Del oportunismo y de los trabajos de fin de ciclo

He estado leyendo mucho estos días. Sobre todo diarios. Novelas redactadas como si fuesen diarios. Una ganga de narrativa, te tengo que decir. El marciano es mucho más gracioso por escrito. Perdida es más interesante pero un pelín más misógina, en el fondo, que vista por Fincher (Gillian Flynn, a veces te pasas y lo sabes; estoy segura de que Amy es en buena parte la tipa que te robaba los novios en el instituto). Y, sobre todo, después de descubrir que Bridget Jones en la novela está más delgada que yo, he decidido que tenía que volver a escribir alguna de mis naderías guasonas para poder soportar toda esta vida tediosa en confinamiento que pide estar constantemente justificando la existencia, sin poder disimular como cuando íbamos en metro. Como cuando íbamos a alguna parte.

Ya que tengo tantísimas chorradas que contar, no encuentro otra manera de empezar que publicando episódicamente el trabajo de fin de curso que hice para Estética Integral y Bienestar el año pasado. Y que ya está escrito, por suerte. Eso es lo mejor, porque podré actualizar el blog durante semanas con asiduidad sin necesidad de esfuerzo alguno. Es como tenerme a mí misma desdoblada trabajando a mi servicio en el pasado y sin saberlo. Y también es como irte quitando prendas poco a poco después de haber estado haciendo una tabla intensiva de abdominales durante un trimestre. Ahora te enseño el escote, ahora el ombligo, ahora un poco de pezón, ahora un codo… Va sobre Hollywood y los cánones de belleza y está escrito con mucha menos sorna que la que me caracteriza en estos postes. Pero algo hay.

Espero que las dos o tres personas que lo leáis – hola, mamá; hola tío despechado al que no me llegué a chuscar en su día pero vacilé con la idea de hacerlo y ahora me odiarás de por vida mientras te fustigas buscando significados ocultos between lines – disfrutéis tanto como yo disfruté escribiéndolo. Aunque, sinceramente, lo dudo bastante.

¿Pero qué es un blog si no masturbación? ¡Qué es internet!

Las personas peligrosas

Cuando vi “Herida” de Louis Malle por primera vez, me quedé fascinada por la frase que usaban luego en el tráiler televisivo y que creo se citaba sobre la carátula en la que Jeremy Irons y Juliette Binoche completamente desnudos, hacen el amor en la postura de la mecedora y se tapan mutuamente los ojos presionando hacia atrás sus respectivas cabezas en plan “Joder, te voy a matar.” Y decía así: “Las personas heridas son peligrosas; saben que pueden sobrevivir.” Casi nada, amigo. Estaba convencida de que era la frase más cool que había oído en mi vida. Aunque, por supuesto, no entendía ni papa.

La frase la pronunciaba ella, claro, y yo la contemplaba desde mi atalaya adolescente del “mira, bonita, no me creo nada, ¿a ver si es que vamos a tener el umbral de dolor muy bajito?” Y luego ya, en el desparrame del tercer acto, un contundente guantazo de incesto y suicidio me tapaba la boca. Putos franceses, ¿eh? Con tal de tener razón y dejarte a cuadros, lo que sea.

Gracias a esta película pornográficamente trágica, aprendí a escuchar sin un gramo de guasa las historias truculentas con las que me han asaltado amigos, conocidos y algún que otro espontáneo – en trenes, salones, dormitorios y tejados -, a lo largo de mi juventud. Toda esta tontería mía queda aniquilada en el momento en el que alguien comienza una narración autobiográfica con un: “No es algo de lo que me guste hablar, pero…”. Me aterrorizo fuertemente esperando que me hagan un Juliette Binoche y escucho en silencio apretando muchísimo los esfínteres, con el sistema endocrino funcionando con impoluta eficiencia durante los veinte o treinta minutos de relato dantesco. O lo que sea, vaya, hay gente que incluso se te come noches en blanco enteritas y tienes que llamar al día siguiente al curro para decir que estás enferma y seguir aguantando su libro hasta el puñetero epílogo. Olimpiadas de amistad.

Para alguien con vocación de escritor, haber tenido una infancia tan feliz como la mía es una auténtica putada. Sólo puedes aspirar a estropearlo mucho después, para tener algo que contar. Yo me he hecho tan experta en sabotear episodios de mi vida que lo sorprendente es que no haya caído aún en la heroína o me haya enrollado con algún familiar. El caso es que envidiaba muchísimo aquella hondura tan europea y elegante, aquel haber armado la de San Quintín y luego pasearte tan lacónica y fatale como si hubieras venido al mundo dentro de un traje de Versace.

De un tiempo a esta parte, he cambiado de idea con tanta frecuencia  y tantísimas veces que ya no sé lo que pienso ni lo que siento con respecto a las categorías de dolor. El sufrimiento es subjetivo hasta cierto punto y supongo que el contraste tiene mucho que ver con esto. A veces no te das cuenta de lo mal que te sientes hasta que alguien te dice: “Vaya, ¿así que te pasó eso? Pues debes de estar bien jodido.” Así que los traumas están íntimamente relacionados con el hecho de que vivimos en sociedad y no sólo nos relacionamos entre nosotros, si no que además al hacerlo también nos juzgamos permanentemente. Incluso aunque seamos particularmente tolerantes, respetuosos y reservados en nuestras opiniones; a mí hay movimientos de ceja de gente discreta que me han arruinado primaveras enteras.

La cosa es que aquella cita de “Herida” entronca directamente con este otro fragmento de discurso acojonante: “Damos tanto de nosotros mismos para recuperarnos cuanto antes de las decepciones, que para cuando llegamos a los treinta ya estamos exhaustos y cada vez somos menos generosos cuando volvemos a empezar con otra persona.” Pronunciada por el padre de Elio en Call me by your name.

Esas dos citas podrían yacer juntas en la misma cama, mirándose fijamente a los ojos hasta fundirse juntas en una lección de filosofía sobre quererse mucho.

Yo ya no envidio a Juliette, ni ansío poder soltarle esa frase a alguien y dejarlo patidifuso. También te digo que la gente de mi generación en adelante ni con una lobotomía se quedaría perpleja. Pero a lo que voy, somos un saco de experiencias más o menos curiosas, intensas o trascendentes (pero sólo para nosotros mismos) y nos paseamos por la vida sin tener mucha idea de lo que nos pasa, agarrándonos a clichés y a citas de otros o reinterpretaciones de ideas ajenas para poder sentirnos más cómodos y un poco menos paletos. Y llegados a un cierto punto de la vida, entendemos que sólo un psicópata, un ser ficticio o un cínico es capaz de escupirte a la cara absolutismos así, con esa indolencia irritante, y quedarse tan anchos. Las frases irreplicables son material de reflexión, pero se cargan cualquier velada, tío. Las personas heridas son peligrosas. Ya. Lis pirsinis hiridis sin piligrisis. ¡Anda, calla! ¿Sabes quiénes son las personas peligrosas de verdad? Las buenas personas.

Fin de la velada.

 

Son las cosas que te gustan, no lo que eres

Hay un momento sublime e inverosímil en High Fidelity en el que John Cusack se despierta en la cama con Lisa Bonet. Se levanta y empieza a explicar a la audiencia – algún día, cuando tengáis nietos, esto de los actores interpelando a los espectadores os avergonzará más que el vestuario de ABBA ruboriza a mi madre – cómo ha conseguido tener relaciones sexuales con una cantautora independiente y exótica beldad del distrito, cuando no es más que un tipo común cuya cualidad más extraordinaria es lo extraordinariamente normal que es. Total, que su técnica de seducción es hablar de “las cosas que te gustan, no de cómo eres”, que pierde un poco de fuerza en la traducción, siendo el original: “What you like, not what you are like.”

Así que comentan sus discos favoritos, conciertos memorables, pelis, programas de televisión, series, personajes de cómic, libros, camisetas con dibujos hechos con hilo impregnado en lejía ¡en fin! All that shit. Y conectan maravillosamente porque tienen gustos afines y se dan la razón y establecen un punto de complicidad cultural que sólo puede ser más mágico si además lo riegas con unos botellines de cerveza y algún chupito de licor blanco de propina. Al final, claro, toda esa euforia se materializa en una excitación sexual acojonante, que en algún momento rompe cualquier nexo con la realidad y te conduce casi levitando a la cópula.

Pues bien, ¿cuántas veces he visto yo Alta fidelidad? ¿quince, veinte veces? No sé, dímelo tú, ¿cuántas veces? Pues por ahí, supongo. He crecido con John haciéndose pajas mentales con banalidades y trascendencias picaditas juntas y mezcladas en un bol con dos huevos batidos en lo que se convertirá en una tortilla de neuras paridas por la generación X, que se comieron ellos mismos y que los millennials estamos aún digiriendo y ocasionalmente regurgitando.

Este truquito del ligar superficial y de la alineación (y alienación) de los astros, que no es más que un engaño para olvidarnos un rato del vacío de significado que tiene estar en el mundo, mientras hablamos de Johnny Cash como si le entendiéramos, es algo que yo asocié siempre a una fase de la vida que acabaría rotundamente de un culazo dado fuerte por ese otro ente que acecha a cualquier joven y que se llama: ¡madurez! (puag).

Yo tenía una amiga mayor que yo y bastante severa que siempre que me sermoneaba por mi falta de seriedad y, sobre todo, de continuidad en el tiempo y asentamiento adulto de mis noviazgos, soltaba como brillante colofón: “Madurar mola, Marti.” Yo siempre tragaba saliva en aquel momento. Una saliva espesa que había intentado contener para no hacer ruido mientras me caía el chaparrón moral. Y esa saliva mía me sabía a incienso de baratillo. Una sensación nasal muy parecida, de hecho, a cuando veo películas de terror sobre el Anticristo.

Si madurar molaba y lo de ligar al estilo Cusack-Bonet era sólo para gente anclada en la veleidad, yo imaginaba justo antes de los treinta, que el mundo del flirt en la adultez tardía debía ser algo más parecido a montárselo como Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca.

Los dos muy serios y muy educados, poniendo de pantalla a terceros como Sam o el pobre Laszlo, para hacerse los enigmáticos en cuanto al interés por el otro. No mostrar las cartas nunca hasta que la cosa se pone demasiado densa. Y en el momento de la catarsis darse un beso muy seco y muy cortés. Todo con los trajes blancos muy limpios y bien planchados y la mirada perdida hacia un punto fuera de campo del mismo cosmos. No me imagino a Humphrey dando vueltas alrededor de Ingrid, subiendo y bajando la barra de su bar y diciendo: “The beta band, tía, the beta band. Dry the rain, ¡joder!” O “Yo perdí la virginidad con “This is hardcore. ¿Es gay que me excite la voz de Jarvis Cocker?”. Pero tampoco visualizo a Emma Watson hablando con Miles Teller sobre la situación política que está atravesando la sociedad de nuestro tiempo, sobre cómo el mundo se va al carajo por la pérdida de valores y el calentamiento global y sobre el color del vestido de ella: «Los pro-Trump iban de gris y tú ibas vestida de azul.»

Creo que seguiremos sintiéndonos inclinándonos y atraídos por las gilipolleces por siempre jamás. ¡Y-nó-pá-sá-ná-dá, amigo! Si no hablas de música, cine, literatura o antropología de barrio, como muchísimo hablarás de teorías personales sobre “lodeantes” del Big Ben o sobre la muerte y el apocalipsis. Sobre a quién salvarías y tal.

Y todo esto me lleva a hacer una relectura de aquel mensaje de bombón Baci que me tocó (¿se puede utilizar este verbo tan entusiasta para algo tan ridículamente nimio como encontrar un trocito de plástico impreso envolviendo una bola de chocolate? ¿te tocó? Guau ¡Qué afortunada eres!), que decía: “Seducimos valiéndonos de mentiras y pretendemos ser amados por nosotros mismos.” (Con lo indigesta que es la avellana, además se ponen fuertecitos.) Reversionar esta sabia reflexión para adaptarla a la conclusión final del tema de este artículo, consistiría en decir: “Seducimos valiéndonos de chorraditas de la cultura pop que nos molan mil y pretendemos luego tener un romance del nivel de magnificencia y profundidad que sólo tendría lugar en el puto imaginario de Flaubert. ¡Vamos, hombre!”.

Los bueyes con los que estoy arando

Hace relativamente poco tiempo tuve una conversación espantosa, con una persona que también resultó ser espantosa (para mí) después, en un lugar espantoso de León cuyo nombre no mencionaré pero si haré constar aquí y ahora que tiene fotos y pinturas de toreros y ponen un salmorejo que te mueres. O sea, yo iría a la cantina del tercer reich si pusieran ese salmorejo. Y luego volvería por la noche y escribiría un graffiti enorme diciendo: Huren söhne! Porque me sentiría culpable, por el tema de los nazis y del ajo.

nazi platano

Ahí estábamos hablando. O más bien, ahí estaba hablando yo mientras él asentía y me tocaba el culo, me llamaba guapa y se reía a motor. Ahí estábamos pues, de esa guisa, y yo hablaba de Louis C. K. Hablaba del tema de las pajas. Mi postura era sumamente difícil de exponer porque: en primer lugar estaba hablando con un hombre de ideología de izquierda automática – es decir, alguien que es de izquierdas más por educación y lugar común que por convicción personalmente desarrollada y experimentada; una especie de eco de discurso rojo con orgullo vacío, que replica en contra cada vez que detecta alguna palabra que podría pertenecer a un ideario conservador-; porque el hombre tampoco creo que llegase a escuchar realmente ni tres palabras de cada diez que salían de mi boca, porque él no sabía quién era Louis C.K., sólo conocía una reseña de su vida profesional gracias al tema del escándalo sexual y porque yo, atención, estaba defendiendo al acusado. Defendiéndole hasta un punto, claro. Pero al fin y al cabo intentando sacarle del averno abyecto de los detestables absolutos.

Pensadlo. Un podemita que me toca el culo públicamente como si comprobase la madurez de un mango, mientras yo, obviando por completo esta acción, completamente ofensiva hacia mi persona, defendía a un americano liberal que ha reconocido haber acosado sexualmente a cinco mujeres mientras nos tomamos un salmorejo en el bar más cortijero que ha dado la Legio VII en toda su historia alcohosocial. Luego diréis que en el norte no sabemos divertirnos.

Pues bien, lo que yo decía, en paráfrasis y así a grandes rasgos, era algo que jamás me imaginé que compartiría en un blog; pero esto tiene un pico de cinco visitantes al día, así que la lapidación potencial será bastante laxa. Lo que decía es que no estaba de acuerdo con esto que he leído y escuchado en los últimos meses docenas de veces de: «Existen diferentes estadios de cáncer; algunos son más tratables que otros, pero siguen siendo cáncer.». Frase que he extraído citando cuasi literalmente y traducido el twitter de Allysa Milano en respuesta a Matt Damon por quitarle hierro al asunto #Metoo. Pero que, como digo, la gente se dedica a reproducir a granel cada vez que existe un debate sobre este particular.

Matt-2

Un cáncer es un cáncer siempre, en cualquier fase o grado. Sí, es una tautología. Una rosa es una rosa es. Incluso cuando es un capullo. (Es la misma puta frase, ¿eh? Que estamos perdiendo el oremus, ya, con la afectación). Pero como analogía del acoso sexual me parece francamente errada y tramposa. Nunca va a ser lo mismo que te toquen el culo a que te llamen tía buena o a que intenten violarte. No. Joder. Claro que no. Y que hay que revelarse contra todo ello si una se siente irrespetada, dolida, invadida o agredida, también es un hecho. Pero yo pensaba en Louis. En el caso concreto de Louis. Y pensaba en algún rollete que he tenido en mis veintitantos. Pensaba en anécdotas raritas que me han pasado. Y pensaba en contextos, en poder y en intenciones. Pensaba en todo esto y lo decía, más o menos así:

A mí me gusta un hombre. Le admiro porque es un escritor muy bueno e ingenioso. De vez en cuando hace monólogos en bares y tiene una sección cómica en la radio. Es conocido a nivel «músico vocalista de pueblo». Por lo que sea empiezo a relacionarme con él porque nuestros círculos amistosos se cruzan. Flirteamos. Un día concertamos una cita. Lo pasamos bien, me parece una persona interesante. Tengo la sensación de que yo también le he gustado. Volvemos a quedar. Esta vez el encuentro me genera más nerviosismo, porque, en fin, quisiera gustarle. Quisiera gustarle de verdad. Vaya, cuando te gusta alguien aspiras a que sea recíproco porque si no es francamente frustrante y entra complejo de gruppie. Total, todo parece fluir. Una noche vamos a su casa. Nos desnudamos. Él me pide por favor que si me puede grabar mientras le meto un plátano por el culo estando él a cuatro patas sobre la cama hasta que tenga un orgasmo anal y que luego ya, si me apetece, follamos normal. Yo le digo que por supuesto. Que no. Él me pide disculpas y me voy. O bien. Le digo: «Venga, mientras solo sea por esta vez.» Lo hacemos. Al día siguiente quedo con una amiga, posiblemente con María, nos partimos la caja hablando de ello y no paramos de beber cerveza hasta que cierran el último bar chino de la ciudad. Y en ninguno de los dos casos volveré a ver voluntariamente a ese señor. Porque, vaya, qué puedo decir, la magia se ha roto. Se ha rasgado como la cáscara de un plátano al abrirse.

Ahora, podemos repetir toda la anécdota potencial diciendo que el tío que me pide que le meta un plátano por el culo es Dani Rovira o Ernesto Sevilla o Flippy, yo qué sé. Para mí la historia es exactamente la misma. Un tío que me gustaba al que desafortunadamente le van unos rollos que a mí me resultan altamente nauseabundos. Me decepciona, me repugna. En algún momento considero también que aunque me lo pida por favor es un abuso de poder, porque el pervertido sabe que él a mí me gusta y en cierta manera ese poder (de atracción) me coacciona. (Más allá que el tema de «medrar mediante el sexo con famosos salidos» que daría para otro post muy diferente). Pero es muy probable que no le de importancia de trauma o de degradación personal.

Ahí estaba yo, diciendo más o menos todo eso. Y al cabo de veinte minutos explicándolo me di cuenta de que el tío – de izquierdas y autodenominado feminista (así porque sí, mira tú)-  en ningún momento había despegado la mano de mi trasero. De que cuando le apartaba porque me interrumpía a besos y para no resultar violenta lo acompañaba de algún comentario chistoso del tipo: «Veo que necesitas apreciar el sabor de mis argumentos para saber si estás de acuerdo.» él se reía a mandíbula batiente sin acabar de captar mi creciente incomodidad y repitiendo la jugada una y otra y otra vez. El lenguaje corporal fue elevando hasta tal punto su grado de allanamiento que acabé gritando sin pudor: «¡No soy una jodida muñeca hinchable!». A lo que respondió coqueto y absurdo: «Sí, lo eres, eres mi muñequita hinchable.»

2016 Winter TCA Portraits

Y fue ahí, justo ahí, amigos, cuando decidí que por muy rico que esté el salmorejo, nunca jamás en mi puta vida iré a comerlo a la cantina del Tercer Reich.*

No sé si me explico.

*Nota: La cosa es que la que empieza a narrar es mi yo ajeno al acoso, mi yo frivolón y feliz que come salmorejo aunque se lo sirva Adolf. Mi yo banal y sin principios. Mi yo ingenuo y hedonista. Y la gracia es esa, que mi alter ego del post evoluciona a la vez que mi voz narradora. Bueno, no sé, es que no me gusta escribir borradores. Ojalá se me haya entendido mejor que a Catherine Deneuve.

Nos saludamos agitando la mano en el aire, a lo lejos.

Própolis es nombre de personaje de tragedia griega y sabe a iglesia cristiana. Creo que si tuvieras que comer un tazón de cereales en un cuenco de piedra habitual recipiente de agua bendita, te sabría a própolis. Digo eso, nada más. Me he tenido que comer dos caramelos de própolis con miel y limón y textura de gominola poderosa hace un momento, porque los hados decidieron no dejarme hablar del amor. Estaba intentando recordar Hang the dj, y me ha entrado la tos nerviosa dramática. Que además de no dejar hablar tampoco deja escribir porque los dedos se mueven junto con el resto del cuerpo, espasmódicamente. Probad a teclear cuando os entre la tos, sentiros ridículos y por extensión, humanos. Lo que quiero decir es que esta sensación bucal devota no me permitirá redactar esto que me corroe por dentro, desde la honestidad que me caracteriza.

Cuando digo Hang the dj me refiero al capítulo de Black Mirror sobre las parejas concertadas en citas obligatorias a través de un sistema informático que calcula previamente índices de compatibilidad en varias facetas y que proporciona asimismo y de antemano una caducidad a los encuentros. Era divertidísimo de ver. Como si hubieran hecho una versión futurista de mi vida.

Esto me llevó a pensar en las relaciones triviales que he mantenido a lo largo de la juventud (que aún colea, pero ralentizadamente). Y también en las duraderas y trascendentes. Y, afinando un poco más, en los análogos orígenes de ambos tipos. Después le he dado unas cuantas vueltas mientras masticaba. Ahora mastico muchísimas veces cada bocado de alimento para eternizar las comidas, de tal manera que mi cerebro es engañado creyendo que como mayor cantidad (ya ves qué idiota, mi cerebro), me sacio antes y, por ende, acabo comiendo mucho menos. Creo que a la larga todo lo que pierda de culo se me pondrá en el mentón hipertrofiado que voy a adquirir por culpa de visitar y creer loquesea de foros como “enfemenino”.

La mágica y chispeante conclusión a la que he llegado en mi mismidad es que absolutamente todo lo que pasa en una relación romántica está principalmente condicionado por la forma en que los dos individuos implicados se saludan entre sí en el primer encuentro que se produce -acordado o no- tras haber mantenido relaciones físicas la vez inmediatamente anterior. Digamos que es el pistoletazo de salida que define la clase de vínculo que se tendrá. La palmadita del médico en el culo del bebé para que escupa lo que haga falta y comience la función.

Para mí este trance siempre ha sido delicado y controvertido. Y no estoy hablando sólo de ver a alguien después de haberte acostado con él y practicado el coito. Incluyo cualquier tipo de contacto físico sexual; como quedarte a ver películas de Kiarostami en casa de un colega hasta el amanecer (como hace cada día más y más gente) y que acabéis dándoos un besoteo con tocamientos en el sofá, casi por inercia.

¿Después qué? ¿Eh? ¿Qué? Toda esa intimidad comprimida en unas horas tórridas, pasándoos las manos por el cuerpo del otro como si estuvierais haciendo una exploración médica en busca de tumores. Comerte la boca de la otra persona, respirar su aliento, atragantarte con algún pelito ajeno. ¡En fin! Toda esa odisea pegajosa y maravillosa que es embadurnarse de otro ser humano parece ocurrir en otro plano de realidad completamente desgobernado en el que no se contempla el tiempo ni las consecuencias. Es un accidente. Siempre es un accidente. Y un trauma. Y la otra persona ya nunca será como era antes de que le metieras la mano por debajo de la camiseta y la lengua dentro de la boca.

Si la siguiente vez que vuelves a ver a alguien con quien has tenido sexo os saludáis dandoos un beso en la boca, habéis perdido a un amigo. Lo siento. La relación está condenada a funcionar en el plano romántico y, por tanto, a que os convirtáis en antagonistas o a que os evitéis hasta el lacerante dolor unilateral en el futuro inmediato o a que tengáis un noviazgo obligado por el pudor que os produce a ambos el herir al otro diciéndole que en realidad tampoco os gusta tanto o, en la versión más piruleta de la vida: a que os améis por siempre jamás o, no sé, cinco o seis años, y habléis de la conexión extrasensorial y sacra que os hace mucho más guays que cualquier otro dúo de seres vivos del planeta.

Por supuesto no hay reglas para esto, aunque creo que estoy más que preparada para escribir artículos de consultorio sentimental en donde sea. Pero lo de los besos es así. ¿Hay algo más agresivo que besar a alguien en cuyo cuerpo dejaste huellas de fluidos varios, la vez anterior, en esa otra realidad cuántica? ¿Se puede ser más invasivo? Y, lo que no es menos importante y digno de tener en cuenta: ¿Hay algo más frío que no besar a alguien en cuyo cuerpo dejaste huellas de fluidos varios, la vez anterior, en esa otra realidad cuántica? ¿Se puede ser más impasible?

Es una encrucijada imposible donde nunca se puede ganar. Quería hacer un análisis del probable devenir de cada tipo de saludo postcoital o postbesil o postmasturbación y no he podido, de alguna manera me he perdido en la ambivalencia y el agujero infinito de la incertidumbre. Remito pues al título del artículo. Todos quedaremos siempre a salvo en la polivalente interpretación de afecto e intenciones que tiene un saludo agitando la mano en el aire. A lo lejos.

Guardar el amor dentro de una bacteria

Hace un par de semanas se me rompió el corazón en varios cientos de miles de pedazos minúsculos y sangrantes. Mi ordenador iba a la misma velocidad que el ritmo de una película de Tarkovski. Un día estaba cagándome figuradamente en el niño de la enfermedad de las encías de Stranger Things -disfrazado de cazafantasmas- y súbitamente hizo «plof». Mi ordenador, claro, el niño se limitó a chascar la lengua. Al cabo de veinticuatro horas de estupor y terror, intentando encender de nuevo el pc sin éxito, decidí «refrescarlo». Reinicié el aparato en el modo «ASSIST» y le di a esa sugerente y juvenil opción: «Refreshing». Casi podía notar un sensual y sinuoso latido en las letras. El proceso duró varias horas. Mis nociones de informática son lo suficientemente cristianas como para asociar la espera al sacrificio y a una correspondiente recompensa exitosa. Y, en cierto modo, así fue. Mi VAIO turco resucitó ágil, luminoso y lleno. Lleno de ganas de vivir pero vacío de todo lo demás. Los últimos dos años y medio de mi vida vertidos en la nada, separándose para siempre de esa masa absurda llamada tsunami de datos, que algún día nos devorará, nos digerirá y nos defecará en el gigantesco agujero negro que será el apocalípsis.

Éste verano, cuando aún era poseedora de mi memoria reciente y no era consciente de mi fortuna, leí en el periódico que unos tipos de Hardward habían logrado insertar un GIF animado en el ADN de una bacteria. Concretamente en una Escherichia coli y la imagen era la de un jinete sobre un caballo que trota un poquito. Ya ves qué bien. En aquel momento no tuve una opinión formada sobre este asunto. Supongo que como la mayor parte de las cosas de la vida, me resultó ridículo, nada más. Hoy, esta tarde, he encontrado mi disco duro extraíble Toshiba. Había puesto en él todas mis esperanzas de poder recuperar ese 6% de mi existencia hasta la fecha. Todos esos vídeos de bebés, fotos que hice de cuando logré mover la cama del dormitorio al salón y estaba segura de que nadie me creería si no lo documentaba gráficamente, retratos míos con una peluca azul. En definitiva, la clase de material inmortalizado de la realidad que mereció la pena ser vivida. No había nada de eso.

Toshiba sólo comprende mi memoria infantil, parte de la primera juventud, Barcelona y unos 300GB de Estambul not Constantinopla. Pero lo que pasó desde 2015 para acá es polvo enamorado. Y en el polvo hay piel muerta, ácaros y, seguro, que alguna bacteria. Mi pena es tan insondable que en un momento de crisis emocional extrema aunque fugaz he pensado que sería capaz de insuflarme el cólera si así puedo ver de nuevo un GIF de mi felicidad mirando una chimenea en una casa de piedra de algún pueblo de la Catalunya profunda. Todo eso que pasó en dos años y medio ya sólo quedará guardado en mi memoria real y, por tanto, cobrará en cuestión de poco tiempo un valor sentimental muy superior a cualquier otra época de la vida que kodak, fotolog, facebook o instagram hayan conseguido grabar y reproducir cuando quieras y con la nitidez de lo que sucedió hace un instante. Mi cerebro es una cpu engañosa y llena de errores que reedita constantemente los archivos y cuya resolución está más empañada que unos ojos cataráticos. 

Es por ello que dedico este post obscenamente personal y parco a decir adiós a esa fracción de mi vida en la que leí, lloré y reí tanto. Esa fracción que ha desaparecido sin morir ni avisar antes. Que se ha esfumado. Que me ha hecho entender The leftovers.

 

 

De las tetas y el feminismo

¿Cómo hablar seriamente de mis pechos? No es fácil vivir con ellos. Al igual que mi buena memoria me han traído tantas alegrías como desgracias. Son, entonces, un valor y por tanto un obstáculo en mi camino hacia la liberación femenina. Porque los uso conscientemente. Dada la predominancia de lycra en mi vestuario y la magnificencia habitual de mis escotes, sería difícil encontrar a alguien que se tragase que soy feminista. Ni yo misma lo creería. Y dejémonos de misterios, no soy una militante pura. Pero, eso sí, el machismo me da putas ganas de vomitar. Por eso me paso la vida con el ceño fruncido; por la naúsea perpetua.

Acabo de leer una cita de Caitlin Moran en la que viene a decir, en paráfrasis sesgada, que si te pone de los nervios Madonna y llevar vaqueros es que eres feminista. Así que según ésta mujer lo soy al menos al cincuenta por ciento, porque es escuchar «Like a virgin, uh! touch for the very first time» y sentir una terrible vergüenza de género y una incontenible pulsión de correr a una tienda online de dildos para acabar por siempre y radicalmente con la dependencia del macho a todo nivel. Aunque seguramente un consolador no es precisamente un símbolo de manifestación contra el patriarcado. ¿O sí? No lo sé. Pamela Des Barres, una de las gruppies más famosas de los sesenta, le proporcionaba a una colega «artista» moldes de los penes de gente como Mick Jagger o Jim Morrison para hacer esculturas y material masturbatorio. Y en fin, las mujeres cuyo leit motiv era ser penetradas por tipos que sabían hacer música, no son la clase de heroínas reivindicativas de sí mismas y de la igualdad entre sexos.

Caitlin Moran writer, journalist

Caitlin Moran

Últimamente he leído varios artículos sobre dilemas feministas. Muchos de ellos relacionados directamente con la estética y la cultura. Volviendo al tema de los vaqueros. Al hecho de que te pongan de los nervios los vaqueros como rasgo identificativo de tu pulsión feminista natural. Analicémoslo. Esos vaqueros a los que la buena de Caitlin hace referencia, entiendo serán ajustaditos, duros, con remates ingenierísticos y moldearán un culo respingón y maravilloso capaz de despertar los más bajos instintos de un macho heterosexual. A costa siempre de la incomodidad física, los problemas circulatorios y la imposibilidad de ponerte a comer cocido a destajo. Dolor y frustración para esa mujer esclava de la aprobación masculina. Hacer toda esta reflexión y luego rechazar unos vaqueros en pro de la amplitud de movimientos de llevar algo suelto y anchito, sacrificando el atractivo físico obvio de marcar cacha es, entonces, feminista. O al menos, según la señora Moran es un comienzo, ¿no?

Retomemos pues, ahora, mis tetas, sobre las que me preguntaba al principio. Yo tenía una amiga a los veintitantos, cuando salíamos en pandilla a ligar, que tenía poco pecho, no era muy atractiva y resultaba bastante seca y hostil – o sea, a lo mejor me he pasado diciendo «amiga» -. Esta mujer, tremendamente enfadada con el mundo, siempre me decía que la razón de que yo tuviera más éxito en mi captación de la atención de jóvenes casaderos, era que tenía las tetas muy grandes. Para ella, la única diferencia entre ambas era la talla del sujetador. Lo que había marcado nuestra suerte y nos había posicionado en el mundo social-flirt en distintas categorías era única y exclusivamente el tamaño de las mamas. A mí, que en mi infinita ingenuidad, siempre me había parecido que los chicos me hacían caso por mi exquisito sentido del humor y mi gracejo particular, me resultaba profundamente bochornoso y violento creer que yo no era más que una tipa insulsa pegada a dos magníficos y carismáticos senos turgentes. Y peor aún, que por norma general, los tíos nos pudieran simplificar personalmente hasta ése punto. Que prefiriesen la compañía de una por encima de la otra atendiendo principalmente al volumen de las glándulas mamarias.

Sarah-Silverman-Boobs

Pasado el tiempo y las experiencias, llegué a la conclusión de que los hombres con los que mantenía relaciones estrechas, amorosas o amistosas, valoraban rasgos de mi personalidad que les resultaban interesantes y útiles, así como el hecho de un grado justo de compatibilidad de caracteres para que fuera posible una comodidad y confianza a la hora de mantener un vínculo sano y satisfactorio conmigo. Pero he de decir que ninguno de ellos, a lo largo de toda mi vida con ellas, ha omitido la alusión a mis tetas como rasgo importante que forma parte de mí. Los pechos como un hecho imposible de ser obviado dentro del conjunto. Como el absurdo que sería ir a París y sudar de la Torre Eiffel.

Consecuentemente, he aprendido a aceptarlas y a tener en cuenta su valor de marketing.  A no ser tan hipócrita de pretender que no han condicionado mi discurrir existencial -me pongo muy fuerte con esto-. Y al igual que cuando aparecieron eran una cruz, me abochornaban y las ocultaba debajo de sudaderas anchas y gruesas, como una tara que se ha de mantener en el ostracismo; a medida que me he ido convirtiendo en una mujer hecha, cínica y derecha han ido gozando de mayor protagonismo y aire libre. Siempre protegidas, levantadas y expuestas gracias a sujetadores que ya, por el mero hecho de ser, resultan poco confortables. El caso es que al mismo tiempo que iban quedando a la vista yo las apreciaba en mayor medida. Hasta el propio rito de vestirse se ha convertido en algo completamente íntimo y personal y dirigido a mi disfrute y entretenimiento. Yo me maquillo, me visto y me ajusto los tirantes para colocarme bien las tetas para mí. Independientemente de que luego las use o no. También estudio filosofía por satisfacción personal y luego utilizo la razón como herramienta para medrar en otros aspectos prácticos de la vida.

Así que ¿enseñar teta o llevar vaqueros push up o todo lo que tenga que ver con resaltar rasgos que se corresponden con los cánones estéticos de la sociedad, cultura y época en la que nos ha tocado vivir y desenvolvernos, a costa de una innegable incomodidad física implica necesariamente no ser feminista? ¿Qué sería lícito, en ese sentido y contexto superficial, usar como elemento de seducción sin ser una servil perra del machismo? ¿O es que seducir es ya en sí mismo anti-feminista? Si hago una dieta de adelgazamiento estando perfectamente saludable ¿estoy sometida a la tiranía de la masa garrula machista que me tendría más en cuenta viéndome esbelta? ¡Ay!

Me explota la cabeza, tías; debe ser que me aprieta el sujetador.

Marilyn

Pu-pu-pidú!