Del oportunismo y de los trabajos de fin de ciclo

He estado leyendo mucho estos días. Sobre todo diarios. Novelas redactadas como si fuesen diarios. Una ganga de narrativa, te tengo que decir. El marciano es mucho más gracioso por escrito. Perdida es más interesante pero un pelín más misógina, en el fondo, que vista por Fincher (Gillian Flynn, a veces te pasas y lo sabes; estoy segura de que Amy es en buena parte la tipa que te robaba los novios en el instituto). Y, sobre todo, después de descubrir que Bridget Jones en la novela está más delgada que yo, he decidido que tenía que volver a escribir alguna de mis naderías guasonas para poder soportar toda esta vida tediosa en confinamiento que pide estar constantemente justificando la existencia, sin poder disimular como cuando íbamos en metro. Como cuando íbamos a alguna parte.

Ya que tengo tantísimas chorradas que contar, no encuentro otra manera de empezar que publicando episódicamente el trabajo de fin de curso que hice para Estética Integral y Bienestar el año pasado. Y que ya está escrito, por suerte. Eso es lo mejor, porque podré actualizar el blog durante semanas con asiduidad sin necesidad de esfuerzo alguno. Es como tenerme a mí misma desdoblada trabajando a mi servicio en el pasado y sin saberlo. Y también es como irte quitando prendas poco a poco después de haber estado haciendo una tabla intensiva de abdominales durante un trimestre. Ahora te enseño el escote, ahora el ombligo, ahora un poco de pezón, ahora un codo… Va sobre Hollywood y los cánones de belleza y está escrito con mucha menos sorna que la que me caracteriza en estos postes. Pero algo hay.

Espero que las dos o tres personas que lo leáis – hola, mamá; hola tío despechado al que no me llegué a chuscar en su día pero vacilé con la idea de hacerlo y ahora me odiarás de por vida mientras te fustigas buscando significados ocultos between lines – disfrutéis tanto como yo disfruté escribiéndolo. Aunque, sinceramente, lo dudo bastante.

¿Pero qué es un blog si no masturbación? ¡Qué es internet!

Es muy duro ser romántica y ninfómana a la vez*

Hay una película de Patrice Leconte tan bonita y fácil de ver como un anuncio de Chanel – de esos en los que aparece Keira Knightly entre telas blancas vaporosas y tú te quedas ahí apaciblemente muerto en el sofá mirando como caen plumas de la nada, lentamente, dejas la boca ligeramente abierta, las neuronas en modo recepción pasiva, los pantalones con la gomilla dada de sí para que se expanda el barrigón y goces de la exquisitamente despreciable gloria de la nulidad plena desatándose (es mucho más digno leer, no cabe duda)– y tan profunda y agradablemente deprimente como Vivre sa vie de Godard. Ahí es ná.

Es La fille sur le pont (La chica del puente), una preciosa y rarísima historia de amor improbable entre una suicida y un lanzasables. El personaje principal, Adèle (Vanessa Paradis) aparece al principio de la película contando su vida a una voz en off femenina que la interroga mientras a un lado de la estancia hay un público desenfocado que observa con severidad silenciosa. Siempre que veo esta secuencia tengo la sensación de que han pillado a la chica robando en el Corte Inglés y está en el sótano al que te envían para humillarte por el hurto. Porque tiene que ser así exactamente, con un montón de gente de la que veranea regularmente en Biarritz sentados en gradas, juzgándote, una mesa negra lacada donde no puedes posar las manos porque dejas marca, una empleada antigua -de las que entraron cuando aún era Galerías Preciados– interpelándote con condescendencia, y todo sucediendo en otro plano de realidad en blanco y negro. Y Vanessa Paradis ahí hablando de su mala suerte con los hombres y su promiscuidad accidental. Tía, que has robado un gloss de Bourjois, te hemos visto todos, no cambies de tema.

Siempre me acuerdo de esta película cuando se acerca mi cumpleaños. La suelo reseñar donde puedo y hago algún tipo de paralelismo con mi vida. Es mi Dorian Gray, supongo. La película es Dorian, porque no envejece jamás y está siempre perfecta y lista para salir a romper corazones y yo soy el retrato, cada año más ajado y lleno de roedores que me carcomen el marco.

Lo que quiero rescatar a día de hoy de todo el discurso, es la parte final del monólogo: “Veo mi futuro como un cuarto de espera. En una gran estación de trenes con bancos y cristaleras. Afuera, hordas de gente corriendo, sin ver. Todos apurados, tomando trenes y taxis. Tienen algún lugar a donde ir, alguien con quien encontrarse… Y yo permanezco sentada ahí, esperando.” “¿Esperando qué, Adèle?.” (Silencio de DIECISEIS SEGUNDOS, más de lo que podrías desear incluso en la vida real, colega): “Que me pase algo.”

Suena bastante espantoso hasta el final, que es como una bocanada de esperanza después de que te hayan estado pisando el cuello durante siete minutos. En la película esa última frase para nada evoca optimismo alguno, puesto que la siguiente secuencia se desarrolla sobre un puente parisino y consiste en como la muchacha se debate entre si arrojarse o no al Sena. No obstante, dentro del desencanto incuestionable de todo el relato de Adèle, ese final es el leit motiv más sabio y estimulante que se me ha presentado nunca.

La metáfora de la estación está bastante sobada, pero es perfectamente válida. Son todos mis amigos que van a casarse o a tener hijos. O que ya lo están, o que ya los tienen. Y en el banco en el que estoy esperando a que pase algo divertido – o sea, no necesariamente a quedarme embarazada- está mi madre diciendo “Ya llegará, hija, ya llegará…”, desde hace diesiete años, haciendo ella misma el efecto de reverberación para acojonarme. Como si estuviéramos atrapadas dentro de una canción de Los Panchos, todo el rato. De vez en cuando me levanto para ir a la máquina expendedora de café con intención de hacer tiempo tomando un capuccino completamente artificial y allí a veces coincido con otra gente que está como yo y hacemos migas o el amor, según se tercie.

La diferencia de este año en el que ya voy a cumplir esa edad en la que una actriz de Hollywood estaría apretando muchísimo el culo de puro pavor extremo, – ¡atención!, pido perdón ya por lo inaceptablemente cursi de mi siguiente composición – es que esta vez me he comprado un billete de tren. Creo que desde dentro de un vagón en marcha habrá mejores vistas y estará Liza Minnelli cantando «Maybe this time» de fondo, pero sin aludir a un tío, si no a la alegría de vivir y a sí misma, claro. O sea, Liza Minnelli haciendo una versión feminista de una de sus canciones.

Si los próximos dicisiete años y medio son la mitad de interesantes que han sido los últimos diecisiete años y medio –y eso que sólo he bailado unos cuantos tangos entre el banco y la maquina de café– prometo celebrarlo como siempre lo he hecho: escribiendo un post. Espectacular, ¿verdad?

Yo qué sé, en realidad, lo que quería decir cuando empecé a escribir, es que he dejado de fumar. ¿Qué quieres? Una a veces no sabe cómo introducir el tema.

*Nota: El título es una cita del personaje de Ariadna Gil en El columpio.

*Nota 2: Este post es un homenaje a mis posts en forma de vómitos de estrellas de colores que escribía en el blog de los 24 años.

Las locas de internet (Episodio I)

Yo tenía veinticinco años y me gustaba Lucio Battisti. Era otra vida. Leía regularmente las actualizaciones del blog de un tipo muy gracioso que se quejaba sin parar de lo feo que era y de lo terriblemente patética que resultaba su existencia. Tenía muchísima gracia para alguien como yo, permanentemente enamoriscada de personajes como Bocazas de los Goonies, el malote chisposo interpretado por Judd Nelson en El club de los cinco o Lucas, el pobre Lucas, en Lucas. Fantaseaba yo a diario entonces con aquel paria social orgulloso de, siempre a mi juicio, deslumbrante rapidez mental y sugerentísimo pensamiento divergente bien expuesto. Me parecía que era el tipo más atractivo sobre la faz de la tierra. Tanto es así que, por aquel entonces, no sucumbí a los encantos de uno de mis compañeros de piso; un romano de Erasmus en Barcelona con cara de gondolero de anuncio de desodorante que se paseaba por la casa recitando la Divina Comedia y cuyas feromonas bullían como arma de destrucción masiva provocadas y multiplicadas por mi absoluto desinterés en su persona física.

Una amiga, profundamente inmersa en el conocimiento de lo que viene siendo la “mandanga Terrat” me informó de que este muchacho, este outsider adefésico de mi coraçao, era en realidad un chico de mi edad que trabajaba de guionista en Buenafuente y que además salía en vídeos publicados en youtube y no era la clase de aborto estético que prometía ser. Este guantazo de realidad rebajó sustancialmente mi entusiasmo. Al final, el tipo no escribía desde la inquina del fracaso, era todo una insultante pantomima. Por supuesto no se trataba de Brad Pitt, ni de Edward Norton siquiera, pero tampoco parecía la clase de persona a la que le entra la risa nerviosa al desnudarse. Y su posición social, situada bastante por encima de la mía en aquella época decadente de Nou Barris, callcenters y compañero de piso secundario persa loco, me intimidaba y al mismo tiempo me hacía despreciarle por lo fraudulento de su alter ego. Como si en algún momento me hubiese engañado para hacerme creer que él era un mindundi con un corazón de oro y un sentido del humor arrebatador, cuando en realidad era un tío normal que se había leído Como orquestar una comedia y la había asimilado muy bien.

En cualquier caso ya existía Facebook en aquella aciaga época. Nos hicimos amigos virtuales. Una noche estuvimos hablando de las páginas de fans de Palomino y de por qué se había extendido el bulo de que a los hombres les gustaba que les metieran los dedos en el culo durante el coito. En fin, lo normal entre gente de veintitantos en aquella época. Probablemente hubiese cientos de millones de personas hablando de exactamente lo mismo en aquel preciso instante.

Como es lógico recuperé el enamoramiento esperpéntico con más fuerza aún. No volvimos a coincidir jamás por el chat. Pero esa única y aislada conversación infantil fue el elixir de la eterna atracción unilateral. Menos es más, de tota la vida. La vacuidad de mi existencia, la frustración profesional y el exceso de tiempo libre cuando entré a trabajar en la cantina mexicana de Gracia, me hicieron caer lenta y ásperamente en el agridulce terreno de la obsesión psicopática, repulsiva, balbuceante y absolutamente despreciable. Así es que, claro está, llegados a este punto edité un vídeo con la canción Un’avventura de Lucio Battisti de fondo y un montón de fotitos ilustrativas (con Benigni y tipos así) y cartelitos diciendo algo tan pueril y vergonzante como que de toda la gente con la que imaginaba tomándome un café, él era mi candidato ideal. Y se lo pedía literalmente: “¿te quieres tomar un café conmigo?” en blanco sobre negro al final del vídeo. Lo publiqué en mi blog y lo extendí por doquier. Quizás sea la cosa más humillante que he hecho en todos los días de mi vida. No creo, de hecho, haber sido jamás tan poco consciente de mí misma -y yo he mezclado Jagger con red bull muchísimas veces-. Aún explicándolo ahora, casi diez años después, siento como si hubiera estrangulado a un gatito y estuviese confesándolo en un auditorio gigantesco llenito de gente tipo mi profesor de literatura del instituto, mi padre, mi amiga Raquel y, en general, todas las personas a las que respeto fuertemente y me horroriza pensar en decepcionar.

El fake paria vio aquel documento del averno y no tardó en reaccionar escribiendo una entrada en su blog al día siguiente con un apartado titulado “Las locas de internet”. Recuerdo la vergüenza y el horror y haber pensado: “¿Pero esto no debería haberme pasado ya en la adolescencia, joder?”. “Por suerte a tus 14 no había internet, so mema”, me respondía entre sollozos. Se lo conté al italiano gondolero, que juró matarle, y vivimos uno de esos momentos de romanticismo chonil a lo Federico Moccia la mar de entrañable.

Así me convertí durante una primavera en el foco del cachondeíto cruel y presumiblemente brillante de la redacción de Buenafuente.

Luego el tiempo pasó y fui superando el shock. Eclipsado por otros eventos aún más traumáticos como la depilación laser en la vulva o aquella vez que tuve que recoger la imponente montaña de caca del perro cuando tuvo diarrea en medio del paseo de Poblenou y al hacerlo me manché un poco la manga y tuve que ir de esta guisa mierdil un rato, corriendo hasta mi casa buscando una papelera de camino, con las bolsas de heces deshechas en la mano, rezando para que el pobre Scout no volviese a tener un apretón fulminante.

La dignidad, ese concepto escurridizo.

A día de hoy, a 800 kilómetros y una década de distancia todo esto me sigue avergonzando, como digo, pero soy capaz de usarlo como reflexión. Porque no hace muchas horas me he dado cuenta, oh bendita ironía, de lo siguiente: ¡el que lo tuvo que pasar fatal fue él! Yo no era la víctima del rechazo, no era la pobre chica maja pero hortera y obsesiva que se merecía una oportunidad. Era ese ser abyecto con un pelo muy guay, la verdad, pero que es invasiva, maníaca e irrespetuosa. Yo acosé a ese chico. Le presioné con trucos terriblemente poco elegantes a que tuviera que aceptar mi propuesta, después de haberle agregado a mi Facebook sin conocerle en absoluto -cosa que ya no hago con nadie, para nada (risas)-. Y encima me situé por encima de él, ofreciéndole el regalo de mi compañía, insinuando claramente una superioridad. Y él, lógicamente, se debió sentir amenazado por mi falta de cordura y temió claramente por su integridad física. Aparte de que yo no le gustase un carajo, quiero decir. Me quise meter en su vida por imposición, sin saber nada auténtico de él y creyéndome en el permanentemente derecho de hacerlo. Y, no contenta con todo este conglomerado de despropósitos, además después, me convencí de que la damnificada era yo y me quejé de su falta de buen gusto al no aceptarme y rechazarme públicamente (igual que yo me declaré también públicamente). Hoy, después de haber sufrido el profundo asco y resquemor de los 287 tíos* que han hecho conmigo lo que yo te hice a ti, te pido perdón. Lo siento mucho, Joffrey.*

*Nota: A ver, de alguna manera, no en plan «tengo 287 vídeos de tíos diciéndome que les gusto». Que nos ponemos muy finos con todo esto de la precisión.

*Nota: O sea, claro que no se llamaba Joffrey, pero imagina que pongo ahora su nombre real. Como un homenaje de décimo aniversario impreciso hacia mi momento de stalker. ¡En fin!

 

Del dolor y la cara lavada

Sólo unos días después de haber escrito eso de que todotequieroesunaerrata, aseveración que ahora se presenta reverenciada ante mí como la mayor patochada que he producido en mi vida adulta, caí muy enfermita de lo que viene siendo el corazón, en sentido figurado. (Y que lo ñoño no pare, no-pare-no, ¡lo ñoño no pare!).

Así que dejé de escribir. Del todo. Se me evaporaron las ganas de opinar en voz alta suspendiendo en el aire un insoportable tufillo a mendacidad. Dejé, también, que los bombones se vendieran solos y me presenté ante mi médico de cabecera -una especie de Colin Firth pelirrojo que no llega a ser Raúl Cimas- explicándole a ritmo de temblor de barbilla que: «Estoy muy triste. Mucho. Todo el rato. Y ya ni siquiera puedo hacer un chiste con ello. Yo, ¡que fui la mujer más feliz de Facebook! pensando en la muerte cada hora en punto; figúrese». Colin, junto con el paquete de kleenex, me extendió una receta de píldoras para dormir y un parte de baja médica. Me pregunté qué punto de mi discurso daba lugar a tan magna malinterpretación. Yo no quería dormir; quería reír. Supuse que quizás el Orfidal te hacía partirte el culo en sueños. Tal vez era un comienzo; el darcerapulircera de la psiquiatría.

Me encomendé a los designios de la psicología clínica y el grueso de mis amigos físicos fueron sustituidos por dos principios fundamentales para la felicidad simulada: ansiolítico y prozac. Así entendí de golpe My body’s a zombie for you y me convencí un tiempo de que Ryan Gosling también podía haber sido víctima de trastorno adaptativo en algún punto de su existencia de tío bueno con «cara de vela derretida por los lados» (María Ramírez dixit).

La mutua de mi trabajo me perseguía tratando de verificar mi tristeza. De auditar mi desdicha. De analizar la profundidad de mi pena. De quitarme los ochocientos euros que subvencionaban la rutinaria charada en la que se había convertido mi vida. Y después de dieciocho años usando eye liner, de diseñar unos rasgos nuevos sobre los míos a partir de base de maquillaje de tono bronceado sutil, colorete, carmín y rimmel, un día me lavé la cara y la mostré al mundo por primera vez desde la adolescencia. Parecía más joven. Parecía más cansada.

La lección 1 del fascículo primero de «Cómo demostrar que se padece una enfermedad psicológica a partir de una estética que proyecte un estado anímico deplorable» dice claramente: «¿Dónde te crees que vas con esos labios rojos, furcia?». Así que regresé a la ausencia de adorno de golpe y mi facha de pronto era tan minimalista y sobria, tan pa ná, como el diseño de la casa de Steve Martin.

Un mes después dejé las redes sociales, pertinentemente antes de mi cumpleaños. Batí mi récord personal por defecto de felicitaciones. No tener facebook, ni twitter, ni instagram, ni cristo que lo fundó  -unido al abandono de máscara cosmética-, me hicieron sentir poderosa durante por lo menos dos días. Un subidón nada desdeñable cuando has llegado a un punto de rictus Buster Keaton. Después ya comprendí que estar fuera de Facebook sólo era cool si conseguías que la gente pensase en ello. Y nadie piensa cuando está buscando likes. Es la paradoja de la modernez y el prestigio social de nuestra era.

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Tras varios meses de labilidad emocional me tocó volver al purgatorio aeroportuario por imposición de un organismo maligno, parecido a la inquisición, pero con batas blancas. Y fue tan terrible para mí como cuando la morena buenorra de Orange is the new black tiene que regresar a la cárcel tras haber conseguido salir previamente en libertad condicional. Igual pero sin  la novia pija traidora ni los tatuajes molones de rosetón espinado.

Escribí una carta a mi jefe, el señor Scrooge, explicando con todo lujo tedioso de detalles las penosas condiciones de mi puesto de empleo: haciendo hincapié en la humillación de comer escondida detrás del mostrador y no poder ir al cuarto de baño libremente. Desarrollaría más el tema, pero hacerlo en este país puede ser denunciable. Ya ves qué risis. En cualquier caso, este momento Norma Rae precipitó mi consecución de la libertad para elegir.

Y elegí volver a casa. Elegí cabeza de ratón y un televisor grandequetecagas, el de mis padres. Y tras nueve años evitando los programas concurso la tercera persona a la que vi en esta ciudad fue a Juanra Bonet:

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Que, por cierto, es de Barcelona. Hay que joderse, ¿no?

DE VERBALIZAR LOS SENTIMIENTOS

Vamos a decir que tengo una amiga que se llama Exaequa. Está al mismo nivel que todos los demás. Exa no es la persona más feliz que hayas conocido; ni siquiera que haya conocido yo y eso que el nivel ahora mismo está bastante fácil de superar. Tampoco es desgraciada. Es una tía leída pero a la vez se ríe aún con sketches de Martes y trece. Posee un atractivo físico somero; como una miss Turismo de pueblo pequeño. Es, en definitiva, una petarda tranquila y agradable que ve la vida pasar intentando no dejar encendida demasiado rato la estufa y pudiendo así reservar al menos una vez al mes en un restaurante caro a través de una oferta de Grupazo.

Exa lleva varios meses enrollada con un divorciado. Es un chico bastante guapo e inteligente con cierto problema de entusiasmo. Y el problema es que tiene demasiado. Le sale el entusiasmo a borbotones, como si se derramase de alegría. Es bochornoso. Al tipo le brillan los ojos todo el rato. Igual que un dibujo manga infantil. Es un shonen. Siempre tiene planes para hacer con Exa. Viajes. Deportes de aventura. Clases de swing. Putas experiencias gastronómicas. Hablan muchísimo de cine, literatura y de Bakunin. El tío sabe un huevo de cosas de Bakunin. El otro día le contó que Mijaíl se llevaba mal con Karl Marx porque los dos estaban enamorados de una tal Svetlana, co-fundadora en la sombra de la AIT, costurera y ninfómana, antigua amante de Schopenhauer. Yo creo que se lo inventa todo mientras habla. Pero demuestra mucha creatividad y afán por entretener, que es lo que importa. Es muy amable con todo el mundo y participa activamente en diversas cruzadas sociales. Y, sobre todo, le ríe los chistes a Exaequa.

La semana pasada Exa me llamó gritando. Creo que posee alguna derivación de asperger leve y cuando tiene que llorar lo que hace es gritar. Como si tuviera la acotación del acto mentalmente escrita en inglés. “Cry!” “Cry, Exa!” “Cry, mother fucker!” Y la tía no se acaba de aclarar y suelta alaridos. La cosa es que me dijo en un volumen muy alto e histérico: “No puedo soportar más a este pavo”. Yo, para no quedar demasiado en disonancia con mi generación y el momento actual psicosexual que vive nuestra sociedad, le pregunté si se debía a algún problema de cama. Exa me respondió que el divorciado era el mejor amante que había tenido. Apasionado, sensitivo y generoso:

– No sé cómo decírtelo; me huele el coño a saliva.

Exa siempre sabía cómo decirlo, aunque te advirtiese antes que a lo mejor no. Después de esperar unos segundos de luto por el buen gusto, le pregunté que si había pensado en dejarlo. A lo que me respondió con un delator tono de pudor:

– Sí, sí, el otro día intenté sacar la conversación, pero al final, no sé cómo se me torció y le dije que le quería.

– ¡No me jodas la cerda! – le respondí.

Mi amiga me explicó que mientras cenaban en un restaurante casolá mordisqueando fuet, había salido la típica y vergonzante conversación sobre el estado de la relación. Y que el retraimiento comunicativo de ella había sido interpretado por él, de manera psicóticamente optimista e indiscutiblemente errónea, como timidez. De tal forma y manera que la empezó a acribillar con preguntas directas conducido por esa alegría demencial que lo hacía persona, hasta la última y culminante: “Tú me gustas un montón, Exa ¿pero tú qué sientes por mí?” A lo cuál Exa crispada respondió con un: “¡Pues yo te quiero!” que en realidad iba a ser un “¡Pues yo te quiero dejar de ver, bastardo insufrible!” pero paró en seco después del “…ro” porque se topó con su carita suplicante y sonrosada y pensó: “Este hombre es un cargante y un motivado, pero tampoco se merece este nivel de crueldad”. ”Aún”.

Exa me juró y perjuró que hasta que no vió que la cara del divorciado se transformaba en la de un Joker puesto de metadona -como una arlequín derretido- no se dio cuenta del error. Momento en el cuál intentó recular y explicó entre balbuceos lo siguiente: “¡O sea, no! Yo no te quiero. ¿He dicho que te quiero? Qué locura. Yo no te quiero, ¿eh?” Pero ya era absolutamente inútil. Cada negación del tequiero no hacía si no reafirmarlo y recubrir, asimismo, toda la escena de esa capa de ñoñez torpona propia de vomitiva comedia romántica americana de periodo festivo-vacacional. Como esa basura que hace Garry Marshall.

Exaequa me envió un whatsapp esta mañana diciéndome que se va a mudar “con el pesado este”.

La verbalización de los sentimientos le arruinó la vida. Como a tantos miles de millones de humanos antes que a ella. Y del mismo modo. Porque, no nos engañemos, cuando se dice nunca se sabe realmente lo que se quiere decir y, por eso, el cien por cien de los “tequieros” son erratas.

DE DESEAR LO REPULSIVO

Tendría yo unos nueve años. Era una mañana de gastroenteritis infantil conveniente. Hubiera preferido quedarme en casa viendo a Pepe Navarro, pero en cambio salimos a la calle. Mi madre tiraba de mí como lo hacía del bolso. Y yo me sentía igual que uno; llena de cosas dentro pero sin poder sacarlas por mí misma. Íbamos por la calle de recado adulto tedioso en recado adulto tedioso. La cola del banco parecía infinita. Después de robar un caramelo naranja con sabor a nada, reposé un rato el culito de niña en uno de esos sillones cuyo tapizado está más guarro que el teclado de ordenador de Diógenes. Empecé a mirar fijamente a la gente que esperaba. Cuando eres pequeño tienes los mismos privilegios que Chevy Chase en Memorias de un hombre invisible, pero otros intereses.

Mis repasos de los individuos solían ser rápidos, desmotivados y poco fructíferos. Hasta que la vi a ella. Cuarenta años. Peinado garçon. Pelo negro con canas incipientes sutilmente barnizado de sebo. Ojeras de neorrealismo italiano. Delgadez flácida; como si en lugar de haber bajado de peso, se hubiera vaciado de grasa. Como cuando al final de un día de playa abres el taponcito para deshinchar la colchoneta y después de quince minutos de expulsión de aire aún parece tener consistencia flotante. Esa clase de forma, en complexión física, tenía la mujer. Y verrugas. Una ingente cantidad de verrugas. Verrugas color carne. La suya: beige rosado. Verrugas grandes y rugosas, amorfas, salpicadas a lo largo de toda la piel visible. Verrugas en la cara, en el cuello, en el escote, en los brazos. Una verruga en el empeine del pie izquierdo. Otra en un párpado. Una impresionante torreta verruguil de tres pisos en el brazo. Se contoneaba igual que un postre al ritmo de la tensión del músculo.

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Yo era incapaz de apartar la mirada. Saltaba concentrada en el equilibrio visual de una verruga a otra. A veces no era necesario el impulso y sólo tenía que caminar. Estaban tan juntas… Mi fascinación crecía en consonancia con la familiaridad que me producía la imagen a fuerza de mirarla con esa clase de atención científica. El tiempo se me pasó volado. Antes de que se me empezaran a vidriar los ojos de tenerlos tan abiertos, tanto tiempo, mi madre ya tiraba de mi mano, y con ella del resto de mi cuerpecillo de morbosa deleznable precoz, hacia la salida. Hubiera estado allí mirándola toda la mañana. Aquello era lo contrario al aburrimiento.

Recuerdo la sensación de náusea íntimamente unida a la de tristeza y frustración por la ruptura impuesta del acto de contemplar algo magnético.

Durante todos estos años he pensado muchas veces en aquella mujer. He pensado si estaría enferma. Si se daría cuenta de mi impertinente mirada convirtiéndola cruelmente en fenómeno circense. Pienso si realmente era tan llamativa o era mi fiebre la que multiplicaba y afeaba aquellas protuberancias. Si ella era consciente de generar ese grado de atracción. Y por encima de todos los demás dilemas posibles, jamás he podido dejar de preguntarme y responderme especulativamente: ¿por qué? ¿por qué no podía apartar la vista?

Jorge Javier Vázquez es la respuesta, amigos.

Jorge Javier.

Durante todos los años que vi la televisión nacional y durante todo el feliz tiempo que hace que la dejé, he escuchado exactamente el mismo discurso de indignación y desconcierto: “Yo es que no sé por qué la gente ve la mierda esa de Sálvame.” “Jorge Javier es un engendro sin talento”.“Yo vagaría por el desierto con la única compañía y alimento de un tupper de mi propia caca antes que ver un programa de ese tío”. “He visto cinco minutos de tele 5 ¡y ahora me sangran los ojos!”. Esa clase de comentarios cotidianos, más o menos vehementes.

La cuestión es que J.J. tiene más poder mediático que cualquier otro personaje público del país. Si el mundo fuera sólo España, Jorge Javier sería el Papa u Oprah Winfrey. Hace cuatro o cinco años que no le veo pero sigo oyendo hablar de él con regularidad. Es más, recuerdo mejor su cara que la de algunos miembros de mi familia de segundo grado.

Y es curioso, jamás he conocido a nadie que afirme que le caiga bien. Ni a persona alguna que tolere siquiera su aspecto físico. Creo que existe más gente dispuesta a confesar que vota al P.P. a admitir que les parece majo Jorge Javier. Y, de hecho, después de estos arduos primeros años de este perverso siglo XXI puedo decir sin demasiada vergüenza o miedo a equivocarme que a nadie le produce simpatía esta persona. Lo que J.J. provoca es algo situado en las antípodas del encanto pero que tiene un efecto de reclamo mucho más eficaz que él: el asco.

Jorge Javier Vázquez

Escucharle o mirarle provoca un nivel tal de rechazo que traspasa los umbrales perceptivos y se convierte en morbo puro; un morbo que te llega a hacer depender casi físicamente de ingerir Jorge Javier Vázquez en dosis regulares.

En Una historia del Bronx, Lillo Brancato jr, el hijo del autobusero del barrio (Robert De Niro), le preguntaba al mafioso líder de la zona, Chazz Palminteri: “¿Es mejor que te teman o que te quieran?”. Y Chazz después de hacer un juego italoamericano de manitas con resoplido nasal final de reflexión zanjada le decía, en paráfrasis: “Sin duda es mejor que te teman; porque te serán más leales”. ¿Y qué es el morbo si no un terror a lo horripilante? Cuando miramos un accidente de tráfico o un asesinato en Juego de tronos ¿acaso no lo hacemos guiados por una íntima sensación de repulsión atrayente? Estamos permanentemente dominados por una fuerte seducción de lo desagradable. Porque lo asqueroso tiene una buena parte de enigma y otra tanta de alivio. El alivio de no ser eso que nos repugna; de librarnos al fin de ello puesto que está fuera.

¿A que ahora se entiende un poco mejor lo de Donald Trump?

¡De nada!

donald

DE NO SABER DEPRIMIRSE BIEN

El otro día vi Fúsi. Una película islandesa sobre un hombre de cuarenta y tantos años obeso, pusilánime, inocente y tierno que vive con su madre, la cual practica en casa la profesión de peluquera sin licencia y sexo anal con un vecino. No encontraréis una sinopsis más fiel. Lo juro. Yo buscaba una película de siesta que a fuerza de ponerme triste me cansase. Creo firmemente en aquello que decía Billy Crystal en Cuando Harry encontró a Sally de que “lo bueno de la depresión es que al menos descansas”. Por eso cuando éramos niños pasaban aquellos westerns menores de John Wayne tan maravillosamente soporíferos los sábados a partir de las cuatro de la tarde. No te dormías por la fotografía beige o por la banda sonora ronroneante o los doblajes arcaicos un poco histriónicos pero bastante musicales. Todo con un montón de silencios en medio, pasos sobre tablones de madera y miradas con ceja en posición gancho. No. Era porque el personaje de John Wayne sólo tenía dos registros: infelicidad o resaca. Y claro, daba pena el hombre y la pena, a su vez, daba mucha modorra.

La depresión es autocompasión mezclada con vagancia; algo muy habitual en estos tiempos”. Esta es mi frase favorita de la película. Se la suelta el jefe del servicio de basuras de la ciudad (Reikiavik, supongo) a Fúsi cuando éste, para evitar que la despidan, se ofrece para cubrir el puesto de su amiga que está de baja no oficial por neurastenia. Es un bendito. Pero le resulta fácil, claro, porque es ficticio.

Fúsi

Todo esto de la tristeza crónica y lo que la rodea me hizo pensar en un par de cosas. La primera, que sólo un diez por ciento de la gente que trato en la actualidad no padece ni ha padecido ninguna enfermedad social nunca. Que ellos recuerden. Y la segunda, que jamás tendré un amigo de verdad que me cubra en el trabajo cuando estoy muy jodida, para que no me echen. Qué mierda…

Obvio lo segundo, para poder continuar escribiendo y no derrumbarme en el suelo a llorar en posición fatal Blanche DuBois y convertirme así en la praxis del tema tratado en el texto. Lo cual resultaría un experimento artístico cuyo placer generado sólo sería superado por su estupidez.

Hace unos días estaba con unos amigos en mi salón hablando de hongos. No de los que pican en los genitales, de los que ingieres y te ríes. Qué mágica es la polisemia. A la mitad de ellos les producía pavor consumirlos porque habían leído en un foro que estaban completamente contraindicados si tomabas antidepresivos. Les daba terror por sufrir alguna clase de desdoble de personalidad dado que se medicaban. Quiero decir que no es que se quedasen desconsolados por la afectación general para la sociedad moderna, en plan: “Ya ves qué pena, encima de estar triste la gente ya ni se puede colocar; hay qué ver que tiempos tan emocionalmente austeros vivimos…”. No, no es la clase de cosas que oirías en una reunión con mis colegas. Es todo un rollo más: “Quién se ha tirado un pedo? He oído ¡RÁS! Y tú has mirado hacia la puerta.”; “Entonces, a ver, ¿un prejuicio es siempre algo negativo?”; “Uy, la otra, con qué sale.”; “Bueno, guay guay no es.” Y así.

A mí me pareció bastante divertido, dentro de mi distancia absoluta respecto a los fármacos recetados en psiquiatría, que alguien que está a priori tan alegremente dispuesto a drogarse de repente vele por su salud con esa sensatez. Sensatez de forocoches. “Al final casi todo lo auténticamente divertido está contraindicado con la vida”, pensé para mí. No lo dije en voz alta por no frivolizar con las cargas ajenas. Para eso no tengo el salón; para eso tengo el blog.

Ingerir sustancias alucinógenas o euforizantes es malo para la salud y acorta la vida. Vale. Pero es que tener más de cuatro orgasmos a la semana también tiene ese efecto. De verdad, buscadlo en google. O practicadlo si tenéis valor o menos de veinticinco años. Sienta fatal el sexo si te pasas. También es muy nocivo hacer demasiadas sentadillas o desayunar alitas de pollo con red bull siete días seguidos. Tomar el sol en exceso. Reírte más de la cuenta. Incluso si bebes una cantidad de agua superior a la necesaria puedes llegar a producir una hiponatremia y acto seguido entrar en coma o morir. Cualquiera traga saliva después de leer esto, ¿verdad?

Siendo así, se nos presenta un abanico interminable de razones para caer en un estado de melancolía permanente. Pero justo cuando soy capaz de justificar que esté tan extendida, me acuerdo automáticamente de la foto de los once obreros almorzando sentados sobre la viga del rascacielos RCA en construcción en los años veinte. Si yo me puedo llegar a poner triste por tener que vender bombones a islandeses reales parecidos a Fúsi o por el hecho de que beber agua a lo bestia podría matarme, ¿qué no sentiría esta peña cuando iba cada día a currar en algo físico a 250 metros de altura por cuatro chavos?

Supongo que cuando la muerte, la miseria y la total falta de tiempo libre acucian también te deprimes, pero ni lo notas, porque estás despistado, pensando en todo lo demás.

No me río de los que estáis deprimidos. Al menos hoy no. Al menos no en vuestra cara. Pero sí siento cierta rabia pacífica por los que no lo están aún y lo buscan incansablemente. No puedo con esos Leonards Cohens de la vida.

Sólo unos pocos pueden construir rascacielos y marearse tanto con la altura que nunca se sientan decaídos, para todos los demás está mover el culo y la humildad. Porque, admitámoslo, después de Pablo Iglesias, no hay nada más egocéntrico que deprimirse. Un poquito de pudor, hombre…

Pablito

 

DE INMORTALIZAR A LOS BEBÉS

No poseo ni una sola imagen de mí misma con menos de tres años. Entiendo que no existen porque eso me han dicho y aún no he tomado tanto vermú de marca blanca como para empezar a desconfiar de la palabra de una madre. La razón oficial es que cuando yo nací mis padres no se habían comprado aún cámara de fotos. Mi hermana tiene cinco años más que yo y he visto varias fotos suyas siendo calva y minúscula. “Tu hermana tenía padrino y se las hacía él”. A mí no me bautizaron hasta los siete años. Yo lo pedí. Estudiaba en un colegio de monjas y acababa de ver La profecía; consideré que un poco de agua bendita no estaría de más. Mi padrino fue mi abuelo. No le vi sostener una cámara en todos los días de su vida en que coincidimos. Durante décadas he penado desconcertada por no tener una génesis fotográfica. Ahora que sé el motivo real: “Es que eras un bebé tan feo, joder”. Pienso que quizás es mejor así.

Si hubiera nacido ayer, literalmente, y estas palabras las escribiese en 2049, ahora (en ese ahora del futuro hipotético) podría torturarme viendo fotos de mi ecografía en 3D a todo color – naranja, negro y pus-. Y pensar si todo pudo empezar a torcerse allá dentro. Podría incluso sostener en mi mano un pedazo putrefacto y seco de cordón umbilical y suspirar: “Ah… qué cómodo era no masticar”. Y después de eso tirarme varias semanas visionando el metraje completo del documental de mi primer año de existencia. Tendría que pedir una excedencia para ponerme al lío.

¿Lo haría? ¿Lo harán? ¿La gente que hoy tiene meses de edad verá los vídeos enteros de sus primeros mohines cuando cumplan los treinta? Todos los recuerdos de los adultos del futuro serán recuperados a través de la perspectiva de un espectador de ellos mismos. Nadie recordará la primera vez que pisó una caca, o que se cayó de boca contra el parquet, ni lo enormes que parecían los muebles de la casa de su abuela. Todos los hombres y mujeres del futuro tendrán el síndrome de Corey Feldman. Se verán DESDE FUERA.

Corey Feldman era «bocazas» en los Goonies y también el niño neurótico y excéntrico de gafas de pasta de Cuenta conmigo. Hizo un montón de anuncios de bebidas infantiles en la década de los ochenta. Y probablemente participaría en alguna visita grabada a Neverland con Jacko. Ese hombre tiene por lo menos una doceava parte de su infancia registrada en imágenes re-visionables.

Creo que el hecho de poder verte a ti mismo en otra época tan lejana de tu vida es mucho más perturbador que la consciencia –siempre parcial- de que además lo hacen unos cuantos millones de personas en el resto del mundo. Diría que es peor la frustración de contemplar metros y metros de cinta con tu pasado irrecuperable grabado para siempre en ella, que ser una celebridad infantil y luego convertirte en un paria social. Me juego mis braguitas del Victoria’s secret –proporcionalmente es mi posesión más cara- a que Corey ha estado más cerca de sustancias químicas diversas que una placa de Petri, antes por sus cientos de miles de millones de retratos de Dorian Gray que por firmar autógrafos con ocho años.

Imagino al single varón medio de treinta años de la década de los cuarenta del siglo XXI. Va al gimnasio cada día. Sólo prueba comida macrobiótica. El vello que le quitan del torso se lo injertan en la coronilla. Rizadito. No lee, se descarga en la mente comentarios de texto de la Iliada. Nunca habla solo. Pasa más de quince minutos seguidos mirándose fijamente a los ojos en el espejo antes de salir a trabajar. Probablemente “salir a trabajar” sea sentarse engullido por el gris metálico de su salón minimalista. Todos trabajan desde casa en el futuro. Si pestañea dos veces fuertemente enciende el smarthphone implantado en el lóbulo frontal del cerebro. Recobra morosos telepáticamente pasándoles pensamientos angustiosos sobre la catástrofe inminente. Es un cabrón. Se aprieta la sien izquierda en los descansos y se pone a jugar al Candy crush con su propia cara proyectada en un holograma en el aire. A veces queda con chicas que conoce a través del teletransporting-love-super-flash -que activa acariciando la sien derecha-. Pero no le gustan. Los hombres tampoco. Sólo se excita con la visión subjetiva de sus propios genitales. Está fatal.

No siente nada y no sabe quién es, porque no tiene ningún recuerdo propio; sólo atesora películas high definition de los recuerdos de sus padres sobre él. Nada le pertenece.

¡Dejad que los niños babeen sin flashes! Hacedlo por nuestras pensiones. Gracias.

Penapenitapena

DE LA CONVIVENCIA Y EL ASESINATO

Existe un veneno específico para cucarachas muy efectivo. Se llama Orion Total attack (gel). Efectivo en este caso quiere decir mortal. Si hubiera escrito insecticida no habría posibilidad de duda sobre el hecho del asesinato. Pero no quería hacerlo. Insecticida de alguna manera es una palabra que implica derecho. Porque se vende en las tiendas y es de uso común. Alguien que dice que usa insecticida para las cucarachas no puede ser juzgado. Juega directamente con su indiscutible superioridad con respecto al individuo de otra especie. No hay fisuras morales de ningún tipo. Nunca se ha planteado el sentido de esa superioridad, simplemente mata para tener la casa limpia. Está tranquilo y duerme bien luego por la noche, rodeado de cadáveres. Pero si dice que compra veneno, la cosa cambia.

No puedes comprar veneno online. No hay una pestañita en amazon que te lleve a la sección “Ponzoña”. El veneno es la representación tangible de la maldad en la ficción. En los cuentos, para detectar al malo -en plena gestación de acciones que reafirmasen su condición- se le dibujaba sosteniendo un frasquito con una calavera dibujada y la palabra POISON escrita debajo. Decir que envenenamos a las cucarachas nos haría sentir ruines. En cambio fumigar nos hace sentir higiénicos. A mí esto me lleva a pensar en el nazismo muy fuertemente, la verdad.

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DE QUE TU VIDA SEA UN THRILLER POR CULPA DEL GAZPACHO

Es importante decir primero que yo no soy una tía guapa. No doy asco tampoco, pero no creo que nadie sueñe conmigo apriorísticamente. Es decir, soy la clase de persona cuyo atractivo físico es como mucho un “y además”. Si le gusto a un camarero con aspiraciones a humorista porque hemos coincidido en un pub, le he hecho cuatro bromas y le he rozado el brazo sutil pero sugerente dos veces seguidas, cuando hable de mí con sus amigos dirá: “Esa tía es muy maja, ha visto todas las pelis de Woody Allen, sabe quién es Lenny Bruce y además no está mal: buenas-tetas-cara-graciosa”. Nunca dirá: “He conocido a una tía que está buenísima” y empezará a emitir zumbidos neandertales de poder machuno mientras improvisa danzas fálicas actualizadas al estilo del presente siglo, para demostrar así a sus amigos la veracidad de dicha afirmación.

Sea como sea, el frutero del supermercado de mi barrio está enamorado de mí. Me quiere desde el primer día que me vio. Yo ni me di cuenta de que estaba en la estancia. Buscaba desesperadamente surimi. No había nada más para mí. Pasta sintética de desechos de pescado y yo. Me paré frente a las cámaras frigoríficas. Dejé que el frío me contrajese la piel unos segundos. Esas pequeñas ráfagas vampíricas que me monto en el súper hacen la vida cotidiana mucho más interesante. Cogí los palitos de cangrejo y noté una fuerte punzada en la nuca. Era la abrasadora mirada del frutero enamorado. Todo esto lo supe semanas más tarde a través de un flashback.

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