Del aerobic y de quemar sujetadores

El final de la década de los sesenta está marcado por la revolución cultural. Martin Luther King lidera el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos, el hombre pisa la luna por primera vez en 1969 y comienza el movimiento de liberación de las mujeres que funda varias organizaciones feministas por todo el país. Es concretamente en 1967 cuando un grupo de mujeres forman el New York Radical Women y crean un evento llamado “el entierro de la feminidad tradicional”. Un año después, durante la celebración de Miss América en Nueva Jersey, desarrollaron un acto de protesta cuyo centro más llamativo fue la colocación de un gran cubo de basura en medio de una plaza donde todas las asistentes fueron depositando lo que denominaban “instrumentos de tortura”, esto es: zapatos de tacón de aguja, rulos del pelo, pestañas postizas, fajas y, por supuesto, sujetadores.

Sissy Spacek cubriéndose la cabeza just in case

              La estética femenina en estos años es, por tanto, también muy revolucionaria. El pelo suelto es lo más habitual, se lleva muy largo, por norma general rizado o con ondas, aunque también lacio. Las mujeres de raza negra solían llevar el cabello a lo afro, muy rizado y voluminoso. El maquillaje se vuelve más accesible para su compra habitual y se extiende su uso doméstico, aunque fundamentalmente se maquillan los ojos con línea negra y los labios con tonos naturales. La piel se deja tal cual. Un cutis con pecas y pequeñas manchas resulta más refrescante y preferible que la hasta entonces tez perlada sin mácula.

              Se lleva la delgadez y la complexión desgarbada. Poco pecho y líneas rectas. Mujeres como Sissy Spacek o Diane Keaton, flacas, con poco volumen de pecho y ligeramente encorvadas, son iconos de esta época puesto que destilan un estilo propio y personal que parece estar dictado por su propio deseo y no con un mercantilista afán de seducción del género masculino. El estilo de vestir se politiza, llevar trajes de caballero desaliñados como Diane Keaton en Annie Hall” (1977) es ser “progre”.

Diane Keaton, muerta de risa sin sujetador.

              Jane Fonda, que a mediados de la década de los sesenta se vuelve activista política en contra de la guerra de Vietnam y que también se posiciona como simpatizante del movimiento feminista, había tenido una relación sentimental y profesional con Roger Vadim, creador del estilo de Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer (1955) y que tanto a Fonda como a Catherine Deneuve les había colocado el consabido eyeliner felino y la melena rubio y voluminosa cardada por encima del flequillo savage, como clonando a su ex. En Barbarella”, Jane Fonda aparecía como una muñeca sexy de curvas marcadas con un corsé imposible, flotando en el aire por la ingravidez del espacio y quitándose la ropa en los primeros minutos de película. Otro estriptis famoso y muchísimo más gratuito que el de Marlene Dietrich quitándose el traje de gorila o Rita Hayworth deshaciéndose del guante de su Gilda” maldita.

              Sin embargo, Jane Fonda, no comulgó demasiado tiempo con el estereotipo de objeto sexual y es un perfecto reflejo de la época a la que pertenece. Los sesenta y los setenta fueron una revolución, un constante cambio en el pensamiento y las costumbres que conllevaron una reinvención permanente del propio yo. La Fonda se cortó el pelo al estilo Klute” (uno de sus éxitos cinematográficos en los setenta), con una media melena denominada shag, que representaba bien el estilo de la mujer de la época; una especie de reinvención de la flapper de medio siglo atrás: soltera, trabajadora y sexualmente liberada.

              Sólo una década después de hacerse fotos junto a varios soldados y una batería antiaérea que los norvietnamitas usaban para derribar los aviones estadounidenses, Jane Fonda dio una nueva lección de punto de giro argumental inesperado cuando sacó a la venta el que sería el primer y más exitoso vídeo de gimnasia para mujeres. No en vano, existe un tipo de flexión lateral bautizada con su nombre, con el cuerpo completamente recostado sobre un lado, el brazo libre colocado en jarra sobre la cintura y la elevación de la pierna completamente estirada en varias repeticiones, como haciendo un efecto de tijera que se abre y se cierra. En los ochenta nace la filia por el ejercicio aeróbico y todos los cuerpos lánguidos y delgados que sostenían su figura sobre una alimentación escasa o el ayuno voluntario repetido se convierten en estructuras atléticas, donde prima el tono muscular y la forma torneada de los músculos. Estar en forma es una obligación ligada directamente a la estética y a la conservación de la belleza. Jane Fonda a sus ochenta y dos años, cirugías aparte, es la prueba viva de que el ejercicio físico funciona, puesto que aún goza de una gracilidad de movimientos y de una forma que muchas jovencitas sabáticas envidiarían para sí.

Farra Fawcett, que debió desarrollar bruxismo debido a su sonrisa sempiterna y apretadita.

Mención especial a Farraw Fawcett, que además de inspirar su propia versión en Barbie, fue una de las primeras actrices de televisión que trascendieron en la gran pantalla y representa mejor la transición entre los setenta y los ochenta que el mismísimo Studio 54.

La dieta de los bulbos de tulipán o de repente: Audrey Hepburn.

Y en medio de todos estos cuerpos con forma de guitarra, entre tanto trasero prominente, pechos gigantescos y contoneos de merengue, irrumpe una joven escuálida como una suerte de anacronismo. De origen belga, fue descubierta por la escritora Colette cuando rodaba una pequeña película en Montecarlo y la contrató para protagonizar en Broadway su obra de teatro “Gigi”. Audrey Hepburn iba a ser bailarina, pero se quedó en el camino por ser demasiado alta para la gracilidad, sin embargo, su cuerpo era exactamente idéntico al de una atleta de gimnasia rítmica. Tenía el torso liso, con un pecho escasísimo, casi puberal, el escote huesudo con las clavículas muy marcadas, el cuello largo y esbelto, la cintura estrecha, sí, pero con unas caderas que se marcaban porque la piel se pegaba a la parte saliente de los extremos de los huesos y no porque se acolchasen con un átomo miserable de grasa. Su cara era francamente llamativa, pero tampoco encajaba con lo que entonces seducía al público. Todos los rasgos -ojos, nariz y boca- eran demasiado grandes y la mandíbula muy cuadrada y angulosa no hacía juego con la generalidad de rostros ovalados o triangulares que tanto predominaban entre sus compañeras de profesión.

Audrey Hepburn con el aura impoluta de alguien que no sabe ni lo que es un bollicao.

              Sin embargo, Audrey Hepburn se convirtió en una de las celebridades más importantes del siglo y lo hizo muy pronto y rápidamente, desde el estreno de Vacaciones en Roma” en 1953. Más adelante y con ayuda de un entonces novato diseñador de vestuario: Hubert de Givenchy, alcanzó una posición privilegiada en la lista de los iconos de la moda en toda su historia. La otra Hepburn, como la llamaban algunos despectivamente y en favor de la entonces más respetada Katharine, debía su extrema delgadez a un problema de raquitismo adquirido durante su última época de crecimiento en la adolescencia, que coincidió fatídicamente con la segunda guerra mundial. Audrey tuvo que alimentarse con bulbos de tulipán para poder sobrevivir en aquellos tiempos de miseria, de ahí que su desarrollo no se completase y luciese siempre esa figura de eterna adolescente. Su estilo de belleza ha funcionado como una especie de mutación afortunada, de aquellas que sobreviven y perduran en el tiempo y que en su momento también resultó un soplo de aire fresco entre tanta curva mareante. Actualmente, su estilo sigue siendo imitado y su elegancia es indiscutible y atemporal.

              Desde Natalie Portman a Rooney Mara pasando por Keira Knightley, Lilly Collins o incluso su tocaya Audrey Tautou, la lista de mujeres y referentes de nuestros días que han tirado de imitaciones de la protagonista de «Sabrina» es interminable.

              Entre sus contemporáneas y dentro de un estilo más en la línea editorial de virgen hasta el matrimonio, habría que destacar muy particularmente a dos de las actrices fetiche de Alfred Hitchcock: Grace Kelly e Ingrid Bergman. La primera ya se movía como si tuviera un título nobiliario mucho antes de agenciarse un pisito en Mónaco y la segunda, aunque bastante apartada de la farándula del star-system sí tuvo una fuerte influencia en el conducir de las mujeres de su época. Ingrid Bergman, fue una de las primeras estrellas de la pantalla que siguió llenando salas de cine pasados los cuarenta y supo reinventarse a sí misma a lo largo de su carrera pasando de Hollywood al neorrealismo italiano con la naturalidad de un bostezo.

Ingrid Bergman pensando «mira, lo del rimmel todavía tiene un pase, pero este carmín de mamarracho me empequeñece.»

              Ingrid Bergman, sueca emigrada, no destacó jamás por una figura voluptuosa. De hecho, era más bien robusta y ancha, cercana al estilo de sus colegas de décadas predecesoras, y disimulaba su ausencia de esbeltez con el uso habitual de trajes de chaqueta. Tenía un estilo bastante sobrio en su indumentaria, que dejaba un claro protagonismo a unos rasgos dulces, con un maquillaje muy suave, sin apenas adornos. Era las antípodas de cualquier starlette de los cincuenta y representa la naturalidad y la fidelidad al propio estilo como claves para que el contraste con el envejecimiento no se haga devastador. No en vano, Bergman ganó dos de sus tres premios Oscar a los 41 (en 1957 por “Anastasia”) y 60 años (por “Asesinato en el Orient Express”), respectivamente. Podemos tomarla como ejemplo de muchas cosas, pero en este caso, por ser la reina sabiendo ocultar lo que no se debe ver -un buen uso de la faja- y por la práctica del maquillaje para que parezca que no vas maquillada -el triunfo de los colores nude como reivindicación de las bondades genéticas subrayadas únicamente con un poco de gloss-.

Entre la It girl y la Flapper.

Tras el fin de la primera guerra mundial y con la cada vez más normalizada incorporación de la mujer al mundo laboral y su correspondiente independencia económica, se instaura en América un espíritu lúdico de bienestar y bonanza. En Hollywood hasta 1927, con el estreno de “El cantor de jazz”, no comienzan a realizarse las talkies -películas habladas- aunque paralelamente, en la vida real, se produce la explosión de músicas y bailes de ritmos ágiles y un poco pirados que están directamente asociados a la alegría de vivir y al hedonismo urbano. En los locales de moda suena jazz o tango y la gente baila charlestón con la sonrisa perpetua: son los locos años veinte. Una especie de bacanal socialmente aceptada que refleja una jovial ingenuidad completamente ajena a la avalancha de ruina y desesperación que se avecina con el crack económico del 29.

En la gran pantalla, triunfa Clara Bow por encima de todas las demás. Su aspecto es aniñado, como si aún no hubiese pasado la pubertad. Su melena corta y acaracolada con rizos crespos oculta, como en una nebulosa, el dibujo real de su óvalo facial, que no obstante se intuye redondo como una manzana. Los ojos de la Bow son enormes y aparecen siempre enmarcados con sombras de tonos marrones, negros o violáceos en párpado superior e inferior. Este tipo de maquillaje proporciona un cierto halo de misterio que contrasta con la imagen global candorosa e inocente. Las cejas rectas con la cola descendente agudizan el tono lánguido y refuerzan las expresiones tan necesariamente teatrales del cine mudo. La tez es blanca, aterciopelada, con polvos compactos que bien podrían estar compuestos a base de talco puro. La nariz es diminuta, como un botón en medio de la cara que apenas tiene una función meramente práctica. Y la boca es muy pequeña, como un corazón dibujado dentro de la línea real de los labios.

Clara Bow con una bajada de tensión sublime.

En esta época, en la que aún no se ha extendido el uso de la cirugía plástica entre las clases pudientes y en la cual, de hecho, apenas sólo existe la rinoplastia un tanto rudimentaria y con fines más médicos que estéticos, los trucos de belleza femeninos se basan fundamentalmente en el maquillaje y la peluquería.

El concepto de “It girl” nace con la película homónima de 1927 protagonizada por la propia Clara Bow y pretende denominar a un tipo de chica que, sin ser espectacular, ni tan siquiera particularmente bella, posee un encanto, una espontaneidad y un carisma particulares que emanan de su personalidad y se reflejan en su aspecto. Tiene que ver con un estilo propio y construido por la mujer que lo porta. Hoy día siguen existiendo “it girls” y suelen ser las chicas de moda en cada etapa y que marcan la tendencia en cuanto a qué ropa ponerte, cómo peinarte, qué comer y adónde ir. Claro que actualmente trabajan al servicio de la publicidad y el capitalismo más exacerbado, siendo promocionadas por marcas y grandes oligopolios hasta el punto de que no se puede dirimir si el mercado se adapta al estilo predominante que se instaura progresivamente en la sociedad o es la sociedad la que se mimetiza con lo que el mercado dicta; perdiéndose por completo la naturalidad del encanto casual y convirtiéndose en una vil función al servicio del negocio.

En los años veinte, los medios de comunicación eran muchos menos y variados y de mucha más lenta repercusión que en la actualidad, de modo que, aunque Clara Bow fuese en un cierto grado pulida y post-producida por la industria del cine, la esencia era auténtica y sus orígenes eran humildes, cuasi miserables. Nació en la pobreza extrema del Brooklyn de principios del siglo XX, fruto de la unión entre una drogadicta esquizofrénica y un alcohólico violento. Fue una mujer hecha a sí misma a todos los niveles y hoy ha quedado recordada, por derecho propio, como un símbolo y un reflejo fidedigno de los tiempos que la encumbraron como su diosa cinematográfica. Al fin y al cabo, las flappers eran exactamente eso: mujeres que habiendo nacido en un contexto de pobreza extrema consiguieron ser independientes económicamente gracias a trabajos inevitablemente menores como secretarias, telefonistas, dependientas o incluso ascensoristas; pero que se comportaban con una libertad asociada entonces al género masculino. Las flappers estaban solteras, eran activas social y sexualmente, bailaban, bebían y fumaban sin parar.

Aquí unas Flappers bebiendo cerveza como si fuera jarabe; claramente disfrutando al máximo de vivir.

No eran aficiones muy constructivas, pero marcaban el inicio de una nueva era para la mujer, en la que ya no era obligatorio quedarse en casa haciendo las labores del hogar como consortes del cabeza de familia y en la que incluso y al fin, podían votar, al menos si eran blancas – las mujeres negras no pudieron votar en EEUU hasta 1967-. Pero, sobre todo, y en relación con el tema que nos ocupa, se gastaban dinero en su imagen.

Frente al candor y la despreocupación de la Bow se encontraba la sobria y perturbadora sensualidad de Louise Brooks, portadora de uno de los “Diez cortes de pelo que conmocionaron al mundo”. No obviemos que fue en el primer cuarto del siglo XX cuando el acto de cortarse el pelo fue adquirido por las mujeres, que hasta aquel entonces no acostumbraban a hacerlo en la búsqueda de una apariencia particular si no como mero saneamiento capilar o para vender su larga cabellera a cambio de dinero, como el personaje de Jo en la afamada “Mujercitas” (Louisa May Alcott, 1868). El denominado bob cut consistía en una melena corta y lisa, que llegaba hasta la altura del lóbulo de las orejas, con el flequillo recto tapando la frente y cuya longitud se va rebajando en la nuca en forma de uve quedando más largo en la parte delantera de los laterales del rostro.

Louise Brooks provenía de una familia muchísimo más estable y adinerada que la de Clara Bow y se notaba claramente en una actitud infinitamente más sofisticada y serena, con una clara connotación intelectual, completamente inexistente en la “it girl”. El rostro de Louise también era pálido y uniforme, incluso luminoso, en llamativo contraste con su pelo negro muy oscuro. También de ojos grandes, destacados por las sombras y por las pestañas postizas, un complemento imprescindible en el make up de aquel entonces. Pestañas kilométricas, gruesas y separadas entre sí y una buena cantidad de sombra alrededor de todo el contorno del ojo. De nuevo, labios finos y muy oscuros, boca pequeña en forma de corazón. Para conseguir el efecto de boca de piñón tanto la Brooks, como la Bow, como cualquier flapper dibujaban con el perfilador muy oscuro el contorno deseado y alrededor del mismo utilizaban maquillaje muy claro, del tono de la tez, para simular un tamaño bucal menor. Un estilo curiosamente parecido al de las geishas.

Louisse Brooks pensando fuertemente en el duro mantenimiento de su flequillo.

A finales de la década, con títulos de éxito como “La caja de Pandora” o “Diary of a lost girl”, Louise Brooks adquirió fama como una vampiresa sexual de comportamiento disoluto que en la sociedad americana cada vez más mojigata de aquellos tiempos polarizó al público. Era amada y odiada a partes iguales. Con la llegada del cine sonoro, ambas actrices se retiraron de la vida pública, pasando de moda vertiginosamente con el empuje del puritanismo. La gran depresión trajo de su mano la censura en Hollywood y la figura de la flapper, tan indómita y derrochadora, fue defenestrada. El hedonismo y la lujuria ya no tenían cabida en una sociedad que había de volver a recomponerse y no podía tomarse las cosas tan a la ligera.

Tal vez por ello, una de las grandes supervivientes del cine mudo fuese Greta Garbo. Una mujer que en absoluto tenía algo que ver con las anteriores y a la que difícilmente se podía imaginar bailando un charlestón. El alcohol lo llevaría siempre escondido en una petaca para beberlo en la intimidad y soledad de su alcoba: el confinamiento voluntario como pasatiempo. Ya ves tú.