Hace relativamente poco tiempo tuve una conversación espantosa, con una persona que también resultó ser espantosa (para mí) después, en un lugar espantoso de León cuyo nombre no mencionaré pero si haré constar aquí y ahora que tiene fotos y pinturas de toreros y ponen un salmorejo que te mueres. O sea, yo iría a la cantina del tercer reich si pusieran ese salmorejo. Y luego volvería por la noche y escribiría un graffiti enorme diciendo: Huren söhne! Porque me sentiría culpable, por el tema de los nazis y del ajo.

Ahí estábamos hablando. O más bien, ahí estaba hablando yo mientras él asentía y me tocaba el culo, me llamaba guapa y se reía a motor. Ahí estábamos pues, de esa guisa, y yo hablaba de Louis C. K. Hablaba del tema de las pajas. Mi postura era sumamente difícil de exponer porque: en primer lugar estaba hablando con un hombre de ideología de izquierda automática – es decir, alguien que es de izquierdas más por educación y lugar común que por convicción personalmente desarrollada y experimentada; una especie de eco de discurso rojo con orgullo vacío, que replica en contra cada vez que detecta alguna palabra que podría pertenecer a un ideario conservador-; porque el hombre tampoco creo que llegase a escuchar realmente ni tres palabras de cada diez que salían de mi boca, porque él no sabía quién era Louis C.K., sólo conocía una reseña de su vida profesional gracias al tema del escándalo sexual y porque yo, atención, estaba defendiendo al acusado. Defendiéndole hasta un punto, claro. Pero al fin y al cabo intentando sacarle del averno abyecto de los detestables absolutos.
Pensadlo. Un podemita que me toca el culo públicamente como si comprobase la madurez de un mango, mientras yo, obviando por completo esta acción, completamente ofensiva hacia mi persona, defendía a un americano liberal que ha reconocido haber acosado sexualmente a cinco mujeres mientras nos tomamos un salmorejo en el bar más cortijero que ha dado la Legio VII en toda su historia alcohosocial. Luego diréis que en el norte no sabemos divertirnos.
Pues bien, lo que yo decía, en paráfrasis y así a grandes rasgos, era algo que jamás me imaginé que compartiría en un blog; pero esto tiene un pico de cinco visitantes al día, así que la lapidación potencial será bastante laxa. Lo que decía es que no estaba de acuerdo con esto que he leído y escuchado en los últimos meses docenas de veces de: «Existen diferentes estadios de cáncer; algunos son más tratables que otros, pero siguen siendo cáncer.». Frase que he extraído citando cuasi literalmente y traducido el twitter de Allysa Milano en respuesta a Matt Damon por quitarle hierro al asunto #Metoo. Pero que, como digo, la gente se dedica a reproducir a granel cada vez que existe un debate sobre este particular.

Un cáncer es un cáncer siempre, en cualquier fase o grado. Sí, es una tautología. Una rosa es una rosa es. Incluso cuando es un capullo. (Es la misma puta frase, ¿eh? Que estamos perdiendo el oremus, ya, con la afectación). Pero como analogía del acoso sexual me parece francamente errada y tramposa. Nunca va a ser lo mismo que te toquen el culo a que te llamen tía buena o a que intenten violarte. No. Joder. Claro que no. Y que hay que revelarse contra todo ello si una se siente irrespetada, dolida, invadida o agredida, también es un hecho. Pero yo pensaba en Louis. En el caso concreto de Louis. Y pensaba en algún rollete que he tenido en mis veintitantos. Pensaba en anécdotas raritas que me han pasado. Y pensaba en contextos, en poder y en intenciones. Pensaba en todo esto y lo decía, más o menos así:
A mí me gusta un hombre. Le admiro porque es un escritor muy bueno e ingenioso. De vez en cuando hace monólogos en bares y tiene una sección cómica en la radio. Es conocido a nivel «músico vocalista de pueblo». Por lo que sea empiezo a relacionarme con él porque nuestros círculos amistosos se cruzan. Flirteamos. Un día concertamos una cita. Lo pasamos bien, me parece una persona interesante. Tengo la sensación de que yo también le he gustado. Volvemos a quedar. Esta vez el encuentro me genera más nerviosismo, porque, en fin, quisiera gustarle. Quisiera gustarle de verdad. Vaya, cuando te gusta alguien aspiras a que sea recíproco porque si no es francamente frustrante y entra complejo de gruppie. Total, todo parece fluir. Una noche vamos a su casa. Nos desnudamos. Él me pide por favor que si me puede grabar mientras le meto un plátano por el culo estando él a cuatro patas sobre la cama hasta que tenga un orgasmo anal y que luego ya, si me apetece, follamos normal. Yo le digo que por supuesto. Que no. Él me pide disculpas y me voy. O bien. Le digo: «Venga, mientras solo sea por esta vez.» Lo hacemos. Al día siguiente quedo con una amiga, posiblemente con María, nos partimos la caja hablando de ello y no paramos de beber cerveza hasta que cierran el último bar chino de la ciudad. Y en ninguno de los dos casos volveré a ver voluntariamente a ese señor. Porque, vaya, qué puedo decir, la magia se ha roto. Se ha rasgado como la cáscara de un plátano al abrirse.
Ahora, podemos repetir toda la anécdota potencial diciendo que el tío que me pide que le meta un plátano por el culo es Dani Rovira o Ernesto Sevilla o Flippy, yo qué sé. Para mí la historia es exactamente la misma. Un tío que me gustaba al que desafortunadamente le van unos rollos que a mí me resultan altamente nauseabundos. Me decepciona, me repugna. En algún momento considero también que aunque me lo pida por favor es un abuso de poder, porque el pervertido sabe que él a mí me gusta y en cierta manera ese poder (de atracción) me coacciona. (Más allá que el tema de «medrar mediante el sexo con famosos salidos» que daría para otro post muy diferente). Pero es muy probable que no le de importancia de trauma o de degradación personal.
Ahí estaba yo, diciendo más o menos todo eso. Y al cabo de veinte minutos explicándolo me di cuenta de que el tío – de izquierdas y autodenominado feminista (así porque sí, mira tú)- en ningún momento había despegado la mano de mi trasero. De que cuando le apartaba porque me interrumpía a besos y para no resultar violenta lo acompañaba de algún comentario chistoso del tipo: «Veo que necesitas apreciar el sabor de mis argumentos para saber si estás de acuerdo.» él se reía a mandíbula batiente sin acabar de captar mi creciente incomodidad y repitiendo la jugada una y otra y otra vez. El lenguaje corporal fue elevando hasta tal punto su grado de allanamiento que acabé gritando sin pudor: «¡No soy una jodida muñeca hinchable!». A lo que respondió coqueto y absurdo: «Sí, lo eres, eres mi muñequita hinchable.»

Y fue ahí, justo ahí, amigos, cuando decidí que por muy rico que esté el salmorejo, nunca jamás en mi puta vida iré a comerlo a la cantina del Tercer Reich.*
No sé si me explico.
*Nota: La cosa es que la que empieza a narrar es mi yo ajeno al acoso, mi yo frivolón y feliz que come salmorejo aunque se lo sirva Adolf. Mi yo banal y sin principios. Mi yo ingenuo y hedonista. Y la gracia es esa, que mi alter ego del post evoluciona a la vez que mi voz narradora. Bueno, no sé, es que no me gusta escribir borradores. Ojalá se me haya entendido mejor que a Catherine Deneuve.