DE LA MUERTE DE HUGH GRANT

Hace unos cuantos años leí un artículo de Woody Allen defendiendo la candidatura de Al Gore. Fue cuando perdió en el 2000 frente a George Bush. Woody comentaba que Al Gore le inspiraba la misma confianza que el actor secundario buenazo, que en una comedia romántica, se queda sin la chica porque se la lleva otro más carismático y, generalmente, cabroncete. Me llamó la atención la referencia reflexiva a esa maravillosa y clásica figura cinematográfica del pringado decimonónico. Ese pobre infeliz que no tiene nada de malo; que posee más apéndices en su cuerpo que veces ha mentido en su vida. Ese ente aburrido pero noble que no sabe contar un chiste pero sí te haría un masaje en los pies cuando vuelves de trabajar. Se peina con raya al lado, le encantan los dibujos grotescos que le hace su hijo de seis años el día del padre y sólo folla en la posición del misionero. Es un bendito sin doblez completamente entregado a la absurda causa de ser un buen ciudadano y, por extensión, una buena persona. Es un auténtico coñazo de tío; pero le podrías dejar las llaves de tu casa para que te riegue las plantas cuando te vas de vacaciones.

Yo me he visto absolutamente todas las comedias románticas hollywoodienses y europeas de todos los tiempos. Conozco a ese tío. Podría hacer una tesis doctoral sobre su meliflua personalidad y absurdo latir existencial.

Por supuesto, a lo largo del tiempo, este charmless man ha ido mutando, intentando pasar inadvertido, despistando al ser encarnado por algún actor de renombre y sex appeal incuestionable o, incluso, ha tenido que ceder ocasionalmente su puesto a otro antagonista mucho más atractivo, aquel que yo, tras invertir miles de horas en el estudio de la materia, creo tener licencia en denominar: “El hijo de puta simpático con un polvo de muerte que ciega a la chica y no le deja ver que su mejor amigo también está muy guapo sin camisa”. En lo sucesivo: “el hijo de puta”.

El esquema funcionó durante décadas. Tom Hanks ganaba a Bill Pullman en Algo para recordar; Leonardo Di Caprio ganaba a Billy Zane en Titanic; John Cusack ganaba a Tim Robbins en Alta fidelidad; Ethan Hawke ganaba a Ben Stiller en Reality Bites; Ben Stiller ganaba a Matt Dillon en Algo pasa con Mary; Jack Nicholson ganaba a ¡Keanu Reeves! en Cuando menos te lo esperas y así toda la vida.

Pero un día se abren las puertas de un ascensor y aparece Hugh Grant, con un bronceado de rayos uva espectacular, Aretha Franklin de fondo y un juego de mandíbula que parece masticar con gusto su flamante conciencia de rompe bragas.

hugh-grant

En El diario de Bridget Jones, obra cumbre del denostado género, el personaje de Hugh Grant es el más grande y descarado hijo de puta que jamás se haya paseado por las calles de Londres. Y mola. Tiene las mejores líneas de todo el guión y dentro de su decadentismo follarín es absolutamente honesto consigo mismo y con la chica. Por un momento se obra el milagro y te preguntas si realmente Bridget se irá con el insufriblemente tedioso abogado que da besos de velcro o preferirá echarse a perder con su jefe promiscuo cabrón porque al menos sabe cómo divertirse. Al final, claro, se queda con Colin Firth. Vale, pero sólo porque descubre que Hugh ha contado un par de mentiras asquerosas. Si no, ¿de qué?

Siempre tuve la sensación de que Bridget Jones, heroína por antonomasia de todas las treintañeras solteras con desarreglos alimenticios y tendencia a la torpeza social y al vomitado compulsivo de soplapolleces, hubiera sido más feliz y triunfal llegando sola a los títulos de crédito. Habría resultado un alivio bastante transgresor para la mujer de su tiempo el poder irse a su casa sin novio pero contenta. Pero un desenlace así nos haría explotar la cabeza a las muchachas de mi generación en una tarde de domingo con una bolsa de agua caliente en el regazo, ¿verdad, chicas?

En la segunda parte Daniel Cleaver (Hugh para los amigos) se convierte en una caricatura de sí mismo. Es ya un ser abyecto y un enfermo sexual al cual le importa un carajo Bridget o cualquier otro elemento de la vida que no sirva para aumentar el tamaño de su ego y de su pene. Sigue siendo graciosísimo, pero el guión lo ha rebajado tanto moralmente que compensa completamente la soporífera personalidad de Mark Darcy (el señor Colin Firth, para todos). Y claro, el tercer acto se hace interminable por el estrés que supone anticiparse cuarenta minutos al desenlace besil.

beso-velcro

Tenía muchísimo miedo de Bridget Jones’s baby. Había visto el cartel y en el lugar que siempre ocupó Mr Grant aparecía Patrick Dempsey; más conocido como el doctor cachondo en Anatomía de Grey.

Pensé que quizás Hugh Grant no figuraba en los títulos de crédito por estrategia de marketing, como hacen en las series de televisión de zombies o islas, para no destripar antes de tiempo. Y lo cierto es que erré. Lo único que aparece de Daniel Cleaver en la maldita película es una foto gigante con él sonriendo de lado a su estilo guasón junto a un féretro que supuestamente lo contiene. Esto pasa a los cinco o seis minutos de metraje. Hubiera dejado de verla justo en ese momento, pero de repente se me ocurrió que aquello era una metáfora brillante de lo que sucede en la comedia romántica actual y en la saga de Bridget Jones en particular.

Hugh Grant, doctor en hijoputismo romántico, está muerto. ¿Por qué? Porque si estuviera vivo ganaría esta vez, ¡diablos! Y eso es una ironía tan insoportable e incoherente con la línea siempre éticamente didáctica de la comedia de enredo amoroso, que han decidido amputar a la estrella en pro del conjunto del film. Y el resultado es tan aburrido y parsimónico como el vídeo de la comunión de un Borbón.

Esa huída en la ficción de la solución que tendría lugar sin duda en la realidad da como resultado que Renée Zellweger acabe uniéndose definitivamente y para los restos al charmless man, a Al Gore, a todos aquellos antihéroes sosainas desechados por sus predecesoras. Y la historia se convierte en un anacronismo. Porque ahora ninguna mujer ante la alternativa preferiría pasarse la vida con un apático y lacónico emocional.
Hoy, todas hubiésemos intentado cazar al hijo puta de Hugh Grant y reformarle a base de reproches hasta convertirle en Colin Firth. 

Como decía Brian al ex-leproso en La vida de Brian: «Hay algunos que nunca están contentos».