Estar buena por contrato pero cantarle las cuarenta al sexismo.

Reese Witherspoon, productora exitosa, activista social, actriz ganadora del Oscar y madre. Pero haciendo dieta toda la santa vida ¿eh?

Comenzó como un hashtag en las redes sociales en octubre de 2017. La frase “me too”, “yo también” en inglés, había sido usada durante tiempo atrás por la activista feminista Tarana Burke, pero el movimiento fue popularizado por la actriz Alyssa Milano, que utilizando esta frase animaba a otras compañeras para que denunciasen el trato misógino sufrido en la industria: “Si todas las mujeres que han sido acosadas o agredidas sexualmente hicieran un tuit con las palabras “Me too” podríamos mostrar a la gente la magnitud del problema” El centro del huracán de las miles de acusaciones fue el productor de cine Harvey Weinstein y algunas de las celebridades que saltaron a la palestra para denunciar haber sido víctimas de acoso sexual o agresión fueron, por ejemplo: Reese Witherspoon, Patricia Arquette, Anna Paquin o Evan Rachel Wood.

Salma Hayek es muy guapa de cara, a lo mejor no os habíais fijado nunca.

              La repercusión fue tal que llegó a otras áreas de la sociedad, como por ejemplo, la política. En cuanto a la influencia del movimiento sobre la imagen estética de las divas hollywoodienses es preciso señalar el notable cambio en el outfit en las apariciones públicas de diversas personalidades, como por ejemplo, la estrella mexicana Salma Hayek, que durante la mayor parte de su carrera se presentaba en los late nights americanos ataviada con vestidos ajustados, con escotes extremos e imposibles y haciendo bromas sexuales sobre su cuerpo. A partir de la era del empoderamiento (espantoso término) femenino, es difícil ver a Salma con algo distinto de un sobrio traje de chaqueta, al estilo Marlene Dietrich, y jamás omite ya alguna alusión a la misoginia sufrida en la industria cinematográfica. Por otro lado, Scarlett Johansson, por ejemplo, se quejaba en una rueda de prensa conjunta de por qué a su compañero de reparto en «Los vengadores», Jeremy Renner no le preguntaban también por el tipo de ropa interior que llevaba, hastiada de ser tratada como a una pieza de fruta fresca.

Scarlett Johansson, por fin considerada como actriz, aquí seguramente recordando cuando le tocó una teta Isaac Mizrahi en la alfombra roja de Los globos de oro de 2006.

              El hecho de que las mujeres hayan empezado a buscar la belleza en beneficio y satisfacción directamente propios, sin la  intención directa o única de agradar a terceros del sexo opuesto o de comerciar con sus bondades físicas, ha cambiado por completo la forma de verse guapa y también la metodología para conseguirlo. Las intervenciones dolorosas e invasivas como ciertos tipos de cirugía estética, que incluso son susceptibles de crear adicción, han dejado paso a tratamientos de medicina estética y aparatología en clínica ambulatoria combinados con cuidados domésticos adecuados y una rigurosa observación de los hábitos de vida. Belleza y bienestar, cada vez más hermanados.

Helen Mirren ni siquiera iba de guaperas por la vida y ya ves.

              Estrellas de cine como Helen Mirren, convertida en una diva deseada y admirada pasados bien a gusto los cincuenta años, han demostrado que ya no es un crimen envejecer, pero hay que hacerlo bien. Los métodos estéticos menos invasivos pero realizados de manera más asidua, como la radiofrecuencia facial o la microdermoabrasión, por ejemplo, son los más usados tanto por las actrices famosas como por la mujer de la calle que puede permitirse tratamientos de un coste infinitamente más moderado de lo que pudiera serlo la cirugía estética en años pasados.

Emma Stone, pecas las justas, maja.

              Se codicia una piel de pigmentación uniforme, inmaculada, que evoque salud, como prueba la eliminación casi total de las pecas que lucía Emma Stone en la primera parte de su carrera juvenil. Cuando recogió el Oscar a mejor intérprete principal en 2017 lucía un cutis perlado y luminoso producto de numerosos peelings químicos con AHA (alfahidroxiácidos) así como varias sesiones de IPL (Luz pulsada intensa) para aclarar todo resquicio de mácula en su cara y dar como resultado esa imagen radiante de lozanía y vigor, como si viviese sumergida en agua bendita.

Jennifer Lawrence con un bañador de látex de lo más incómodo; parece que le ha dado flato.

              Jennifer Lawrence, con su cuerpo femenino de formas redondeadas, dentro de una armonía que recuerda más a las divas de los años cuarenta del siglo pasado que al exceso de Marilyn o Sophia Loren, se coloca a la cabeza de las representantes de cuerpos saludables que no invocan a la insalubridad haciendo apología de la delgadez extrema como sinónimo de elegancia. Se pueden tener curvas y bustos prominentes mientras sostienes una copa de vino blanco y saltas butacas en el descanso de la ceremonia de los Oscar y aún así mantener un halo de carisma desenfadado la mar de peculiar. Asimismo, con los éxitos de la industria Marvel, que llena cines en todo el mundo, se crean una serie de contratos blindados con sus protagonistas para que lleven una dieta rigurosa y una tabla de ejercicios estricta que les permita conservar unos cuerpos atléticos y firmes, también dentro de lo saludable, para poder encarnar a héroes poderosos. Gal Gadot, protagonista de “Superwoman”, procura ejercitar su cuerpo tres veces por semana, al menos una hora en cada sesión y combinando Pilates y TRX, además de comer sano y equilibrado – sólo de pensarlo, me canso.-

Gal Gadot no sabe lo que es la pereza.

              Siguen existiendo los retoques para alcanzar la perfecta fotogenia, Margot Robbie, por ejemplo, se redibujó un poco la nariz y se hizo extirpar las bolas de Bichat para estilizar el rostro. Pero siguen siendo intervenciones mucho menos dramáticas que a las que estábamos acostumbrados en décadas precedentes. Lo curioso y desafortunado es que la propia Margot, al igual que Charlize Theron, son mujeres bellísimas que para poder demostrar su talento han de afearse en la ficción. Como si disimular la belleza fuera condición indispensable para no despistar sobre su talento. La primera lo hizo en su maravillosa interpretación de Tonya Harding en la estupenda y scorsesiana «Yo, Tonya» (2018) y la segunda un tiempito antes en «Monster» (2003), donde Theron engordó 22 kilos y fue caracterizada con un cutis tan churretoso, sucio y castigado como si hubiera pasado dos años con una mascarilla de pus de mono. Cualquier cosa con tal de robarle curro a Kathy Bates.

Margot Robbie muy profesional y estoica aguantando la cruz de ser tan guapa como buena actriz. Pobrecita, ¿no?

Otros ejemplos de este fenómeno de «simular la fealdad para la gloria» son Nicole Kidman, que ganó el Oscar al ponerse una prótesis de nariz – incluso Denzel Whasington hizo una brometa al entregarle la estatuilla en 2002– para encarnar a Virginia Woolf en «Las horas». Brie Larson, que igualmente se llevó la palma al desmaquillarse y dejarse caracterizar como la desmejoradísima víctima del confinamiento en una caseta de tres metros cuadrados en «Room» (2015). Y Halle Berry, que también afeó en la medida de sus posibilidades para llevarse el premio en 2001 por «Monster’s ball». A Tilda Swinton y a Glenn Close se las tomó en serio como actrices desde el primer minuto en que pisaron un set de rodaje; no te digo más. Cabe preguntarse, igualmente, si hay algún actor del género masculino que haya sido tildado de demasiado guapo para la interpretación. Brad Pitt ganó en febrero de 2020 el Oscar a mejor secundario frente a gente como Joe Pecsi -hay que ver- por interpretarse a sí mismo y, no sé cómo lo ves tú, pero yo creo que más guapo no se puede. Cuando Hollywood supere esta lacra ridícula, será un síntoma de que las cosas empiezan a ir bien, mientras tanto y hasta entonces, tenemos a Natalie Portman en «Cisne Negro» (2010).

Natalie Portman no es moco de pavo.

Del bótox a la indignación: Nicole Kidman no puede fruncir el ceño

Los primeros años del siglo XXI vienen marcados por la lucha internacional contra el terrorismo, especialmente agudizada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 de las Torres Gemelas de Nueva York. La austeridad y la sobriedad son la tónica que rige la nueva imagen de un Hollywood que se pone serio para reflejar los graves problemas del mundo en el que se contextualiza. Comienza a haber papeles protagonistas de peso para mujeres y la edad media de los personajes principales se eleva; al fin se encuentra vida después de los 50. Actrices como Meryl Streep, Frances McDormand o Annette Bening, por ejemplo, encarnan a mujeres maduras y fuertes que pueden llevar todo el peso de la trama central en una película y llenar el patio de butacas y los bolsillos de los productores que las contratan. Algo impensable medio siglo atrás.

Meryl Streep luciendo medallas

              Evidentemente, no caduca el concepto de sex symbol, – ahora reciclado en heroínas de Marvel (chicas que podrían coger en brazos a Dwayne Johnson sin despeinarse) pero empiezan a tener más éxito las historias escritas, interpretadas y dirigidas por y para mujeres. Aunque a lo largo de la primera década aún persigue a las estrellas femeninas la cuenta atrás de la decrepitud y son muchas las que recurren a las inyecciones de tóxina botulínica para ver prolongada la vida de su rol como reclamo erótico; normalmente asociado a mejores resultados en taquilla.

A Catherine Zeta Jones se le fue tanto la mano con el bótox que entre «Oceans twelve» (2002) y «Chicago» (2004) tuvo que dejarse flequillo para disimular (tú fijate).

              La anorexia comienza a tratarse como la peligrosa epidemia que es y cada vez se cuida más el aspecto saludable de las estrellas. En Hollywood vuelven a verse curvas como signo de belleza. No en vano, Jennifer López asegura su trasero por valor de cinco millones de euros y unos pocos años después, Kim Kardashian multiplica por cuatro esa cifra para proteger el suyo; quizás atendiendo a la regla directamente proporcional del tamaño de sus posaderas.

Jennifer López artista multidisciplinar que también debe tener un máster en rentabilidad.

              Y en 2017 se destapa el escándalo sexual de Harvey Weinstein, dueño de Miramax y señor todopoderoso de la industria del cine. Un montón de actrices saltan a la palestra para acusarle de acoso sexual, agresión e incluso violación, en algún caso. A raíz de este suceso, son pocas aquellas que no tienen una historia truculenta que contar acerca del trato discriminatorio y vejatorio sufrido a lo largo de sus respectivas vidas profesionales. Se pone foco sobre la cosificación, el machismo y el abuso y se crea el movimiento me_too, que gracias a la velocidad de la corriente informativa en internet y la telefonía móvil, llega a todas las partes del mundo suponiendo una revolución en el pensamiento femenino y su exposición publica. Las mujeres comienzan a plantearse cuestiones que hasta ese momento eran obviadas. Al nivel del tema que nos ocupa, el desprenderse del yugo de la voluntad masculina, esto es, el plantearse si una mujer se viste de manera “provocativa”, por ejemplo, por gusto personal o con el fin principal de seducir a un hombre, condiciona por completo la imagen que ésta, a partir de tal disyuntiva, querrá ofrecer al mundo. Digamos que los escotes pronunciados ya no volverán a ser escotes y ya está.

Nicole Kidman tan natural aquí como un anuncio de Central Lechera Asturiana

En 2014, la actriz Nicole Kidman declaró al diario italiano La Reppublica: «Nunca me he sometido a cirugía, pero sí probé la toxina botulínica, por desgracia. Lo dejé y ahora, finalmente, puedo mover mi cara de nuevo». Dejando a un lado la mendacidad desternillante que supura de la primera parte de esta declaración, la exmujer del cienciólogo más famoso del mundo no fue la única en sucumbir a las promesas de un cutis terso por obra y gracia de la parálisis muscular ocasionada por la inyección de bótox; otras, como Courteney Cox tuvieron que dejar de manipularse el rostro cuando ya no se reconocían en el espejo e incluso la propia Julia Roberts admitió haberlo probado: “Probé el bótox una vez y durante varios meses parecía que estaba siempre sorprendida. No me veía bien (…) Tengo tres niños que deberían saber qué es lo que estoy sintiendo cuando lo estoy sintiendo. Lo cierto es que la toxina botulínica, la cirugía palpebral (para hacer los ojos rasgados y felinos a fuerza de recortar piel sobrante del párpado fijo superior) así como el aumento del grosor de los labios, crearon toda una línea de mujeres casi clónicas tras haber pasado por el tamiz de las mismas técnicas estéticas. Meg Ryan rellenó tantas veces sus labios pasada la cuarentena, que resultaba difícil volver a relacionarla con roles de mujer común con candor y frescura juvenil cuando prácticamente parecía la versión drag queen de un pato. Catherine Zeta Jones, con el fin de conservar a los cincuenta las facciones exactas de sus treinta años, también se pasó con las inyecciones y los recortes; y algunas como Renée Zellweger causaron tanto estupor como polémica al aparecer irreconocibles tras unas vacaciones en el quirófano. Esta última se deshizo de tanto tejido palpebral que cambió por completo la expresión de su rostro, caracterizado por unos ojos achinados en sonrisa perpetua.

Por lo visto, con todo el párpado que le recortaron a Renée Zellweger tenían para hacerle un neceser.

              Lo cierto es que estas extremas operaciones faciales atentaban contra el principio de la profesión de las actrices de Hollywood, que era y es el uso de su gestualidad para transmitir emociones. Pronto, otras contemporáneas de las adictas a la estética drástica se opusieron a este tipo de prácticas, precisamente por dicha realidad. Paralizar la cara es a la interpretación lo que sería quedarse parapléjico al atletismo.

              Profesionales de la actuación a la par que bellísimas mujeres como Rachel Weisz o Kate Winslet se opusieron a la cirugía y particularmente al bótox. Emma Thompson declaró: «El botox sería una terrible traición hacia todo en lo que creo. No le veo ningún sentido. Tengo 50 años y pienso ¿por qué no puedo tener 50 años?, ¿qué tiene de malo? Me encantaría poder lavarles el cerebro a todas las mujeres del mundo y explicarles que no importa su aspecto. Es una obsesión insana». Aunque a la luz pulsada y a las inyecciones de ácido hialurónico no les hace ascos, la buena de Emma.

Kate Winslet cuando era una jovencita y antes de mosquearse con el bótox, recién dejado su oficio de charcutera.

Rompiendo una lanza en favor de la toxina botulínica, lo cierto, es que los últimos años ha vivido una importante evolución en positivo. Se utiliza menos cantidad y la duración de los efectos es asimismo más baja. Actualmente, un vial en el tercio superior del rostro tiene su mayor efecto a partir de los 15 días y hasta tres meses después de la inyección. Lo clave y fundamental para tener confianza en este tipo de tratamiento es poseer un buen asesoramiento y seguir las recomendaciones, así como saber en qué zonas no es aconsejable. Las arrugas de la frente, el entrecejo y las consabidas patas de gallo serían las dianas sobre las cuales el bótox posee una mayor eficiencia, mientras que las mejillas o la zona peribucal serían patrimonio exclusivo de las mesoterapias de ácido hialurónico o bien de estimuladores para la producción de colágeno como la policaprolactona o la hidroxiapatita cálcica. Hoy día, el tratamiento de rejuvenecimiento con toxina botulínica es uno de los más satisfactorios entre las consumidoras habituales de medicina estética y, consecuentemente de los más demandados entre la «mujer común».

Rachel Weisz, naces así y no te tose nadie, claro.

Esta boca es mía: la heredé de Julia Roberts

Julia Roberts relajando la cara hasta la próxima carcajada batiente

Pretty Woman (1990), producción de Disney -valga la paradoja tratándose de la historia de amor entre un yuppie y una puta-, se convirtió en uno de los paradigmas de la comedia romántica, el género más popular de la década, junto con el del thriller lujurioso. La iban a protagonizar Meg Ryan y Al Pacino; una combinación más insólita e incongruente que el chorizo frito con Nocilla pero por suerte estaban ocupados con compromisos previos y rechazaron un proyecto que a priori consideraron menor. Julia Roberts apenas era conocida y tenía tan sólo veintidós años cuando protagonizó el film junto a Richard Gere (de 40 primaveras). Su sonrisa de boca enorme y labios gruesos, idéntica a la de su hermano Eric y por tanto presumiblemente genética – al menos al principio-, se convirtió en la más rentable de la historia de Hollywood y en una característica sine qua non para reinar en Hollywood a partir de entonces. Después de ella, otras actrices han rellenado sus ya de por sí turgentes labios para hacerse con el trono durante un tiempo: Angelina Jolie – hija de Jon Voight, que ya tenía su buena bocaza -, Scarlett Johansson -portadora de unos labios voluminosos desde la pubertad en “El hombre que susurraba a los caballos” (1998) pero que se fueron engrosando exponencialmente a lo largo de su edad adulta-, Anne Hathaway, Monica Bellucci, Liv Tyler o Megan Fox son algunos nombres destacables de dueñas de bocas carnosas de origen no enteramente genético. Todo requiere un mantenimiento.

Liv Tyler, contenta de haber heredado de su padre la boca y no los estragos del rock and roll

A partir de los 25 años comienza el proceso de envejecimiento -si no lo sabías, siento haberte jodido el día -. Nuestro cuerpo deja de producir en la misma medida colágeno y elastina, fibras que se encuentran en la dermis y que son responsables de la elasticidad y turgencia de la piel. Los primeros aumentos labiales se realizaron con inyecciones directas de colágeno. Material que no era reabsorbible, de manera que una mala práxis en la ejecución o un cálculo torpe a la hora de decidir las cantidades podía devenir en un aspecto francamente antinatural o incluso en una malformación ad eternum. No son pocas las mujeres que, insatisfechas con el resultado, tuvieron que someterse a dolorosas y un tanto carniceras operaciones de extracción de implantes inadecuados – ya fuera por exceso, migración, deformidad o incluso encapsulamiento (cursando con dolor y endurecimiento) -. En la actualidad, se ha mejorado notablemente la técnica y el material utilizado es ácido hialurónico reticulado, realizándose de manera ambulatoria en clínicas de medicina estética. Es completamente reabsorbible por el cuerpo al cabo de entre 6 y 12 meses, dependiendo del fabricante y su formulación y actualmente se han popularizado también las hidrataciones – nutrición de la mucosa para conservar un aspecto joven y jugoso sin aumentar volumen, trabajando en la densidad – y contornos, en busca de la simetría o nuevo dibujo de los labios, que en combinación con la micropigmentación llegan a conseguir diseños auténticamente espectaculares de bocas.

Monica Bellucci jugando con el tomate del plato de spaghetti que no se va a comer.

              En el caso de las rinoplastias, la mayor parte de las operaciones se basaban en recortar o quitar y no en añadir para dar forma, de modo que las narices eran del estilo de la citada de Michelle Pfeiffer. Un pequeño triángulo perfecto más parecido al de un dibujo manga que al de una mujer real. Resultaba excesivamente obvio en cuanto a artificial y, en consecuencia, poco atractivo.

              Con el tiempo se han ido perfeccionando y haciendo más sutiles y perfectas. Son, junto con las bichectomías, las operaciones obligadas en Hollywood, por encima de los implantes mamarios o los rellenos labiales. Una nariz proporcionada con el resto de rasgos del rostro es básica para considerar bella y armónica una cara. Actualmente, se distinguen varios tipos de rinoplastias y precios dependiendo de si se toca solamente cartílago o se llega a modificar el tabique – que es mucho más caro y aparatoso -. Algunas divas de Hollywood de los últimos años que se han retocado la nariz son: Jennifer Aniston -cuya herencia griega (Yannis Anastasakis, se llama la pájara) la hacía portadora de un naso la mar de prominente-, Natalie Portman – estrechándola muy sutilmente y casi acompañando a su crecimiento desde “León, El profesional” (1994) hasta “Cisne Negro” (2010), Winona Ryder, Nicole Kidman y, por supuesto, Blake Lively, son algunos ejemplos representativos.

Winona, sólo un toquecito; todo lo demás zumos detox.

Cuidado con Paloma que me han dicho que es de goma.

Sharon Stone se encargó de difundir su pertenencia a Mensa y su CI de geniecilla, para luego poder poner esta clase de gesto en las fotos de estudio.

Tras la caída del muro de Berlín y el derrumbamiento de la URRS, comienza una década que perpetúa ese gozoso festival que fueron los ochenta aderezándolo con novedosos avances tecnológicos y con una mirada fascinada y permanente hacia el futuro. Los retoques con cirugía plástica están a la orden del día. Desde Michael Jackson aclarándose la piel hasta adquirir tono lechoso y operarse en sucesivas intervenciones la nariz para hacerla parecer lo menos “negra” posible, hasta Michelle Pfeiffer, ataviada con unos labios gruesos y turgentes, como si se hubiese caído de boca o padeciese algún problema de hipertrofia en la mucosa; pasando por innumerables liftings faciales de todas y cada una de las glorias cinematográficas que avistaban la menopausia en el horizonte. No se libraba nadie de corregir, rellenar, cortar o levantar.     

Michelle Pfeiffer con una rinoplastia de rey del pop y unos labios de mero, fue igualmente una de las mujeres más bellas e influyentes en la estética de su tiempo y los venideros.

          En la televisión norteamericana, trampolín y a la vez anexo de Hollywood triunfan series como Friends” (1994-2004), donde sus tres personajes femeninos representan a mujeres diez: trabajadoras, inteligentes, independientes, divertidas, sexys y muy atractivas. Y en la segunda mitad de la década de los noventa, además, muy delgadas. Ally McBeal” (1997-2002), que contaba las aventuras de una abogada neurótica, con fobia al compromiso, adicta al romance y la fantasía y con un cierto furor uterino, erige durante un tiempo a Calista Flockhart como uno de los dos grandes mitos sexuales del momento junto a Jennifer Aniston. Como ejemplo de la querencia patológica por la extrema delgadez, cabe reseñar que entorno a la forma física de la protagonista giraron numerosos rumores respecto a su posible anorexia confirmados por ella misma tiempo después. Asimismo, otras estrellas del show como Portia de Rossi padecieron la misma enfermedad y Courtney Thorn-Smith confesó que tuvo que abandonar la serie por padecer serios problemas de desorden alimenticio y obsesión por su cuerpo a raíz de que en el contrato de todas ellas se exigiese de manera velada que mantuviesen un peso concreto, tan bajo que rozaba el raquitismo, a juzgar por su aspecto en los últimos episodios en los que colaboró. También en Friends es notable la bajada de kilos tanto en Jennifer Aniston como en Courtney Cox -Rachel y Monica, respectivamente- a partir de la quinta temporada de la serie, coincidiendo con el penoso boom de los llamados “skinny bodies”. Por esta razón, una de las operaciones de estética más prolíficas en estos años, junto con las rinoplastias extremas, es la liposucción. Además de la aparición masiva de dietas rápidas y milagrosas que prometían adelgazar diez kilos en dos semanas a base de sopa de apio. Regímenes yoyó que contribuían a crear malnutrición y desórdenes alimenticios preocupantes. Las mujeres de todo el mundo acudían al quirófano para deshacerse más rápida y drásticamente de la grasa sobrante para no parecer “monstruos curvilíneos”, que decía Karl Lagerfeld, famoso diseñador de moda de la época y gordófobo reconocido. De hecho, aunque la liposucción fue inventada en 1985 por un médico francés, Pierre Furnier, fue en 1997, tras la liposucción mediante láser – menos nociva para la salud que la realizada a través de una cánula, que solía implicar una elevada pérdida de sangre – y la lipoescultura – que utilizaba grasa de unas partes del cuerpo para rellenar y moldear otras – llegó la liposucción con ultrasonidos que era susceptible de hacerse de manera ambulatoria.

Calista Flockhart que no era pacifista pero tenía tanta masa grasa como Gandhi.

Los thrillers de terror psicológico cuajan la taquilla, casi siempre con muy obvios connotantes sexuales. El cruce de piernas de Sharon Stone es la perfecta definición del espíritu de la época. Se popularizan los ridículos paseíllos en pelotas tras los poscoitos peligrosos, acusan a Michael Douglas de adicción al sexo – su padre Kirk declara: «¿pero eso es una adicción?» y cada vez es más difícil de disimular que la gente corriente se erotiza muy fuerte en ambientes de oficina. El sexo ilícito en traje de chaqueta y la normalización de la mujer en puestos de poder obliga a experimentar con zafios argumentos de inversión de roles, como en «Acoso» (1994), fallido y sonrojante film de Barry Levinson donde otro estandarte de los noventa, Demi Moore, asume el papel de violadora «empoderada», que te obliga a ser felado para ascender – una auténtica e insultante fantasía de guionista pajillero (que me perdone Michael Crichton) -.

Demi Moore, siempre pensando en armarla.

La mujer está destinada a ser o bien la novia de América, una chica enrollada y dulcinea al estilo de Meg Ryan que lo mismo te pone un piso que te prepara un sandwich, que te finje un orgasmo -pero así, en broma, claro- o la continuación de la fatalidad creada por Glenn Close en el hit de Adrian Lyne; como Rebecca De Mornay («La mano que mece la cuna», 1992), Sharon Stone o Linda Fiorentino («La última seducción», 1994). Aún atrapadas todas ella en la dicotomía: o la belleza y la virtud o el sex appeal y la perdición.

Meg Ryan en la época en que comenzó a «asalchicharse» el labio superior.

Nueve semanas y media de bronceado caribeño.

Sigourney Weaver preparada para la verbena, pues no todo va a ser matar aliens.

Tras la explosión de la independencia femenina que fue de la mano del boom de las separaciones, llegó la exploración. Desde la década de los sesenta hasta finales de los setenta hubo un aumento de la tasa de divorcios en EEUU del 250%. La generación de los llamados boomers pusieron de moda la separación, asociada a la liberación y al haber fracasado, aprendido y reconstruido para reinventarse a uno mismo. La mujer de entonces está un poco perdida entre tanta imprecisión emocional. Prima la ambigüedad del pensamiento, una especie del “todo vale” que la hace nadar en un mar ideológico de ambivalencia. El movimiento punk es una rebeldía descarada y ultra decadente frente al statu quo tradicional. En los ochenta circulan con tanta alegría y libertad las drogas y la promiscuidad sexual como si de un buffet libre se tratase. Kim Basinger, una actriz escultural, exmodelo fotográfica y ex miss Georgia se convierte en el sex symbol por antonomasia. Alta, rubia, con los ojos azules, curvilínea pero atlética y con los rasgos tan sensuales y bien definidos como los de cualquier diva de los años cuarenta -recordemos que fue la época más exigente con la simetría de todo el siglo XX- en Nueve semanas y media” (1986) populariza el peinado bob rizado, desenfadado, como si no se hubiese peinado en la vida y se recortase la melena ella misma, nada más salir de la ducha. El lápiz de ojos por la parte interna del párpado un poco corrido, como producto de un mal desmaquillado la noche anterior, se denominó look resaca y efectivamente simboliza un estilo de vida un tanto disoluto y a la deriva. Su personaje, Elizabeth, es una mujer divorciada, un poco deprimida, dueña de su propio estudio de diseño que se topa con un yuppie – paradigmático hombre de negocios de la época más fulgurante de Wall Street – que es el hedonismo hasta la depravación hecha hombre. Ella se deja llevar por las dinámicas licenciosas del sátiro galán interpretado por Mickey Rourke y protagoniza escenas de un tórrido que roza lo escandaloso, aunque hoy día nos ruborice un poco, por vergonzante, ver a un par de treintañeros jugando con las sobras de la nevera en los preliminares sexuales. Deja para la historia otro estriptis mítico al son del éxito de Joe Cocker “You can leave your hat on” que demuestra hasta qué punto la mujer había llegado a la cúspide de su sexualización más utilitarista al servicio directo del machismo imperante.

Kim Basinger actualizando el clásico.

              En este momento de la historia las mujeres podían trabajar y valerse por sí mismas, pero sin dejar de explotar su faceta sexual. Otros éxitos de entonces como “Armas de mujer”, con Sigourney Weaver y Melanie Griffith a la cabeza, lo demuestran, con la famosa cita esgrimida por el personaje de la segunda: “Tengo una cabeza para las finanzas y un cuerpo para el pecado”. De hecho, si una de estas muñecas sexys se pasaba de la raya confundiendo sus funciones en un mundo de hombres, era tildada de villana psicópata. En Atracción fatal”, Glenn Close, con un bronceado tropical extremo – se aprecia el contraste con la blancura natural de su piel en el desnudo integral donde se ve la marca de la parte de arriba del bikini, que entonces era un must en el look de cama – y una permanente encrespada, seduce a un Michael Douglas casado, gracias también a su actitud de femme fatale y ninfómana dispuesta a todo. Cuando reclama más atención tradicional tras la aventura sexual, el guión da un giro convirtiéndola en una loca rompe-hogares. Los ochenta fueron bastante maniqueos en ese sentido: o santa o puta. Siendo lo primero, lo más probable es que la dama en cuestión fuese relegada a un papel secundario como mujer del presidente en una intriga política de Harrison Ford –el efecto Anne Archer– y, si era lo segundo, probablemente el destino esperable no fuese enteramente feliz. Ser independiente tenía un coste.

              En esta década de hombreras y mucha laca en la melena crespa, se empieza a extender el uso de lámparas de rayos uva, para pronunciar ese bronceado californiano que difícilmente se obtenía naturalmente a no ser que vivieras asida a un yate de lujo todo el año o fueses Farrah Fawcett. Las sombras de ojos son de colores verdes y malvas estridentes, así cono las barras de labios metalizadas y en colores duros como azules, plata o incluso negro, reflejo del estilo punk filtrado por el capitalismo más agresivo. Jerséis anchos de punto de lana grueso, minifaldas vaqueras, calentadores al estilo de Flashdance” (1983), permanentes extremas, un hombro al aire, labios carnosos y la inclusión de la silicona. La popularización de operaciones de pecho con prótesis de silicona es de esta época; aunque la primera tuvo lugar en 1962. Normalmente las formas son bastante inverosímiles, demasiado redondas y de apariencia marmólea, nada natural. Sin embargo, son intervenciones infinitamente más sofisticadas que las técnicas para aumentar el volumen del busto que se utilizaban en tiempos no mucho más antiguos. A principios del siglo XX las mujeres francesas se colocaban grandes ventosas en los pechos para conseguir que estos creciesen.

              No obstante, hay auténticas historias de terror con respecto a los implantes mamarios. En 1992 las prótesis de silicona se prohibieron en EEUU debido a que se creía que causaban problemas autoinmunes y en su lugar se utilizaron prótesis rellenas de suero salino. También hemos escuchado en la cultura popular patria, que por la presión de un viaje en avión pueden llegar a explotarte los pechos o que dependiendo del tipo de silicona se pueden encapsular los implantes o ser rechazados por el organismo. Lo cierto es que se calcula que a los 10 años se rompen un 5,7% de los implantes y que la vida media de los implantes (rotura del 50%) se ve entre los 20 y 25 años tras la implantación. La mayoría de las usuarias de tetas nuevas están contentas con el resultado y no han tenido ningún problema de salud.

Aquí Susan Sarandon como colofón, pues no se puede hablar de pechos y de los ochenta y no aludir a ella (aunque los suyos son for free).

Del aerobic y de quemar sujetadores

El final de la década de los sesenta está marcado por la revolución cultural. Martin Luther King lidera el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos, el hombre pisa la luna por primera vez en 1969 y comienza el movimiento de liberación de las mujeres que funda varias organizaciones feministas por todo el país. Es concretamente en 1967 cuando un grupo de mujeres forman el New York Radical Women y crean un evento llamado “el entierro de la feminidad tradicional”. Un año después, durante la celebración de Miss América en Nueva Jersey, desarrollaron un acto de protesta cuyo centro más llamativo fue la colocación de un gran cubo de basura en medio de una plaza donde todas las asistentes fueron depositando lo que denominaban “instrumentos de tortura”, esto es: zapatos de tacón de aguja, rulos del pelo, pestañas postizas, fajas y, por supuesto, sujetadores.

Sissy Spacek cubriéndose la cabeza just in case

              La estética femenina en estos años es, por tanto, también muy revolucionaria. El pelo suelto es lo más habitual, se lleva muy largo, por norma general rizado o con ondas, aunque también lacio. Las mujeres de raza negra solían llevar el cabello a lo afro, muy rizado y voluminoso. El maquillaje se vuelve más accesible para su compra habitual y se extiende su uso doméstico, aunque fundamentalmente se maquillan los ojos con línea negra y los labios con tonos naturales. La piel se deja tal cual. Un cutis con pecas y pequeñas manchas resulta más refrescante y preferible que la hasta entonces tez perlada sin mácula.

              Se lleva la delgadez y la complexión desgarbada. Poco pecho y líneas rectas. Mujeres como Sissy Spacek o Diane Keaton, flacas, con poco volumen de pecho y ligeramente encorvadas, son iconos de esta época puesto que destilan un estilo propio y personal que parece estar dictado por su propio deseo y no con un mercantilista afán de seducción del género masculino. El estilo de vestir se politiza, llevar trajes de caballero desaliñados como Diane Keaton en Annie Hall” (1977) es ser “progre”.

Diane Keaton, muerta de risa sin sujetador.

              Jane Fonda, que a mediados de la década de los sesenta se vuelve activista política en contra de la guerra de Vietnam y que también se posiciona como simpatizante del movimiento feminista, había tenido una relación sentimental y profesional con Roger Vadim, creador del estilo de Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer (1955) y que tanto a Fonda como a Catherine Deneuve les había colocado el consabido eyeliner felino y la melena rubio y voluminosa cardada por encima del flequillo savage, como clonando a su ex. En Barbarella”, Jane Fonda aparecía como una muñeca sexy de curvas marcadas con un corsé imposible, flotando en el aire por la ingravidez del espacio y quitándose la ropa en los primeros minutos de película. Otro estriptis famoso y muchísimo más gratuito que el de Marlene Dietrich quitándose el traje de gorila o Rita Hayworth deshaciéndose del guante de su Gilda” maldita.

              Sin embargo, Jane Fonda, no comulgó demasiado tiempo con el estereotipo de objeto sexual y es un perfecto reflejo de la época a la que pertenece. Los sesenta y los setenta fueron una revolución, un constante cambio en el pensamiento y las costumbres que conllevaron una reinvención permanente del propio yo. La Fonda se cortó el pelo al estilo Klute” (uno de sus éxitos cinematográficos en los setenta), con una media melena denominada shag, que representaba bien el estilo de la mujer de la época; una especie de reinvención de la flapper de medio siglo atrás: soltera, trabajadora y sexualmente liberada.

              Sólo una década después de hacerse fotos junto a varios soldados y una batería antiaérea que los norvietnamitas usaban para derribar los aviones estadounidenses, Jane Fonda dio una nueva lección de punto de giro argumental inesperado cuando sacó a la venta el que sería el primer y más exitoso vídeo de gimnasia para mujeres. No en vano, existe un tipo de flexión lateral bautizada con su nombre, con el cuerpo completamente recostado sobre un lado, el brazo libre colocado en jarra sobre la cintura y la elevación de la pierna completamente estirada en varias repeticiones, como haciendo un efecto de tijera que se abre y se cierra. En los ochenta nace la filia por el ejercicio aeróbico y todos los cuerpos lánguidos y delgados que sostenían su figura sobre una alimentación escasa o el ayuno voluntario repetido se convierten en estructuras atléticas, donde prima el tono muscular y la forma torneada de los músculos. Estar en forma es una obligación ligada directamente a la estética y a la conservación de la belleza. Jane Fonda a sus ochenta y dos años, cirugías aparte, es la prueba viva de que el ejercicio físico funciona, puesto que aún goza de una gracilidad de movimientos y de una forma que muchas jovencitas sabáticas envidiarían para sí.

Farra Fawcett, que debió desarrollar bruxismo debido a su sonrisa sempiterna y apretadita.

Mención especial a Farraw Fawcett, que además de inspirar su propia versión en Barbie, fue una de las primeras actrices de televisión que trascendieron en la gran pantalla y representa mejor la transición entre los setenta y los ochenta que el mismísimo Studio 54.

Lo que el porno le debe a Brigitte Bardot y la influencia de Europa en Hollywood.

Primero en Italia, con el neorrealismo y un poco más tarde en Francia con la revolución visual de la Nouvelle Vague, a las órdenes de grandes directores de cine como Federico Fellini o Jean-Luc Godard, trabajaban otras divas quizás más terrenales, bastante peculiares y nada encorsetadas por el sistema de estudios de USA. Eran Sophia Loren, Brigitte Bardot, Catherine Deneuve, Claudia Cardinale o Gina Lollobrigida, por ejemplo. Todas ellas exportadas a un Hollywood hambriento de acento europeo.

Claudia Cardinale más cómoda en un set de rodaje que en un Spa.

              Sophia Loren es de formas tan rotundas como Marilyn o incluso más, representando el erotismo y el temperamento, como si produjera más estrógenos que nadie. Racial, morena tanto de cabello como de tez, con la boca enorme, de carcajada fácil y descarada, los ojos verdes y almendrados y los pómulos muy marcados y elevados, su belleza es más salvaje y mundana. Sin remilgos ni sublimaciones. Representa a una mujer real que fascina por su arrojo y su fuerza, frente a ese glamour antinatural e impostado de las chicas que consideran a los diamantes su mejor amigo. Sophia es una fantasía sexual ambulante pero que, paradójicamente y debido a la influencia de la educación cristiana y tradicional de su Italia natal, en realidad es “muy decente”. Aunque es arrolladoramente atractiva y emana sexo a cada zancada, debe quedar permanentemente claro que, de relaciones extramaritales, ni un pellizco, amico. En la misma línea su paisana Claudia Cardinale, también morena, con sus pestañas postizas muy espesas, su picardía y sus formas mamarias voluminosas es igualmente un “mírame, pero no me toques”. Son representantes de la doble moral cristiana de su tiempo -todo un tema recurrente en el neorrealismo-. Aunque por fin parece que las mujeres pueden ser humanas y valerse por sí mismas – con entidad propia fuera del mero adorno, recompensa del protagonista o del patético rol de dama en apuros – siguen recurriendo a la provocación sexual y dado que no se les permite tomar decisiones libremente, se van a la cama solas a no ser que haya una hincada de rodilla mediante.

Sophia no fue nunca a one night thing, nene

              Con las francesas, sin embargo, la cosa cambia un poco. Brigitte Bardot puso de moda el pelo cardado y el flequillo savage que se consigue cortando el pelo en forma de uve invertida desde el centro hasta los extremos, enmarcando los ojos. Este estilo es tan polivalente, en el sentido de que resulta favorecedor para casi cualquier tipo de rostro, que aún en la actualidad se ve en pasarelas y alfombras rojas de todo el mundo. Pero lo que también consiguió popularizar fueron los desnudos parciales y la libertad sexual a nivel de exhibición. En los primeros minutos de “Le mepris” (El desprecio, 1963) la actriz sale tumbada boca abajo en la cama junto a Michel Piccoli, su compañero de reparto, completamente desnuda, preguntándole a éste por lo que opina sobre cada una de las partes de su cuerpo reflejadas en un espejo situado en el techo. Brigitte Bardot, con su pelo largo y rubio, sus labios gruesos, sus ojos felinos redibujados con el eyeliner intensificado por un mayor grosor y prolongación de la cola, su mandíbula cuadrada y sus pómulos orgullosos, con ese gesto permanente de aburrimiento a punto del resoplido, posee una imagen tan poderosa e influyente en nuestro tiempo, tan extraordinariamente sexual, que la industria de la pornografía mainstream debería pagarle royalties por haber inspirado la base del modelo ideal de mujer deseable universal. Aunque por supuesto la reproducción del tipo se ha ido transformando hasta la degeneración y la chabacanería, la influencia es notable. Otros iconos posteriores como Kim Basinger, Claudia Schiffer o Pamela Anderson, se inspiraron directamente en esta mujer para componer su imagen.

Bridgitte Bardot y sí, eso es un pezón.

              Quentin Tarantino escribió el guión de “Pulp Fiction” incluyendo guiños – a veces plagios descarados-  a varios de sus directores favoritos. Por ejemplo, el personaje interpretado por Uma Thurman, la inolvidable Mia Wallace, lleva un corte de pelo muy parecido y, en general, una actitud calcada a la de Anna Karina, musa de Godard, en la mayoría de sus películas; muy particularmente en “Vivre sa vie”. Esta actriz danesa fue  una transición a la modernidad. En realidad, se llamaba Hanne Karin, pero cuando se presentó así ante Coco Chanel, ésta la rebautizó con un nombre más asequible y fácil de pronunciar, sabedora del gran potencial de la chica como modelo. Su estilo era sencillo, sin grandes artificios, pero bastante elegante; se podría decir que incluso intelectual. Llevaba el pelo largo, generalmente, pero no particularmente arreglado, con el flequillo más bien recto. Abusaba, como buena representante de los sesenta, del cat eye, al igual que la Bardot, línea del ojo gruesa y con cola, además de las pestañas postizas. Por lo demás utilizaba poco maquillaje y tonos naturales o nude en colorete y labial. Anna ha inspirado a actrices de la actualidad como Zooey Deschanel y podría ser por derecho propio la representante ancestral del estilo hípster femenino. Porque, ya sabes: “old is new”.

Anna Karina tan moderna en 1964 como hace quince minutos.

La dieta de los bulbos de tulipán o de repente: Audrey Hepburn.

Y en medio de todos estos cuerpos con forma de guitarra, entre tanto trasero prominente, pechos gigantescos y contoneos de merengue, irrumpe una joven escuálida como una suerte de anacronismo. De origen belga, fue descubierta por la escritora Colette cuando rodaba una pequeña película en Montecarlo y la contrató para protagonizar en Broadway su obra de teatro “Gigi”. Audrey Hepburn iba a ser bailarina, pero se quedó en el camino por ser demasiado alta para la gracilidad, sin embargo, su cuerpo era exactamente idéntico al de una atleta de gimnasia rítmica. Tenía el torso liso, con un pecho escasísimo, casi puberal, el escote huesudo con las clavículas muy marcadas, el cuello largo y esbelto, la cintura estrecha, sí, pero con unas caderas que se marcaban porque la piel se pegaba a la parte saliente de los extremos de los huesos y no porque se acolchasen con un átomo miserable de grasa. Su cara era francamente llamativa, pero tampoco encajaba con lo que entonces seducía al público. Todos los rasgos -ojos, nariz y boca- eran demasiado grandes y la mandíbula muy cuadrada y angulosa no hacía juego con la generalidad de rostros ovalados o triangulares que tanto predominaban entre sus compañeras de profesión.

Audrey Hepburn con el aura impoluta de alguien que no sabe ni lo que es un bollicao.

              Sin embargo, Audrey Hepburn se convirtió en una de las celebridades más importantes del siglo y lo hizo muy pronto y rápidamente, desde el estreno de Vacaciones en Roma” en 1953. Más adelante y con ayuda de un entonces novato diseñador de vestuario: Hubert de Givenchy, alcanzó una posición privilegiada en la lista de los iconos de la moda en toda su historia. La otra Hepburn, como la llamaban algunos despectivamente y en favor de la entonces más respetada Katharine, debía su extrema delgadez a un problema de raquitismo adquirido durante su última época de crecimiento en la adolescencia, que coincidió fatídicamente con la segunda guerra mundial. Audrey tuvo que alimentarse con bulbos de tulipán para poder sobrevivir en aquellos tiempos de miseria, de ahí que su desarrollo no se completase y luciese siempre esa figura de eterna adolescente. Su estilo de belleza ha funcionado como una especie de mutación afortunada, de aquellas que sobreviven y perduran en el tiempo y que en su momento también resultó un soplo de aire fresco entre tanta curva mareante. Actualmente, su estilo sigue siendo imitado y su elegancia es indiscutible y atemporal.

              Desde Natalie Portman a Rooney Mara pasando por Keira Knightley, Lilly Collins o incluso su tocaya Audrey Tautou, la lista de mujeres y referentes de nuestros días que han tirado de imitaciones de la protagonista de «Sabrina» es interminable.

              Entre sus contemporáneas y dentro de un estilo más en la línea editorial de virgen hasta el matrimonio, habría que destacar muy particularmente a dos de las actrices fetiche de Alfred Hitchcock: Grace Kelly e Ingrid Bergman. La primera ya se movía como si tuviera un título nobiliario mucho antes de agenciarse un pisito en Mónaco y la segunda, aunque bastante apartada de la farándula del star-system sí tuvo una fuerte influencia en el conducir de las mujeres de su época. Ingrid Bergman, fue una de las primeras estrellas de la pantalla que siguió llenando salas de cine pasados los cuarenta y supo reinventarse a sí misma a lo largo de su carrera pasando de Hollywood al neorrealismo italiano con la naturalidad de un bostezo.

Ingrid Bergman pensando «mira, lo del rimmel todavía tiene un pase, pero este carmín de mamarracho me empequeñece.»

              Ingrid Bergman, sueca emigrada, no destacó jamás por una figura voluptuosa. De hecho, era más bien robusta y ancha, cercana al estilo de sus colegas de décadas predecesoras, y disimulaba su ausencia de esbeltez con el uso habitual de trajes de chaqueta. Tenía un estilo bastante sobrio en su indumentaria, que dejaba un claro protagonismo a unos rasgos dulces, con un maquillaje muy suave, sin apenas adornos. Era las antípodas de cualquier starlette de los cincuenta y representa la naturalidad y la fidelidad al propio estilo como claves para que el contraste con el envejecimiento no se haga devastador. No en vano, Bergman ganó dos de sus tres premios Oscar a los 41 (en 1957 por “Anastasia”) y 60 años (por “Asesinato en el Orient Express”), respectivamente. Podemos tomarla como ejemplo de muchas cosas, pero en este caso, por ser la reina sabiendo ocultar lo que no se debe ver -un buen uso de la faja- y por la práctica del maquillaje para que parezca que no vas maquillada -el triunfo de los colores nude como reivindicación de las bondades genéticas subrayadas únicamente con un poco de gloss-.

Celulitis, celuloide y rinoplastia: El consumismo las prefiere rubias.

Marilyn jugando consigo misma a la señorita Pepis hasta límites insospechados.

Tras la Segunda Guerra Mundial, EEUU y la Unión Soviética se erigen como las dos grandes potencias vencedoras. Debido al rápido desarrollo industrial, en América se inicia un nuevo fenómeno que marcará por completo la vida de la gente hasta la actualidad: el consumismo. Son tiempos de riqueza, bonanza económica y coca cola. Elvis es el cantante de moda y se escucha rock and roll en todas partes. Comienza la era del bienestar y, paralelamente, la carrera de USA por competir contra la URSS por la hegemonía mundial, intensificada con la guerra de Corea y a la que sucedería posteriormente la guerra fría. Serán tiempos tumultuosos, de agitación ideológica y de grandes transformaciones del pensamiento debido al liberalismo y el crecimiento de las desigualdades económicas en el mundo. La mujer es protagonista de sustanciales cambios y la influencia de Europa en Hollywood afecta significativamente a la imagen de las estrellas.

            Verano de 1955, Billy Wilder rueda «La tentación vive arriba«. Sam Shaw, el foto-fija del film, le sugiere que utilicen el mismo concepto de una portada de revista que él mismo había realizado diez años antes –donde a una chica se le levantaba la falda a causa de un torbellino de aire– para representar la sensación de calor neoyorquino de esa estación. Marilyn Monroe levaba puesto un vestido blanco de tirantes, con escote en cuello de pico y una falda de mucho vuelo. La idea era que se situase encima de una rejilla del metro y esperase a que pasase un tren para aprovechar el soplo de aire producido por el mismo al desplazarse a gran velocidad por debajo. La escena en cuestión se grabó en un exterior del Nueva York auténtico, en la avenida Lexington. Fue tal la cantidad de gente que se agolpó entorno al equipo de grabación para ver en vivo y en directo la imagen en cuestión y concretamente la braguitas de Marilyn, que tuvieron que repetir la secuencia en un decorado que reprodujera todos los elementos urbanos, ya que el sonido de la grabación en exteriores había quedado inservible por la saturación de expresiones de asombro, gritos de júbilo y lascivia festiva.

Marilyn Monroe mostrando atributos en una época en la que podías comer donuts con regularidad sin remordimientos, pero en la que penosamente tenías el mismo valor que uno.

              Norma Jean Baker fue la creadora de Marilyn Monroe, el icono pop y sex symbol por excelencia del siglo pasado. Se han derramado ríos de tinta respecto a la compleja personalidad del ser humano tras la figura pública, pero en cuanto a lo que nos ocupa se conoce, a través de los historiales médicos de la actriz, que se practicó dos operaciones de cirugía estética antes de convertirse en un mito. Una rinoplastia, no demasiado drástica en la que no llegaron a tocar tabique y se limitaron a redibujarla para hacerla más pequeña y respingona y un injerto de cartílago en el mentón para cambiar la forma demasiado redonda de su cara y agregar algo de ángulo que consiguiese un efecto más estilizado y afilado del rostro, frente a su tendencia natural un tanto aniñada de mofletes infantiles. Se especula con la posibilidad de haberse sometido además a una blefaroplastia o cirugía palpebral, esto es, un recorte de tejido sobrante del párpado para despertar la mirada y agrandar los ojos. Lo cierto es que contrastando sus fotos como modelo a finales de los años cuarenta frente a cualquier sesión con Milton Green en pleno apogeo de su carrera, se aprecian cambios notables en la mirada que no habrían sido posibles ni con el mejor diseñador de cejas del mundo.

              La estética de Marilyn, en cualquier caso, se basa sustancialmente en la composición de su estilo; jugando su cuerpo un papel esencial. Es el símbolo sexual por antonomasia: pecho abundante y firme, siempre remarcado con escotes extremos, relleno, corsé elevador e iluminador sobre el canalillo. La cintura estrechísima en favor de marcar la curva de las caderas. Si bien no se puede decir que Marilyn Monroe descuidara su cuerpo, está claro que no hacía mucho fitness ni tampoco llevaba una dieta rigurosa. No destacan únicamente las líneas de las caderas y los glúteos si no también una incipiente barriguilla en el bajo vientre. De hecho, debido también a sus múltiples crisis emocionales, tenía serios desórdenes alimenticios que se reflejaban en notables y habituales oscilaciones de peso. En cuanto a sus rasgos, aparte de los retoques con bisturí, cabe destacar una boca sensual y carnosa, maquillada con colores muy vivos, brillantes y rojos. En el maquillaje de los ojos se aprecia un cambio importante: el eyeliner. La línea superior tiene forma rasgada y ascendente en el extremo y las sombras sobre el párpado móvil son siempre de color blanco nacarado, el ya mencionado ojo de Greta Garbo.

              La exuberancia y los signos estéticos de fertilidad y feminidad son lo que prima en los años cincuenta. Marilyn se convierte en una marca tan rentable y popular a nivel mundial que no tardan en salirle imitadoras a raudales. La más famosa de todas, Jayne Mansfield, se antoja como una versión hipertrofiada de su referencia. Las proporciones de su cuerpo, pecho, cintura y caderas son una reproducción a escala de las de un reloj de arena. Los labios aún más gruesos y la melena aún más dorada. Todo llevado al exceso hasta la parodia.

Jayne Mansfield dando una nueva dimensión a la expresión «pasarse de rosca».

              Entre las brunettes, reina Elizabeth Taylor, que pasa de actriz infantil consorte de Lassie (“La cadena invisible”), a adolescente candorosa de belleza un tanto exótica debido a sus llamativos ojos de un imposible color violeta. Llevaba las cejas negras y tupidas pero muy bien definidas y angulosas. Por entonces, para darles más consistencia y grosor, solían aplicarse jabón con una brocha, las frotaban para empaparlas bien y luego se las cepillaban de nuevo peinándolas con la forma deseada. También se debe destacar su cutis privilegiado por uniforme y limpio, sin mácula, conseguido a fuerza de huir del sol y con los consiguientes lavados de cara en agua helada. Por otro lado, Liz Taylor es otro ejemplo, junto con Kim Novak o Lana Turner de que tener un cuerpo bien esculpido y tonificado no era necesario mientras llenases el sujetador y te apretases bien el corsé en la cintura. No existe en la época información sobre hábitos alimenticios saludables con repercusiones favorables sobre el aspecto físico. Si se pasaban con la bollería industrial lo compensaban con ayunos puntuales y proporcionales al desliz hiperglucémico.

Elizabeth Taylor mirándote como si no valieses nada; un truco arriesgado pero muy efectivo en su caso.

              Hay un cuidado sumo sobre el pelo. Los elaborados peinados de los años cincuenta requerían de un cabello moldeable y fuerte que además debía brillar para destacar las ondas y los cambios de tono que lo hacían tan dinámico y sensual, como un aviso del resto de curvas que se avecinaban de cuello para abajo. Una de las prácticas habituales era aplicar mascarillas de miel, dejarlas reposar y aclarar al cabo de unos minutos. Proporcionaban una gran hidratación al pelo y lo dejaban muy brillante. Y para evitar el acumulo de sebo en la raíz, al no poder lavarse el cabello a diario, se aplicaban en la misma polvos de talco para absorber la grasa y después lo cepillaban bien hasta eliminar el exceso. Lo cierto es que el perfume de los 50 debía ser bastante interesante.

Aquí Grace Kelly, que antes de irse a Mónaco debía apestar a miel y talco, porque mira tú qué ondas.

Una frente despejada para Gilda: El «alivio» de las tropas.

Rita Hayworth muy harta de estar buena o no estar en absoluto.

El 1 de julio de 1946 el ejército de EEUU lanzó la primera bomba atómica de prueba sobre las islas Bikini. Dada la devoción que sentían por el famoso personaje, pegaron en ella una foto de Rita Hayworth en “Gilda”. Una triste anécdota a varios niveles, puesto que la actriz era pacifista y de puertas para dentro siempre se manifestó en contra de esta acción que consideraba deplorable. Pero dada su fama y la estricta norma de etiqueta a la que obligaban los grandes estudios, tuvo que callar. Margarita Carmen Cansino no nació tan pelirroja y esbelta como luego lo fuera su personaje. Hija de sendos bailarines, heredó los rasgos latinos del padre, español nacido en Sevilla. Se dedicó a la danza flamenca desde la adolescencia y para poder acceder al estrellato tuvo que seguir una dieta rigurosa y ejercicios específicos para moldear su figura adaptándola a lo que se consideraba atractivo en la industria: un cuerpo largo y fino con la cintura marcada y el torso estilizado con el pecho respingón y los brazos delgados. Como tenía la frente demasiado estrecha, lo cual le proporcionaba un aspecto remotamente simiesco, Rita se sometió a numerosas y muy dolorosas sesiones de depilación por electrólisis para desplazar casi un centímetro el nacimiento del pelo en los laterales de las sienes y en la línea superior y para remarcar el llamado pico de viuda – el cabello en forma de uve hacia la mitad de la frente – que le confería un aspecto más distintivo y sexy. Se realizó una rinoplastia y se tiñó la melena de rojo. Para la secuencia más famosa de toda su filmografía, aquella en la que canta Put the blame on mame y se despoja sensualmente de un largo guante negro para deleite y rubor del venerable público, cuentan que tuvo que lavarse el pelo hasta veinte veces seguidas para conseguir aquella textura esponjosa y brillante que lo hacía parecer tan salvaje e indómito como el fuego, aún a pesar de ser una película rodada en blanco y negro. Todas las mujeres querían ser como Gilda, incluida Rita Hayworth. Comienza aquí el paradigma de la belleza inalcanzable y fulgurante sembrando las bases de lo que ya en los años cincuenta llegará a ser la cúspide de  la cosificación de la mujer. No son tan influyentes sobre la moda y el estilo otras estrellas de la época como Katharine Hepburn o Bette Davis, porque por norma general no son deseadas por los hombres y representan a un tipo de mujer mucho más independiente y fuerte que no se somete y que no basa su poder en su atractivo físico. Y eso, amiga, en los cuarenta no renta.

Katharine Hepburn sudando muy mucho de no gustarle a los hombres, en general: «¿Qué no se pajean conmigo? Mira cómo lloro: «Buaaa».

No hemos de olvidar el contexto histórico de la segunda guerra mundial. Los sex symbol se construyeron y asentaron sobre la necesidad de un alivio para las tropas. Por insultante que resulte desde nuestra perspectiva actual este hecho, lo cierto es que las pin-ups cumplían esta función de combustible onanista. Los soldados atesoraban estampitas con dibujos o fotos retocadas de mujeres voluptuosas en actitud sugerente y posturas sensuales y aparentemente muy incómodas, que remarcaban sus curvas. Normalmente sonreían afablemente de oreja a oreja y llevaban puesto un bikini mientras te horneaban un buen asado: eran majísimas.

Se me ha pasado la pasta, pero ¡oye! No llevo braguitas… (Guiño, guiño).

Cabe destacar un cambio notable en la complexión de las mujeres de los años cuarenta. Una figura mucho más atlética que en décadas anteriores y que resulta asombrosamente moderna en el siglo XXI. Ya por entonces se empieza a practicar gimnasia con asiduidad con el fin de esculpir el cuerpo. Existe un predominio del vientre plano, por ejemplo, y de las piernas largas y torneadas.

Hay una clara inclinación por la simetría de los rasgos, por la perfección. Dado que la mujer es considerada un producto, ha de serlo sin tara alguna. Ava Gardner, una granjera de Carolina del Norte, es descubierta por un productor de la Metro Goldwyn Mayer al ver sus fotos en el escaparate del establecimiento de su cuñado. Sin dotes como actriz ni apenas capacidad para la dicción, Ava es convertida en una diva y apodada “el animal más bello del mundo”. Y lo cierto es que, dejando a un lado lo ofensivamente machista de este título -ella siempre lo aborreció-, Ava Gardner poseía una belleza natural completamente irreprochable que no necesitó retoque estético alguno, más allá de las consabidas dietas para compensar los excesos de la ingesta etílica que acostumbraba a ser el hobby favorito de la actriz. Tenía los ojos grandes y ligeramente almendrados, las cejas arqueadas y ascendentes, muy estilizadas en la forma denominada “ala de paloma”, la boca respetaba las medidas perfectas y la llevaba perfilada desplazando la curvatura del arco de Cupido hacia las comisuras; un modo que se conoce con el impopular nombre de “boca de asco”, debido al efecto gestual que produce sobre el rostro, un tanto despectivo. La nariz era de muestrario de consulta de cirujano, así como el óvalo facial que podría ser la base de referencia sobre la que iniciar un estudio de visagismo para esculpir una efigie simétrica. Era más bien delgada, aunque ya se aprecia en ella la querencia por destacar las formas curvas, que en años venideros serían condición sine qua non para trabajar en el cine. Solía llevar el pelo bastante corto y muy rizado, con el tupé alto y también un poco crespo, en la misma línea que el de Rita Hayworth, cayendo sutilmente a un lado de la cara. No del mismo modo en que lo hacía la larga cabellera rubia de la portadora del peinado más copiado de los cuarenta: Veronica Lake, otro mito erótico condenado a una carrera artística con fecha de caducidad prematura.

Ava Gardner, probablemente de resaca y aún así guapa que acojona.

Era habitual que se formasen parejas románticas en la pantalla con una diferencia de edad más que suficiente como para que el miembro masculino pudiera parecer el padre de la chica -o incluso el abuelo, en un país tropical-. Cary Grant, William Holden, James Stewart y un larguísimo etcétera, protagonizaron películas como galanes hasta sus sesenta y tantos años, acompañados siempre de mujeres aún en la veintena. Una de las parejas más populares de esta década fueron Humphrey Bogart y Lauren Bacall; en la primera película que rodaron juntos: “Tener y no tener” (1944), él tenía cuarenta y cuatro años y ella tan sólo diecinueve. Si eras mujer, en Hollywood o fuera de él, envejecer era delito. Ninguna de las actrices que fueron grandes estrellas en esta época hicieron más de dos o tres películas con papeles relevantes después de cumplir los treinta y cinco y, de hecho, la mayoría se retiraba a los cuarenta. Marlene Dietrich y Greta Garbo, entre otras, se alejaron por completo de la vida pública, casi como si esta decisión respondiese a un acuerdo contractual de los estudios: nadie quería ver como los dioses también se deterioraban y el mito de la eterna juventud debía ser protegido. Comienza aquí la obsesión casi patológica por parecerse siempre lo más posible a tu versión más popular y tonificada y la fobia absoluta a la vejez. Por ello, muchas divas como Hedy Lamarr -inventora del wifi, oiga usted- se hicieron adictas a la cirugía estética cuando llegaron a la madurez, convirtiéndose en la moraleja de «El retrato de Dorian Gray«.

Hedy Lamarr, un claro ejemplo de que se puede ser guapísima, inteligente y rica y aún así obsesionarse con mierdas que te acaban dejando la vida hecha unos zorros.