La dieta de los bulbos de tulipán o de repente: Audrey Hepburn.

Y en medio de todos estos cuerpos con forma de guitarra, entre tanto trasero prominente, pechos gigantescos y contoneos de merengue, irrumpe una joven escuálida como una suerte de anacronismo. De origen belga, fue descubierta por la escritora Colette cuando rodaba una pequeña película en Montecarlo y la contrató para protagonizar en Broadway su obra de teatro “Gigi”. Audrey Hepburn iba a ser bailarina, pero se quedó en el camino por ser demasiado alta para la gracilidad, sin embargo, su cuerpo era exactamente idéntico al de una atleta de gimnasia rítmica. Tenía el torso liso, con un pecho escasísimo, casi puberal, el escote huesudo con las clavículas muy marcadas, el cuello largo y esbelto, la cintura estrecha, sí, pero con unas caderas que se marcaban porque la piel se pegaba a la parte saliente de los extremos de los huesos y no porque se acolchasen con un átomo miserable de grasa. Su cara era francamente llamativa, pero tampoco encajaba con lo que entonces seducía al público. Todos los rasgos -ojos, nariz y boca- eran demasiado grandes y la mandíbula muy cuadrada y angulosa no hacía juego con la generalidad de rostros ovalados o triangulares que tanto predominaban entre sus compañeras de profesión.

Audrey Hepburn con el aura impoluta de alguien que no sabe ni lo que es un bollicao.

              Sin embargo, Audrey Hepburn se convirtió en una de las celebridades más importantes del siglo y lo hizo muy pronto y rápidamente, desde el estreno de Vacaciones en Roma” en 1953. Más adelante y con ayuda de un entonces novato diseñador de vestuario: Hubert de Givenchy, alcanzó una posición privilegiada en la lista de los iconos de la moda en toda su historia. La otra Hepburn, como la llamaban algunos despectivamente y en favor de la entonces más respetada Katharine, debía su extrema delgadez a un problema de raquitismo adquirido durante su última época de crecimiento en la adolescencia, que coincidió fatídicamente con la segunda guerra mundial. Audrey tuvo que alimentarse con bulbos de tulipán para poder sobrevivir en aquellos tiempos de miseria, de ahí que su desarrollo no se completase y luciese siempre esa figura de eterna adolescente. Su estilo de belleza ha funcionado como una especie de mutación afortunada, de aquellas que sobreviven y perduran en el tiempo y que en su momento también resultó un soplo de aire fresco entre tanta curva mareante. Actualmente, su estilo sigue siendo imitado y su elegancia es indiscutible y atemporal.

              Desde Natalie Portman a Rooney Mara pasando por Keira Knightley, Lilly Collins o incluso su tocaya Audrey Tautou, la lista de mujeres y referentes de nuestros días que han tirado de imitaciones de la protagonista de «Sabrina» es interminable.

              Entre sus contemporáneas y dentro de un estilo más en la línea editorial de virgen hasta el matrimonio, habría que destacar muy particularmente a dos de las actrices fetiche de Alfred Hitchcock: Grace Kelly e Ingrid Bergman. La primera ya se movía como si tuviera un título nobiliario mucho antes de agenciarse un pisito en Mónaco y la segunda, aunque bastante apartada de la farándula del star-system sí tuvo una fuerte influencia en el conducir de las mujeres de su época. Ingrid Bergman, fue una de las primeras estrellas de la pantalla que siguió llenando salas de cine pasados los cuarenta y supo reinventarse a sí misma a lo largo de su carrera pasando de Hollywood al neorrealismo italiano con la naturalidad de un bostezo.

Ingrid Bergman pensando «mira, lo del rimmel todavía tiene un pase, pero este carmín de mamarracho me empequeñece.»

              Ingrid Bergman, sueca emigrada, no destacó jamás por una figura voluptuosa. De hecho, era más bien robusta y ancha, cercana al estilo de sus colegas de décadas predecesoras, y disimulaba su ausencia de esbeltez con el uso habitual de trajes de chaqueta. Tenía un estilo bastante sobrio en su indumentaria, que dejaba un claro protagonismo a unos rasgos dulces, con un maquillaje muy suave, sin apenas adornos. Era las antípodas de cualquier starlette de los cincuenta y representa la naturalidad y la fidelidad al propio estilo como claves para que el contraste con el envejecimiento no se haga devastador. No en vano, Bergman ganó dos de sus tres premios Oscar a los 41 (en 1957 por “Anastasia”) y 60 años (por “Asesinato en el Orient Express”), respectivamente. Podemos tomarla como ejemplo de muchas cosas, pero en este caso, por ser la reina sabiendo ocultar lo que no se debe ver -un buen uso de la faja- y por la práctica del maquillaje para que parezca que no vas maquillada -el triunfo de los colores nude como reivindicación de las bondades genéticas subrayadas únicamente con un poco de gloss-.

Los cánones de belleza en Hollywood. Introducción.

Desde tiempos ancestrales las mujeres han basado su concepción de lo bello en la referencia de figuras populares de su tiempo. Podríamos remontarnos a Cleopatra con su flequillo recto y su melena simétrica, oscura y lisa o la línea de sus ojos marcada con pinturas negras y trazos gruesos y alargados. Ambas, características propias de una apostura que aún es influyente en nuestros días. El poder y la cultura orquestan, desde que el ser humano empezó a constituirse en sociedad y establecerse en civilizaciones, la manera en que se desarrolla nuestra imagen estética.

Elizabeth Taylor aprovechando su encarnación de Cleopatra en 1963 para derrochar en chapa y pintura como si no hubiese un mañana.

Si hay un lugar en los tiempos modernos, donde se han gestado los sueños y la belleza proyectándola hacia al mundo, de una forma palpable y casi dictatorial, ese lugar es Hollywood. Meca del cine desde comienzos del siglo XX hasta nuestros días, construyó sus propios mitos. Las películas eran un espejo idealizado de las gentes a las que iban dirigidas y, para la mayoría del pueblo llano, eran fantasías hechas realidad que, a un tiempo, educaban a las personas sentimental e intelectualmente, puliendo sus gustos y sugiriendo nuevos deseos y metas. Ya fuera como un escape a la precariedad de los tiempos de crisis económica o incluso como esperanza de un futuro mejor en épocas de conflicto bélico, las figuras de la pantalla se convertían en héroes y referencias a las que emular por los peatones sin renombre.

En la primera mitad de la década de los cuarenta, en plena guerra mundial, Veronica Lake, sex symbol habitual del cine negro de aquellos años, era conocida por su larga y sedosa cabellera rubia cuyo peinado fue bautizado “peekaboo; una expresión en inglés que significa recuperarse de un susto repentino y que consistía en que un largo mechón ondulado caía sobre un lateral del rostro ocultándolo parcialmente. Tan seductor y popular resultó este estilismo capilar, que el Departamento de Guerra de los EEUU tuvo que enviar una circular a las fábricas de armamento prohibiendo que sus operarias emulasen dicho peinado dado que el hecho de tapar un ojo en el ejercicio de sus labores ocasionaba peligrosos y constantes accidentes. Esta anécdota revela la elevada cantidad de esfuerzo, dinero y riesgo -en este caso- que podemos llegar a invertir en parecernos a nuestros ídolos.

Aquí Veronica acompañada de un peluche espeluznantemente pasmado.

Desde finales de los ochenta y hasta no hace demasiado tiempo, las mujeres pudientes – y también las coquetas más humildes que hubieran ahorrado suficiente – visitaban las consultas de los cirujanos de todo el mundo occidental armadas con una foto de Julia Roberts en la afamada Pretty Woman, pidiendo unos labios como los de aquella mujer, la sonrisa más rentable de la historia del cine. Raro es que, a finales del siglo XX, quien se lo pudiera permitir, no tuviera los labios gruesos y turgentes a base de rellenos de colágeno o de ácido hialurónico, si la naturaleza no había sido generosa y ya les cundiese con un buen perfilador y algo de brillo en el centro de la boca.

Asimismo, los noventa podrían considerarse, tristemente, el «boom» de la delgadez patológica. Se empezaba a hablar con más información y alarma de una enfermedad que ya hacía tiempo existía, pero no se había dado a conocer popularmente: la anorexia. Pero la delgadez extrema como epítome de la elegancia había sido sembrada como concepto transgresor varias décadas antes cuando Audrey Hepburn se paseó por la Quinta Avenida de Nueva York decidida a comerse un croissant delante del escaparate de Tiffany’s ataviada con un traje de noche negro, un collar de tres vueltas y un escote exquisitamente huesudo. Era 1961 y el comienzo de la película de Blake Edwards: Desayuno con diamantes. Se cuenta que la propia María Callas, diva de la ópera y contemporánea de Hepburn, con el fin de parecerse a ella, se introdujo una tenia en el cuerpo para que devorase todo lo que ingería de manera que pudiera alcanzar la tan deseada delgadez extrema.

Audrey Hepburn tenía menos masa grasa que el tobillo de un gorrión.

Estos ejemplos son sólo algunos, bastante significativos, de cuán grande ha sido y es la influencia de las estrellas femeninas de Hollywood sobre las mujeres de verdad y su demanda de determinadas intervenciones estéticas, terapias o hábitos para lograr la imagen vigente de cada momento.

El objetivo es hacer un análisis de los modelos de belleza que han ido primando a lo largo de los últimos cien años en la gran pantalla. Sus características, su evolución y las técnicas utilizadas por las propias figuras paradigmáticas para alcanzar los rasgos deseados que las definían. Así, haciendo un estudio en perspectiva global, también se pretende especular con cuál será la tendencia del mercado de la estética en los próximos años, así como las preocupaciones fundamentales de la mujer moderna con respecto a su aspecto. Todo ello ligado siempre en paralelo al desarrollo cultural de la mujer; dado que no existe un cambio y una evolución en lo que se percibe a simple vista sin que exista también un motor ético y social que lo respalde.

También se observará el avance tecnológico en los tratamientos de belleza y las intervenciones estéticas. Cómo, para conseguir un mismo efecto facial, lo que se hacía en 1940 es hoy, en 2020, visto casi como un barbarismo, debido a la sofisticación y precisión de los medios en la actualidad.

Y finalmente, la intención es predecir cuál será la imagen de la belleza de la mujer del futuro y cómo “ser y estar guapa” ha cambiado y al mismo tiempo sigue tomando como ejemplo a personalidades del pasado, dado que la cultura es cíclica y recurrente, siendo una máxima a todos los efectos, aquello del “todo vuelve”.

Jessica Chastain marcándose un Rita Hayworth mezclado con un Kim Bassinger y un queriendo decir de Grace Kelly mientras simula un perturbadoramente elegante corte de digestión.