otro antagonista mucho más atractivo, aquel que yo, tras invertir miles de horas en el estudio de la materia, creo tener licencia en denominar: “El hijo de puta simpático con un polvo de muerte que ciega a la chica y no le deja ver que su mejor amigo también está muy guapo sin camisa”. En lo sucesivo: “el hijo de puta”.

El esquema funcionó durante décadas. Tom Hanks ganaba a Bill Pullman en Algo para recordar; Leonardo Di Caprio ganaba a Billy Zane en Titanic; John Cusack ganaba a Tim Robbins en Alta fidelidad; Ethan Hawke ganaba a Ben Stiller en Reality Bites; Ben Stiller ganaba a Matt Dillon en Algo pasa con Mary; Jack Nicholson ganaba a ¡Keanu Reeves! en Cuando menos te lo esperas y así toda la vida.

Pero un día se abren las puertas de un ascensor y aparece Hugh Grant, con un bronceado de rayos uva espectacular, Aretha Franklin de fondo y un juego de mandíbula que parece masticar con gusto su flamante conciencia de rompe bragas.

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En El diario de Bridget Jones, obra cumbre del denostado género, el personaje de Hugh Grant es el más grande y descarado hijo de puta que jamás se haya paseado por las calles de Londres. Y mola. Tiene las mejores líneas de todo el guión y dentro de su decadentismo follarín es absolutamente honesto consigo mismo y con la chica. Por un momento se obra el milagro y te preguntas si realmente Bridget se irá con el insufriblemente tedioso abogado que da besos de velcro o preferirá echarse a perder con su jefe promiscuo cabrón porque al menos sabe cómo divertirse. Al final, claro, se queda con Colin Firth. Vale, pero sólo porque descubre que Hugh ha contado un par de mentiras asquerosas. Si no, ¿de qué?

Siempre tuve la sensación de que Bridget Jones, heroína por antonomasia de todas las treintañeras solteras con desarreglos alimenticios y tendencia a la torpeza social y al vomitado compulsivo de soplapolleces, hubiera sido más feliz y triunfal llegando sola a los títulos de crédito. Habría resultado un alivio bastante transgresor para la mujer de su tiempo el poder irse a su casa sin novio pero contenta. Pero un desenlace así nos haría explotar la cabeza a las muchachas de mi generación en una tarde de domingo con una bolsa de agua caliente en el regazo, ¿verdad, chicas?

En la segunda parte Daniel Cleaver (Hugh para los amigos) se convierte en una caricatura de sí mismo. Es ya un ser abyecto y un enfermo sexual al cual le importa un carajo Bridget o cualquier otro elemento de la vida que no sirva para aumentar el tamaño de su ego y de su pene. Sigue siendo graciosísimo, pero el guión lo ha rebajado tanto moralmente que compensa completamente la soporífera personalidad de Mark Darcy (el señor Colin Firth, para todos). Y claro, el tercer acto se hace interminable por el estrés que supone anticiparse cuarenta minutos al desenlace besil.

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Tenía muchísimo miedo de Bridget Jones’s baby. Había visto el cartel y en el lugar que siempre ocupó Mr Grant aparecía Patrick Dempsey; más conocido como el doctor cachondo en Anatomía de Grey.

Pensé que quizás Hugh Grant no figuraba en los títulos de crédito por estrategia de marketing, como hacen en las series de televisión de zombies o islas, para no destripar antes de tiempo. Y lo cierto es que erré. Lo único que aparece de Daniel Cleaver en la maldita película es una foto gigante con él sonriendo de lado a su estilo guasón junto a un féretro que supuestamente lo contiene. Esto pasa a los cinco o seis minutos de metraje. Hubiera dejado de verla justo en ese momento, pero de repente se me ocurrió que aquello era una metáfora brillante de lo que sucede en la comedia romántica actual y en la saga de Bridget Jones en particular.

Hugh Grant, doctor en hijoputismo romántico, está muerto. ¿Por qué? Porque si estuviera vivo ganaría esta vez, ¡diablos! Y eso es una ironía tan insoportable e incoherente con la línea siempre éticamente didáctica de la comedia de enredo amoroso, que han decidido amputar a la estrella en pro del conjunto del film. Y el resultado es tan aburrido y parsimónico como el vídeo de la comunión de un Borbón.

Esa huída en la ficción de la solución que tendría lugar sin duda en la realidad da como resultado que Renée Zellweger acabe uniéndose definitivamente y para los restos al charmless man, a Al Gore, a todos aquellos antihéroes sosainas desechados por sus predecesoras. Y la historia se convierte en un anacronismo. Porque ahora ninguna mujer ante la alternativa preferiría pasarse la vida con un apático y lacónico emocional.
Hoy, todas hubiésemos intentado cazar al hijo puta de Hugh Grant y reformarle a base de reproches hasta convertirle en Colin Firth. 

Como decía Brian al ex-leproso en La vida de Brian: «Hay algunos que nunca están contentos».

DE NO SABER DEPRIMIRSE BIEN

El otro día vi Fúsi. Una película islandesa sobre un hombre de cuarenta y tantos años obeso, pusilánime, inocente y tierno que vive con su madre, la cual practica en casa la profesión de peluquera sin licencia y sexo anal con un vecino. No encontraréis una sinopsis más fiel. Lo juro. Yo buscaba una película de siesta que a fuerza de ponerme triste me cansase. Creo firmemente en aquello que decía Billy Crystal en Cuando Harry encontró a Sally de que “lo bueno de la depresión es que al menos descansas”. Por eso cuando éramos niños pasaban aquellos westerns menores de John Wayne tan maravillosamente soporíferos los sábados a partir de las cuatro de la tarde. No te dormías por la fotografía beige o por la banda sonora ronroneante o los doblajes arcaicos un poco histriónicos pero bastante musicales. Todo con un montón de silencios en medio, pasos sobre tablones de madera y miradas con ceja en posición gancho. No. Era porque el personaje de John Wayne sólo tenía dos registros: infelicidad o resaca. Y claro, daba pena el hombre y la pena, a su vez, daba mucha modorra.

La depresión es autocompasión mezclada con vagancia; algo muy habitual en estos tiempos”. Esta es mi frase favorita de la película. Se la suelta el jefe del servicio de basuras de la ciudad (Reikiavik, supongo) a Fúsi cuando éste, para evitar que la despidan, se ofrece para cubrir el puesto de su amiga que está de baja no oficial por neurastenia. Es un bendito. Pero le resulta fácil, claro, porque es ficticio.

Fúsi

Todo esto de la tristeza crónica y lo que la rodea me hizo pensar en un par de cosas. La primera, que sólo un diez por ciento de la gente que trato en la actualidad no padece ni ha padecido ninguna enfermedad social nunca. Que ellos recuerden. Y la segunda, que jamás tendré un amigo de verdad que me cubra en el trabajo cuando estoy muy jodida, para que no me echen. Qué mierda…

Obvio lo segundo, para poder continuar escribiendo y no derrumbarme en el suelo a llorar en posición fatal Blanche DuBois y convertirme así en la praxis del tema tratado en el texto. Lo cual resultaría un experimento artístico cuyo placer generado sólo sería superado por su estupidez.

Hace unos días estaba con unos amigos en mi salón hablando de hongos. No de los que pican en los genitales, de los que ingieres y te ríes. Qué mágica es la polisemia. A la mitad de ellos les producía pavor consumirlos porque habían leído en un foro que estaban completamente contraindicados si tomabas antidepresivos. Les daba terror por sufrir alguna clase de desdoble de personalidad dado que se medicaban. Quiero decir que no es que se quedasen desconsolados por la afectación general para la sociedad moderna, en plan: “Ya ves qué pena, encima de estar triste la gente ya ni se puede colocar; hay qué ver que tiempos tan emocionalmente austeros vivimos…”. No, no es la clase de cosas que oirías en una reunión con mis colegas. Es todo un rollo más: “Quién se ha tirado un pedo? He oído ¡RÁS! Y tú has mirado hacia la puerta.”; “Entonces, a ver, ¿un prejuicio es siempre algo negativo?”; “Uy, la otra, con qué sale.”; “Bueno, guay guay no es.” Y así.

A mí me pareció bastante divertido, dentro de mi distancia absoluta respecto a los fármacos recetados en psiquiatría, que alguien que está a priori tan alegremente dispuesto a drogarse de repente vele por su salud con esa sensatez. Sensatez de forocoches. “Al final casi todo lo auténticamente divertido está contraindicado con la vida”, pensé para mí. No lo dije en voz alta por no frivolizar con las cargas ajenas. Para eso no tengo el salón; para eso tengo el blog.

Ingerir sustancias alucinógenas o euforizantes es malo para la salud y acorta la vida. Vale. Pero es que tener más de cuatro orgasmos a la semana también tiene ese efecto. De verdad, buscadlo en google. O practicadlo si tenéis valor o menos de veinticinco años. Sienta fatal el sexo si te pasas. También es muy nocivo hacer demasiadas sentadillas o desayunar alitas de pollo con red bull siete días seguidos. Tomar el sol en exceso. Reírte más de la cuenta. Incluso si bebes una cantidad de agua superior a la necesaria puedes llegar a producir una hiponatremia y acto seguido entrar en coma o morir. Cualquiera traga saliva después de leer esto, ¿verdad?

Siendo así, se nos presenta un abanico interminable de razones para caer en un estado de melancolía permanente. Pero justo cuando soy capaz de justificar que esté tan extendida, me acuerdo automáticamente de la foto de los once obreros almorzando sentados sobre la viga del rascacielos RCA en construcción en los años veinte. Si yo me puedo llegar a poner triste por tener que vender bombones a islandeses reales parecidos a Fúsi o por el hecho de que beber agua a lo bestia podría matarme, ¿qué no sentiría esta peña cuando iba cada día a currar en algo físico a 250 metros de altura por cuatro chavos?

Supongo que cuando la muerte, la miseria y la total falta de tiempo libre acucian también te deprimes, pero ni lo notas, porque estás despistado, pensando en todo lo demás.

No me río de los que estáis deprimidos. Al menos hoy no. Al menos no en vuestra cara. Pero sí siento cierta rabia pacífica por los que no lo están aún y lo buscan incansablemente. No puedo con esos Leonards Cohens de la vida.

Sólo unos pocos pueden construir rascacielos y marearse tanto con la altura que nunca se sientan decaídos, para todos los demás está mover el culo y la humildad. Porque, admitámoslo, después de Pablo Iglesias, no hay nada más egocéntrico que deprimirse. Un poquito de pudor, hombre…

Pablito

 

DE LAS MUJERES SEGÚN WOODY ALLEN

Mi opinión sobre Woody Allen a los doce años era muy simple: “este jambo es un cutre”. Todas sus películas tenían una fotografía otoñal demasiado deprimente para mi pubertad. Los actores parecían estar a punto de caramelo de la menopausia. También los hombres, que en cierto modo resultaban feminizados por la pedantería y esos ademanes de intelectual flácido. Los personajes masculinos en el cine de Woody Allen, sin necesidad de estar gordos, por norma general parecen tener un índice de grasa corporal más propio de una mujer que de un tío; si entendemos por tío alguien como Zac Efron –tutto fibra-. El otro día, por ejemplo, intentando ver Café Society no dejaba de observar al viscoso de Jesse Eisenberg y pensar en que posiblemente podría hundir mi dedo índice en su abdomen hasta acabar sumergiendo en su cuerpo la longitud entera de mi brazo. Como si estuviera hecho de merengue o de pasta putrefacta cárnica de zombie, no lo sé. Algo inconsistente y muy mórbido, en cualquier caso.

Luego me fui haciendo mayor y Woody también y la gente que salía en sus películas empezó a ser más guapa. Los tonos marrones, caqui y verde chaqueta de lana de profesor de filosofía se convirtieron en naranjas muy luminosos. Como si al acercarse al final de su vida hubiese decidido cambiar el otoño por la primavera para reforzar su negación de la muerte. Y por la misma razón, todos los argumentos de sus películas se volvieron significativamente más frívolos. Los hombres, en muchos casos, han seguido siendo iguales, eso sí. De no salir él, siempre habrá algún fofo pesado dispuesto a imitarle: como Kenneth Branagh, Owen Wilson o John Cusack. Pero las mujeres no. Las chicas ya son otra historia, ¿verdad, sátiro?

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